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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

La Hermandad de la Sábana Santa (42 page)

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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El joven parecía buena persona, pensó Pietro, incluso inocente. A lo mejor lo era.

—Bien, pero nos gustaría que su tío nos dijera si tiene contactos con otros inmigrantes de Urfa —preguntó Giuseppe.

Francesco Turgut sintió un estremecimiento. Ahora sí que estaba seguro de que la policía lo sabía todo. Ismet volvió a hacerse cargo de la situación respondiendo con rapidez.

—Pues claro, y yo espero también poder encontrarme aquí con la gente del pueblo. Aunque mi tío es medio italiano, pero los turcos nunca perdemos nuestras raíces, ¿verdad, tío?

Pietro insistió. El joven parecía dispuesto a no dejar hablar a Francesco Turgut.

—Señor Turgut, ¿conoce usted a la familia Bajerai?

—¡Bajerai! —exclamó Ismet como si le hubieran dado una alegría—. Con un Bajerai fui a la escuela, creo que aquí tienen unos primos segundos o algo así…

—Me gustaría que respondiera su tío —insistió Pietro. Francesco Turgut tragó saliva y se dispuso a decir lo que tantas veces había ensayado.

—Sí, claro que los conozco, es una familia honorable que han sufrido una enorme desgracia, sus hijos… bueno, sus hijos cometieron un error y están pagando por ello, pero le aseguro que los padres son buenas personas, puede preguntar a quien quiera por ellos, les darán buena referencias.

—¿Ha visitado en los últimos tiempos a los Bajerai?

—No, últimamente no me siento bien y no salgo mucho.

—Perdone —interrumpió Ismet con expresión inocente—, ¿qué han hecho los Bajerai?

—¿Y por qué cree que han hecho algo? —inquirió Giuseppe.

—Porque si ustedes, que son policías, se presentan aquí y preguntan por los Bajerai es que han hecho algo; de lo contrario no preguntarían.

El joven sonrió satisfecho a los dos hombres que le miraban sin saber si era un cínico o realmente tan inocente como parecía.

—Bien, volvamos al día del incendio —insistió Giuseppe.

—Ya les dije todo lo que recordaba. Si hubiera recordado algo más me habría puesto en contacto con ustedes —afirmó con voz quejumbrosa el anciano.

—Acabo de llegar —explicó Ismet—, aún no he tenido tiempo ni de preguntar a mi tío dónde voy a dormir, ¿no podrían volver en otro momento?

Pietro hizo una seña a Giuseppe. Se despidieron y salieron a la calle.

—¿Qué te parece el sobrino? —preguntó Pietro a su compañero.

—No sé, pero parece un buen chico.

—Puede que lo hayan enviado para controlar a su tío.

—¡Bah! No veamos fantasmas, yo estoy de acuerdo contigo en que Sofía y Marco están haciéndose una película con este caso, aunque Marco donde pone el ojo… Pero con la Síndone está obsesionado.

—Pues ayer me dejaste solo cuando se lo decía.

—¿De qué sirve discutir? Hagamos lo que nos mandan. Si tienen razón, estupendo, hay caso; si no la tienen, da igual, al menos habremos intentado dar una respuesta a esos malditos incendios. Por investigar no se pierde nada, pero sin agobios, con tranquilidad.

—Me admira tu flema, pareces inglés en vez de italiano.

—Es que tú te tomas todo a la tremenda, y últimamente te da por discutirlo todo.

—Tengo la impresión de que el equipo se ha roto, que las cosas no son como antes.

—Pues claro que el equipo se ha roto, pero se recompondrá. Sofía y tú tenéis la culpa del mal rollo, os ponéis tensos como monos cuando estáis juntos, y parece que os divierte llevaros la contraria. Si ella dice «a» tú dices «b», y os miráis como si de un momento a otro os fuerais a saltar a la yugular. Mira, Marco tiene razón cuando dice que es un error mezclar el trabajo con la cama. Te seré franco, por vuestra culpa ahora estamos todos incómodos.

—No te he pedido que fueras tan franco.

—Ya, pero tenía ganas de decírtelo, así que dicho está.

—De acuerdo, la culpa es mía y de Sofía. ¿Qué quieres que hagamos?

—Nada. Supongo que se os pasará, de todos modos ella se va. Cuando termine el caso se larga, esto se le ha quedado pequeño. La chica vale mucho para dedicarse a perseguir ladrones.

—Es una mujer extraordinaria.

—Lo raro es que se liara contigo.

—¡Vaya hombre, gracias!

—¡Bah! Hay que aceptar lo que uno es, y tú y yo somos dos polis. No tenemos su clase, ni su formación. No somos como ella, tampoco somos como Marco, el jefe ha estudiado y se le nota. Claro que yo estoy contento de ser lo que soy y de llegar a donde he llegado. Trabajar en el Departamento del Arte es un chollo y da categoría.

—Tu sinceridad me está jodiendo.

—Chico, pues me callo, pero creía que entre nosotros podíamos hablar así, decir la verdad.

