Dios no estaba de su parte. La Comunidad debía resignarse a no recuperar el sudario de Cristo puesto que tal era su voluntad. No podía creer que tantos fracasos fueran sólo pruebas que Dios les ponía para asegurarse de su fortaleza.
Terminó de escribir su testamento. Dejaba instrucciones precisas sobre quién debía de ser su sucesor: un hombre bueno, limpio de corazón, carente de ambición, que sobre todo amara la vida como él no la había amado. Guner se convertiría en el pastor. Cerró la carta y la selló. Estaba dirigida a los siete pastores de la Comunidad; serían ellos quienes deberían cumplir su última voluntad. No podía negarse: el pastor elegía al pastor, así había sido a través de los siglos, así seguiría siendo siempre.
Sacó unas píldoras que guardaba en el cajón y se tomó todo el frasco. Luego se sentó en el sillón de orejas y Se dejó llevar por el sueño. Le aguardaba la eternidad.
Habían pasado casi siete meses desde que sufrió el accidente. Renqueaba. La habían operado cuatro veces dejándole una pierna más corta que otra. Su rostro ya no lucía la piel blanca y luminosa de antaño. Estaba surcado de arrugas y de cicatrices. Hacía cuatro días que había dejado el hospital, no le dolían las heridas del cuerpo, pero el dolor que le atenazaba el pecho era más fuerte que el que sufriera meses atrás.
Sofía Galloni salía del despacho del ministro del Interior. Antes de ir había acudido al cementerio a depositar unas flores en la tumba de Minerva y en la de Pietro. Marco y ella habían corrido mejor suerte: habían sobrevivido. Sólo que Marco ya no podría volver a trabajar jamás, estaba inválido, en una silla de ruedas, y sufría crisis de ansiedad. Se maldecía por vivir cuando tantos de sus hombres habían muerto bajo los escombros del subterráneo, de aquel subterráneo que había intuido que existía y llegaba a la catedral, aunque habían sido incapaces de encontrar.
El ministro del Interior la había recibido junto a su colega de Cultura, los dos responsables del Departamento del Arte. Ambos le habían pedido que se convirtiera en la directora del Departamento, lo que ella amablemente rechazó. Sabía que había sembrado la inquietud en los dos políticos y que de nuevo su vida podía volver a estar en peligro, pero no le importaba.
Les había enviado un informe con el caso de la Sábana Santa en el que relataba minuciosamente cuanto sabía, incluida la conversación entre Ana Jiménez y el padre Yves. El caso estaba resuelto, sólo que no podía darse a conocer a la opinión pública. Era secreto de Estado, y Ana yacía muerta en un túnel de Turín junto al último templario de la Casa de Charny.
Los ministros amablemente le dijeron que la historia resultaba increíble, que no había testigos, nada, ni un documento que corroborara cuanto había escrito en el dossier. Naturalmente que la creían, pero ¿no podía estar equivocada? No podían acusar de asociación ilícita a hombres como McCall, Umberto D’Alaqua, el doctor Bolard… Hombres que eran pilares de las finanzas internacionales, y cuyos patrimonios eran imprescindibles para el desarrollo de sus propias naciones. No podía presentarse en el Vaticano y decirle al Papa que el cardenal Visier era un templario. No podían acusarles de nada, porque nada habían hecho, aunque cuanto Sofía les contara fuera verdad. Esos hombres no conspiraban contra el Estado, contra ningún Estado, no querían subvertir el orden democrático, no estaban conectados con mafias, no habían hecho nada censurable, y en cuanto a lo de ser templarios… Bueno, eso no era un delito, si es que lo eran.
La intentaron convencer de que aceptara sustituir a Marco Valoni. Si no lo hacía el puesto sería para Antonino o para Giuseppe. ¿Qué opinaba ella?
Pero ella no opinó, sabía que uno de los dos era el traidor, o bien el policía o el historiador, uno de los dos había estado informando a los templarios de cuanto pasaba en el Departamento del Arte. El padre Yves lo había dicho: lo sabían todo porque tenían informadores en todas partes.
