El sol se había puesto cuando llegaron al palacio de las Blanquernas. Los criados de palacio se sorprendieron al ver en persona al superior de la encomienda de Constantinopla, deduciendo que algo importante había de pasar para que tan regio caballero acudiera a palacio a aquellas horas.
El canciller estaba leyendo cuando un criado entró precipitadamente en la sala para informarle de la presencia de Saint-Rémy y sus caballeros y de su pretensión de ser recibidos de inmediato por el emperador.
La inquietud se reflejó en el rostro de Pascal de Molesmes. Su admirado André de Saint-Rémy no se presentaría en la corte sin tener concertada una audiencia con el emperador a no ser que algo grave aconteciera.
Con paso presuroso se encaminó a su encuentro.
—Mi buen amigo, no os esperaba…
—Es urgente que vea al emperador —contestó con rudeza Saint-Rémy.
—Decidme, ¿qué sucede?
El templario sopesó la respuesta.
—Traigo noticias de interés para el emperador. Hemos de verle a solas.
De Molesmes comprendió que nada más sacaría del hierático templario. Podía intentar sonsacarle asegurándole que Balduino no podría recibirle de inmediato a no ser que él, su canciller, estimara la urgencia del recado. Pero se dio cuenta de que esa táctica no funcionaría con Saint-Rémy, y que si le dilataba la espera éste se marcharía sin decir palabra.
—Aguardad aquí. Informaré al emperador de vuestra urgencia en verle.
Los cuatro templarios permanecieron en la estancia de pie y en silencio. Se sabían espiados por ojos invisibles, capaces de leer sus labios aunque apenas entonaran las palabras. Esperando estaban cuando llegó el conde de Dijon a su cita con el canciller.
—Caballeros…
Se saludaron con una inclinación de cabeza. Los templarios sin apenas prestarle atención, el conde de Dijon sorprendido de ver a tan importante representación del Temple.
Apenas había pasado media hora cuando el canciller entró presuroso en la sala contigua a la cancillería, donde aguardaban.
Torció el gesto al ver al conde de Dijon, a pesar de la importancia que daba a la cita con el representante del rey de Francia.
—El emperador os recibirá ahora en su sala privada. Y vos, conde de Dijon, habréis de esperarme, porque yo a mi vez he de aguardar por si el emperador me necesita.
Balduino les esperaba en un salón contiguo al del trono. En sus ojos afloraba la preocupación por tan inesperada visita. Intuía que los templarios le traían malas noticias.
—Decidme, caballeros, ¿qué es tan urgente que no pueda esperar a que os reciba en audiencia como es debido?
André de Saint-Rémy fue directo al grano.
—Señor, habéis de saber que vuestro tío, Luis de Francia, está preso en Al-Mansura. En estos momentos se negocian las condiciones de su libertad. La situación es grave. He creído prudente que la conocierais.
El rostro del emperador se tornó pálido, como si la sangre hubiera huido de su cuerpo. Durante unos segundos no acertó a decir palabra. Sintió que el corazón le latía con fuerza y que el labio inferior le temblaba al igual que le sucedía cuando era niño y tenía que hacer un esfuerzo por no llorar para que su padre no le castigara por mostrar un signo de debilidad.
El templario se dio cuenta del torbellino de emociones que abrumaban al emperador y continuó hablando para darle tiempo a que se recuperara.
—Sé cuán profundo es el afecto que sentís por vuestro tío. Os aseguro que se están haciendo los esfuerzos necesarios para conseguir la liberación del rey.
Balduino apenas logró balbucear unas palabras, tanta era la confusión en su mente y en su corazón.
—¿Cuándo lo habéis sabido? ¿Quién os lo ha dicho?
Saint-Rémy no respondió a las preguntas de Balduino sino que a su vez le preguntó.
—Señor, sé bien los problemas que acucian al imperio y he venido a ofreceros nuestra ayuda.
—¿Ayuda? Decidme…
—Os disponíais a vender el Mandylion al rey Luis. El rey os envió al conde de Dijon para negociar el contrato del alquiler o la venta. Sé que la Sábana Santa ya está en vuestro poder y que una vez cerrado el acuerdo el conde la trasladaría a Francia para dejarla en depósito en manos de doña Blanca. Os apremian los banqueros genoveses, y el embajador de Venecia ha escrito a la Señoría que dentro de poco podrán comprar lo que queda del imperio a bajo precio. Si no liquidáis parte de las deudas con los venecianos y los genoveses os convertiréis en emperador de la nada. Vuestro imperio empieza a ser una ficción.
Las duras palabras de Saint-Rémy estaban haciendo mella en el ánimo de Balduino que, desesperado, se retorcía las manos que ocultaba bajo las anchas mangas de la túnica púrpura. Nunca se había sentido tan solo como en aquellos momentos. Buscó inútilmente con la mirada a su canciller, pero los templarios habían advertido que preferían ver a solas al emperador.