—Ya me la has dicho, ahora déjame en paz. Iremos a la central y pediremos a la Interpol que los turcos nos envíen información de ese sobrino que le ha salido a Turgut. Pero antes podríamos ir a hablar con ese padre Yves.

—¿Para qué? Ése no es de Urfa.

—Muy gracioso. Pero ese cura…

—¿Ahora le has cogido manía al cura?

—No seas estúpido. Vamos a verle.

El padre Yves los recibió de inmediato. Estaba preparando un discurso que el cardenal debía pronunciar al día siguiente en una reunión con superioras de conventos de clausura. Rutina, les dijo.

Les preguntó por las investigaciones, pero más por cortesía que por interés, y les aseguró que con los nuevos sistemas de seguridad contra incendios difícilmente la catedral volvería a sufrir nuevos incidentes.

Charlaron un cuarto de hora, pero como no tenían nada nuevo que decirse, se despidieron.

44

El caballero templario picó espuelas. Divisaba el Guadiana y las almenas de la fortaleza de Castro Marim. Había cabalgado sin descanso desde París donde había asistido, impotente, al sacrificio del gran maestre.

Le retumbaba en los oídos la voz profunda de Jacques de Molay emplazando a Felipe el Hermoso y al papa Clemente al juicio de Dios. No tenía la menor duda de que el Señor haría justicia y no dejaría impune el crimen cometido por el rey de Francia con la ayuda del Papa.

A Jacques de Molay le habían arrancado la vida pero no la dignidad, porque nunca hubo hombre más digno y valiente en los últimos momentos de su existencia.

Acordó con el barquero lo que costaba cruzar el río, y una vez en la orilla portuguesa se dirigió veloz a la encomienda que había sido su casa durante los últimos tres años, después de haber luchado en Egipto y haber defendido Chipre.

El maestre José Sa Beiro recibió de inmediato a João de Tomar y le invitó a sentarse, ofreciéndole agua fresca que le aliviara del reseco del camino. El superior de la encomienda se sentó frente a él y se dispuso a escuchar las noticias del caballero que había enviado como espía a París.

Durante dos horas, João de Tomar hizo un vívido relato de los últimos días del Temple, detallando la negra jornada del 19 de marzo en que Jacques de Molay y los últimos templarios habían ardido bajo la mirada inclemente del pueblo y de la corte de París. Conmovido por el relato, el maestre tuvo que hacer acopio de toda la dignidad de su cargo para no dejar traslucir la emoción.

Felipe el Hermoso había sentenciado la muerte del Temple y en aquellos días se ejecutaba a lo largo y ancho de Europa la supresión de la Orden firmada por el Papa. Los caballeros serían juzgados en los reinos cristianos. En algunos reinos serían absueltos, en otros se cumplirían las órdenes del Papa para ingresarlos en otras órdenes religiosas.

José Sa Beiro sabía de las buenas intenciones del rey Dionís, pero ¿sería capaz el rey de Portugal de oponerse a los dictados del Papa? Habría de saberlo y para ello enviaría a un caballero para que en su nombre tratara con el rey, y éste les aclarara su disposición.

—Sé de vuestro cansancio, pero he de pediros que aceptéis una nueva misión. Iréis a Lisboa y llevaréis una carta al rey. Le contaréis lo que habéis visto sin omitir detalle. Y esperaréis la respuesta. Prepararé la carta para el rey; mientras, podéis descansar. A ser posible partiréis mañana.

João de Tomar apenas si tuvo tiempo de reponerse de las fatigas del viaje. Aún no había amanecido cuando fue llamado a presencia del maestre.

—Tened la misiva, id a Lisboa y que Dios os guarde.

— o O o —

Lisboa lucía su esplendor en aquellas primeras luces del alba. Llevaba varios días en camino, ya que había tenido que hacer una larga parada porque su caballo se había lastimado una pata.

No quiso dejarlo en la posta sino que él mismo le colocó un emplasto y aguardó dos jornadas a que se recuperara. El caballo era su amigo más fiel, el que le había salvado la vida en más de una batalla. Por nada del mundo lo entregaría a cambio de otro jamelgo y, aun a riesgo de ser reprendido por el maestre por retrasarse en el encargo, João de Tomar, aguardó a que su caballo estuviera en condiciones de andar, y aun así no lo cargó con su peso, sino que montó a otro caballo que le dieron en la casa de postas a cambio de una moneda de oro.

Con el rey Dionís, Portugal se había convertido en una nación próspera. De su genio nació la universidad, y estaba llevando a cabo una profunda reforma de la agricultura, tanto que por primera vez tenían excedentes de trigo y aceite de oliva, y buen vino para exportar.

El rey no tardó más de dos días en recibir a João de Tomar, y el templario portugués volvió a relatar lo vivido en París tras entregar al monarca la carta de José Sa Beiro.

Pronto le respondería, le aseguró el rey, que ya tenía noticias de la disposición del Papa para la disolución de la Orden.