No sabía qué iba a hacer con el resto de su vida, pero sí que tenía que enfrentarse a un hombre del que a pesar de todo estaba enamorada. No se iba a engañar por más tiempo. Umberto D’Alaqua era más que una obsesión.
Le dolía la pierna al apretar el acelerador. Hacía muchos meses que no conducía, desde el accidente. Sabía que no había sido casual, que la habían intentado matar. Seguramente D’Alaqua intentaba salvarla cuando la llamó pidiéndole que lo acompañara a Siria. Los templarios no mataban, había dicho el padre Yves, añadiendo que sólo lo hacían cuando era necesario.
Llegó a la verja que impedía el paso a la mansión y aguardó. Unos segundos más tarde la verja se abrió. Condujo hasta la puerta, y se bajó del coche.
Umberto D’Alaqua la esperaba en el umbral de la casa.
—Sofía…
—Siento no haberle anunciado mi visita, pero…
—Pase, por favor.
La condujo hasta su despacho. Se sentó detrás del escritorio, marcando distancias, o acaso protegiéndose de aquella mujer que renqueaba y cuya mirada verde se había endurecido en medio de un rostro cruzado de cicatrices. Aun así continuaba siendo bella, sólo que ahora era una belleza trágica.
—Supongo que ya sabe que envié al gobierno un dossier sobre el caso de la Síndone. Un dossier donde denuncio que existe una organización secreta formada por hombres poderosos que creen que están por encima del resto de los hombres, de los gobiernos, de la sociedad, y pido que se les ponga al descubierto y se les investigue. Pero usted ya sabe que no pasará nada, que nadie les investigará, que podrán continuar moviendo los hilos del poder desde la sombra.
D’Alaqua no respondió, aunque pareció asentir con un leve movimiento de cabeza.
—Sé que usted es un maestre del Temple, que tiene votos de castidad, ¿de pobreza? No, a la vista está que de pobreza no. En cuanto a los mandamientos, ya sé que cumple los que le vienen bien y los que no… Es curioso, siempre me ha impresionado que algunos hombres de iglesia, y usted de alguna manera lo es, creen que pueden mentir, robar, matar, pero que todos éstos son pecados veniales frente al gran pecado mortal que es el de ¿fornicar? ¿Si lo digo así hiero su sensibilidad?
—Siento lo que le ha sucedido, y la pérdida de su amiga Minerva, lo de su jefe el señor Valoni, lo de su… Pietro…
—¿Y la muerte de Ana Jiménez emparedada viva? ¿La siente? Ojalá estos muertos le asalten la conciencia y no le permitan ni un minuto de reposo. Sé que no puedo con usted, ni con su organización. Me lo acaban de decir, y me han querido comprar ofreciéndome la dirección del Departamento del Arte. ¡Qué poco conocen a los seres humanos!
—¿Qué quiere que haga? Dígamelo…
—¿Qué puede hacer? Nada, no puede hacer nada porque no puede devolver la vida a los muertos. Bueno, quizá puede decirme si continúo estando en la lista de ajusticiables, si voy a volver a sufrir un accidente de tráfico, o se va a caer el ascensor de mi casa. Me gustaría saberlo para evitar que alguien pueda estar conmigo y pierda la vida como Minerva.
—No le pasará nada, le doy mi palabra.
—¿Y usted qué hará? ¿Continuará adelante como si lo que ha pasado fuera un simple accidente, algo inevitable?
—Si quiere saberlo, me retiro. Estoy traspasando los poderes de mis sociedades a otras manos, arreglando mis asuntos para que las empresas continúen funcionando sin mí.
Sofía sintió un estremecimiento, amaba y odiaba por igual a aquel hombre.
—¿Significa que deja el Temple? Imposible, usted es un maestre, uno de los siete hombres que mandan en el Temple, sabe demasiado, y los hombres como usted no escapan.
—No me estoy escapando. No tengo por qué ni de quién. Simplemente he respondido a su pregunta. He decidido retirarme, dedicarme al estudio, a ayudar a la sociedad desde otros lugares distintos a los de ahora.
—¿Y su celibato?
D’Alaqua volvió a guardar silencio. La notaba herida en lo más profundo, y él nada le podía ofrecer, no sabía si sería capaz de dar más pasos de los que había dado, terminar de desgarrar lo que había sido la esencia de su vida.