—¿Qué me sugerís, caballeros? —preguntó Balduino.
—El Temple está dispuesto a compraros el Mandylion. Hoy mismo dispondríais del oro suficiente para hacer frente a las más acuciantes deudas. Génova y Venecia os dejarían en paz… a menos que os volváis a endeudar. Nuestra exigencia es el silencio. Deberéis jurar por vuestro honor que a nadie, a nadie, ni siquiera a vuestro buen canciller, le diréis que habéis vendido el Mandylion al Temple. Nadie debe saberlo jamás.
—¿Por qué me exigís silencio?
—Sabéis que preferimos actuar con discreción. Si nadie sabe dónde está el Mandylion no habrá rencillas ni enfrentamientos entre cristianos. El silencio es parte del precio. Confiamos en vos, en vuestra palabra de caballero y emperador, pero en el documento de venta constará que estaréis en deuda con el Temple si difundís los términos del acuerdo. También os exigiríamos el pago inmediato de las deudas que tenéis con el Temple.
El emperador apenas sí respiraba del dolor intenso que sentía en la boca del estómago.
—¿Cómo sé que Luis está preso?
—Bien sabéis que somos hombres de honor en los que no cabe el engaño.
—¿Cuándo dispondría del oro?
—Ahora mismo.
Saint-Rémy sabía que la tentación para Balduino era demasiado fuerte. Con decir sí se acabarían buena parte de sus más inmediatos pesares, esa misma mañana podría llamar al veneciano y al genovés, y saldar cuentas con ellos.
—Nadie en la corte creerá que el dinero ha llovido del cielo.
—Decidles la verdad, decid que os lo ha dado el Temple, no les digáis por qué. Que crean que es un préstamo.
—¿Y si no acepto?
—Estáis en vuestro derecho, señor.
Se quedaron en silencio. Balduino intentando pensar si había tomado la decisión acertada. Saint-Rémy, tranquilo, sabiendo que el emperador aceptaría su propuesta, tan grande era su conocimiento del alma humana. El emperador fijó la mirada en el templario y con voz apenas audible esbozó una palabra:
—Acepto.
Bartolomé dos Capelos entregó a su superior un documento y éste a su vez se lo acercó al emperador.
—Es el documento del acuerdo. Leedlo, ahí están los términos de los que os he hablado. Firmadlo y nuestros criados depositarán donde digáis el oro que hemos traído con nosotros.
—¿Tan seguros estabais de que aceptaría? —se lamentó Balduino.
Saint-Rémy guardó silencio sin dejar de mirar fijamente al emperador. Éste cogió una pluma de ganso, estampó su firma y la rubricó con el sello imperial.
—Esperad aquí, os entregaré el Mandylion.
El emperador salió por una puerta disimulada detrás de un tapiz. Minutos más tarde regresó y les entregó un lino cuidadosamente doblado.
Los templarios lo extendieron lo suficiente para comprobar que era el auténtico Mandylion. Luego lo volvieron a doblar.
A un gesto de Saint-Rémy, Roger Parker, el caballero de origen escocés, y el portugués Dos Capelos, salieron del salón imperial y con paso rápido se dirigieron a la entrada del palacio donde aguardaban sus criados.
Pascal de Molesmes, que aguardaba en la antecámara, observaba el ir y venir de los templarios y sus criados cargados con sacos pesados. Sabía que era inútil preguntar qué se traían entre manos, y no dejaba de estar extrañado por no haber sido requerido por el emperador. Pensó en introducirse en el salón, pero podía provocar la cólera de Balduino, por lo que era más prudente esperar.
Dos horas más tarde, y ya con los sacos de oro guardados en un compartimiento secreto disimulado en la pared que cubría el tapiz, Balduino se despidió de los templarios.
Cumpliría con la promesa de guardar silencio, no sólo porque había comprometido su palabra de emperador, sino también porque temía a André de Saint-Rémy. El superior de la encomienda templaria era un hombre piadoso, consagrado a la causa del Señor, pero en su mirada se reflejaba el hombre que llevaba dentro, un hombre al que no le temblaba la mano para defender aquello en lo que creía, o a lo que se comprometía.
Cuando Pascal de Molesmes entró en la cámara real encontró a Balduino pensativo, pero tranquilo, como si se hubiera quitado un peso de encima.
El emperador le informó de la mala suerte corrida por su tío el rey de Francia, y de cómo en vista de las circunstancias había aceptado un nuevo préstamo de los templarios. Haría frente a la deuda con Venecia y Génova a la espera de que el buen rey Luis recuperara la libertad.
El canciller le escuchó preocupado, intuyendo que Balduino le ocultaba algo, pero no dijo nada.
—Entonces, ¿qué haréis con el Mandylion?
—Nada. Lo guardaré en lugar secreto, y esperaré la liberación de Luis. Entonces decidiré qué hacer, acaso haya sido un aviso de Nuestro Señor para evitar que pequemos vendiendo su sagrada imagen. Llamad a los embajadores y comunicadles que les entregaremos el oro que adeudamos a sus ciudades. Y avisad al conde de Dijon, le comunicaré la suerte corrida por el rey de Francia.