João de Tomar sabía de la buena relación del rey Dionís con el clero, con el que había firmado un concordato hacía unos años. ¿Se atrevería a enfrentarse al Papa?

El templario aguardó tres días hasta ser de nuevo llamado por el rey. Éste había adoptado una decisión tan sabia como salomónica: no se enfrentaría al Papa, pero tampoco perseguiría a los templarios. Dionís de Portugal había dispuesto que se fundara una nueva orden, la Orden de Cristo, de la que formaran parte todos los templarios, manteniendo sus propias reglas, sólo que la nueva orden estaría bajo el control real y no del Papa.

De esta manera este rey prudente garantizaba que las riquezas templarias quedarían en Portugal, no pasarían al poder de la Iglesia ni al de otras órdenes. Contaría con la gratitud de los templarios y con la ayuda de éstos y sobre todo de su oro, para sus planes, los planes del reino.

La decisión del rey era firme y así se lo comunicaría a los superiores de todos los maestrazgos y encomiendas. De ahora en adelante el Temple de Portugal quedaba bajo la jurisdicción real.

Cuando el maestre José Sa Beiro supo de la disposición del rey comprendió que, si bien los templarios no serían perseguidos ni arderían en ninguna hoguera como en Francia, desde aquel momento sus bienes pasaban a estar a disposición del rey. Debía, pues, adoptar una decisión, ya que era posible que desde Lisboa les pidieran un inventario de las posesiones habidas en cada encomienda.

Castro Marim, por tanto, no era ya un lugar seguro para guardar el verdadero tesoro del Temple y debía disponer enviarlo a donde no alcanzaran las manos ni de reyes ni del Papa.

Beltrán de Santillana había doblado cuidadosamente la Sábana Santa y guardado en un zurrón del que no se separaría en ningún momento.

Esperaba a que subiera la marea para que zarpara la nave que le conduciría a Escocia. De todos los países de la Cristiandad era el único al que no había llegado, y nunca llegaría, noticia alguna con la orden de disolución del Temple.

El rey Robert de Bruce estaba excomulgado, y ni él se ocupaba de los asuntos de la Iglesia, ni la Iglesia de los de Escocia.

Los caballeros templarios nada habían de temer pues de Robert de Bruce, y Escocia se convertía así en el único reducto donde el Temple conservaba todo su poder.

José Sa Beiro sabía que sólo en Escocia el tesoro del Temple estaría para siempre a salvo, y cumpliendo las indicaciones del último gran maestre, del asesinado Jacques de Molay, se dispuso a enviar al caballero Beltrán de Santillana, junto a João de Tomar, Wilfredo de Payens, y otros caballeros para que custodiaran la santa reliquia hasta la casa del Temple en Arbroath.

Debía ser el maestre de Escocia quien decidiera dónde ocultar la Santa Sábana. Suya sería la responsabilidad de que la reliquia jamás pasara a otras manos que no fueran templarias.

El maestre de Castro Marim entregó a Beltrán de Santillana una carta para el maestre de Escocia, además de la misiva original que le enviara a él Jacques de Molay, en la que exponía las razones por las que debían guardar el secreto de la posesión de la mortaja de Cristo.

El bote doblaba el recodo del Guadiana en su salida al mar, donde aguardaba la nave que llevaría el tesoro del Temple hasta Escocia. Los caballeros no miraron atrás. No querían que la emoción les venciera al abandonar para siempre Portugal.

La nave de los caballeros estuvo a punto de zozobrar; tan fuerte era la tempestad que les salió al paso en su viaje a las costas escocesas. El viento y la lluvia habían agitado el barco como si de una cáscara de nuez se tratara, pero había resistido.

Los acantilados de la costa escocesa anunciaban el final del viaje. Los hermanos del Temple de Escocia sabían del terror que el Papa y el rey de Francia habían desatado contra los templarios, pero ellos se sabían a salvo gracias a su buena relación con el rey Robert de Bruce, junto al que combatían y defendían de sus enemigos.

El maestre les llamó a la sala capitular. Allí, ante los ojos atónitos de los caballeros, expuso la tela sagrada. Guardaba parecido con la pintura de aquel Cristo al que adoraban en la discreción de la capilla privada, pues de todos los maestres era sabido que poseían la verdadera imagen de Cristo de la que se habían hecho copias para que los templarios tuvieran presente al Señor.

Amanecía sobre el mar cuando los caballeros salieron de la sala en la que durante las últimas horas habían tenido el privilegio de orar ante el verdadero rostro de Jesús.

Beltrán de Santillana se quedó a solas con el maestre de los templarios de Escocia. Los dos hombres hablaron brevemente, luego, doblando cuidadosamente la tela sagrada se dispusieron a guardar el tesoro más preciado del Temple. Un tesoro del que, con el devenir de los siglos y según lo dispuesto por el último gran maestre, sólo unos pocos elegidos podrían gozar. Jacques de Molay podía descansar en paz.

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