—Sofía, yo también llevo unas cuantas heridas. Usted no las ve, pero están ahí, y duelen. Le juro que siento cuanto ha pasado, lo que ha sufrido, la pérdida de sus amigos, la desgracia que se ha cernido a su alrededor. Si hubiera estado en mi mano evitarlo lo habría hecho, pero yo no domino las circunstancias, y los seres humanos tenemos libre albedrío. Todos decidimos qué queríamos hacer en el drama que hemos vivido, todos, hasta Ana.
—No, no es verdad, ella no decidió morir, no quería morir, tampoco Minerva, ni Pietro, ni los
carabinieri
, ni los hombres de la Comunidad, ni siquiera sus hombres, esos amigos del padre Yves, o esos otros de los que nada se ha dicho pero que también murieron en el tiroteo, aunque otros escaparon. ¿Quiénes eran sus soldados? ¿El ejército secreto del Temple? No, ya sé que no me va a responder, no puede, mejor dicho no quiere hacerlo. Usted será un templario mientras viva aunque diga que se retira.
—¿Y usted qué hará?
—¿Le interesa saberlo?
—Sí, usted sabe que me interesa, que quiero saber qué hará, dónde estará, dónde la puedo encontrar.
—Sé que me visitó en el hospital, y que pasó algunas noches velándome…
—Respóndame. ¿Qué hará?
—Lisa, la hermana de Mary Stuart, me ha abierto la puerta de la universidad. Daré clases a partir de septiembre.
—Me alegro.
—¿Por qué?
—Porque sé que le irá bien.
Se miraron largamente, sin pronunciar palabra. Ya no había nada que decir. Sofía se levantó. Umberto D’Alaqua la acompañó hasta la entrada. Se despidieron con un apretón de manos. Sofía notó que D’Alaqua retenía su mano entre las suyas. Bajó los escalones sin mirar atrás, sintiendo la mirada de D’Alaqua, sabiendo que nadie tiene poder sobre el pasado, que éste no se puede cambiar y que el presente es un reflejo de lo que fuimos, sólo eso, y que sólo hay futuro si no se da ni un solo paso hacia atrás.
FIN
JULIA NAVARRO (Madrid, 1953) lleva más de treinta años dedicada al periodismo trabajando en los principales medios de comunicación de este país, tanto en prensa escrita como en radio y televisión.
Después de publicar varios libros de actualidad política como
Nosotros, la transición
;
Entre Felipe y Aznar
;
La izquierda que viene
, y
Señora presidenta
, se atrevió con la novela y consiguió un éxito sin precedentes en España. Su primer título,
La Hermandad de la Sábana Santa
, se situó durante semanas en los primeros puestos de las listas de ventas tanto en España como en el extranjero.
La Biblia de barro
y
La sangre de los inocentes
, sus siguientes novelas, también ambientadas en la Edad Media, afianzaron su prestigio entre la crítica y el público, sumando más de tres millones de copias vendidas en todo el mundo, con traducciones en más de treinta países, entre ellos Italia, Alemania, Portugal, Rusia, Corea, Japón, Reino Unido o Estados Unidos. Han recibido, además, numerosos galardones como el Premio QuéLeer a la mejor novela española de 2004, VIII premio de los lectores de Crisol, premio Ciudad de Cartagena 2004, premio Pluma de Plata de la Feria del libro de Bilbao 2005, premio Protagonistas de Literatura o el premio Más que Música de los Libros 2006. Su novela más reciente y ambiciosa,
Dime quién soy
, es una espectacular crónica de la historia del siglo XX vista desde los ojos de una misteriosa mujer. Un retrato magistral de la historia de Europa en el siglo pasado, en unas páginas rebosantes de intriga, historia, espionaje, amor y traición con las que ha vuelto a conquistar a los lectores.
[1]
De los Evangelios Apócrifos.
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[2]
De los Evangelios Apócrifos.
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[3]
El Mandylion o Santa Faz es la misma Síndone plegada de manera que quede a la vista sólo el rostro. (N. del E.)
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