— o O o —
André de Saint-Rémy extendió cuidadosamente la Sábana, viendo aparecer en toda su extensión el cuerpo del Crucificado. Los caballeros cayeron de rodillas y, guiados por su superior, rezaron.
Nunca habían visto la Sábana entera. En la urna en la que estaba depositado el Mandylion en Santa María de Blaquernas sólo se alcanzaba a ver el rostro de Jesús, como si de un retrato pintado se tratase. Pero allí estaba ahora, ante ellos, la figura de Cristo con los signos del tormento que había sufrido. Perdieron la cuenta de las horas que pasaron rezando, pero caía la tarde cuando Saint-Rémy se levantó y doblando cuidadosamente la mortaja se encaminó con ella a su cámara. Minutos más tarde mandó llamar a su hermano Robert y al joven caballero François de Charney.
—Disponed vuestra marcha cuanto antes.
—Si nos autorizáis podríamos salir dentro de unas horas, cuando nos envuelvan las sombras de la noche —sugirió Robert.
—¿No será peligroso? —preguntó el superior.
—No, es mejor que salgamos de la encomienda cuando nadie nos vea y los ojos de los espías estén vencidos por el sueño. A nadie diremos que nos vamos —terció De Charney.
—Prepararé el Mandylion para que no sufra los rigores del viaje. Venid a recogerlo antes de partir, no importa la hora, también llevaréis una carta mía y otros documentos al gran maestre Renaud de Vichiers. No os desviaréis del camino de Acre por ninguna causa. Os ayudarán algunos hermanos, quizá sugiero que os acompañen Guy de Beaujeau, Bartolomé dos Capelos…
—Hermano —le interrumpió Robert—, os ruego que nos dejéis ir solos. Es más seguro. Nosotros podemos fundirnos con el paisaje, y contamos con la ayuda de nuestros escuderos. Si vamos solos no despertaremos sospechas, pero si salimos acompañados de un grupo de hermanos, entonces los espías sabrán que algo nos traemos entre manos.
—Lleváis el más preciado de los tesoros de la Cristiandad…
—… del que respondemos con nuestras vidas —añadió De Charney.
—Sea como decís. Ahora dejadme, he de preparar la carta. Y rezad, rezad pidiendo a Dios que os guíe a vuestro destino. Sólo Él puede garantizar el éxito de la misión.
La noche se había cerrado. Ni una sola estrella iluminaba la bóveda celeste. Robert de Saint-Rémy y François de Charney salieron sigilosamente de sus cámaras y se encaminaron hacia la de André de Saint-Rémy. El silencio impregnaba la noche y en el interior de la fortaleza los caballeros dormían. En las almenas algunos caballeros templarios junto a soldados a su servicio permanecían de guardia.
Robert de Saint-Rémy empujó suavemente la puerta de la celda de su hermano y superior. Lo encontraron rezando de rodillas ante una cruz situada en una esquina de la habitación.
Al notar la presencia de los dos caballeros se levantó, y sin mediar palabra le entregó a Robert una bolsa de mediano tamaño.
—Dentro, en una arqueta de madera, está el Mandylion. Aquí tenéis los documentos que entregaréis al gran maestre, y oro para el viaje. Que Dios os acompañe.
Los dos hermanos se fundieron en un abrazo. No sabían si volverían a verse.
El joven De Charney y Robert de Saint-Rémy vestían sus ropajes sarracenos, y ocultándose en la negrura de la noche acudieron a los establos en donde sus escuderos los aguardaban calmando la impaciencia de los caballos. Dieron la contraseña a los soldados que guardaban la puerta, y abandonaron la seguridad de la encomienda para tomar el camino de San Juan de Acre.
Mendibj paseaba por el estrecho patio de la cárcel, disfrutando de los rayos de sol que iluminaban la mañana sin calentarla.
Había oído lo suficiente para saber que debía estar alerta. El nerviosismo de la psicóloga y la trabajadora social le hacía pensar que algo se estaba tramando y que él era la pieza de caza.
Había pasado el reconocimiento médico pertinente, había sido examinado una vez más por la psicóloga e incluso el director había asistido a una de esas cansinas sesiones en que la doctora se empeñaba en hacerle reaccionar a los estúpidos estímulos que le ponía como señuelos. Por fin la junta de Seguridad de la prisión había firmado su conformidad para que accediera a la libertad, y sólo faltaba la ratificación del juez, a lo más siete días, y estaría en la calle.
Sabía lo que tenía que hacer. Vagaría por la ciudad hasta convencerse de que no le siguiera nadie, después se acercaría hasta el parque Carrara, iría durante varios días, observaría de lejos a Arslan, y no dejaría caer el papel indicando su presencia hasta no estar seguro de que nadie le preparaba una celada.