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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

La Hermandad de la Sábana Santa (39 page)

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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—Pero, por favor, no pierdas la razón.

Las palabras de Pietro fastidiaron a Marco.

—¿Qué te hace pensar que estoy perdiendo la razón?

—Te veo venir. Resulta que Sofía y la tal Ana han dejado volar la imaginación y creen que los incendios de la catedral tienen que ver con el pasado. Me perdonarás pero en mi opinión las mujeres son dadas al misterio, a las explicaciones irracionales, al esoterismo, al…

—¡Pero tú qué te has creído! —gritó Minerva enfadada—. ¡Eres un machista y un imbécil!

—Tranquilos, tranquilos… —pidió Marco—. Sería ridículo que nos peleáramos entre nosotros. Dime lo que tengas que decirme Pietro.

—Antonino dice que Urfa es la antigua Edesa. Bien, ¿y qué? ¿Cuántas ciudades se han levantado sobre otras? Aquí, en Italia, debajo de cada piedra hay una historia y no nos volvemos locos buscando en el pasado cada vez que hay un asesinato o un incendio. Sé que este caso es especial para ti Marco, y si me lo permites te diré que estás obsesionado y has exagerado dándole una importancia desorbitada. Resulta que hay varias personas de origen turco que provienen de una ciudad llamada Urfa. ¿Y qué? ¿Cuántos italianos de un mismo pueblo se marcharon en los años difíciles a Frankfurt a trabajar en las fábricas? Supongo que cada vez que había un delito cometido por un italiano la policía alemana no sospechaba de Julio César y sus legiones. Lo que intento deciros es que no nos dejemos llevar por la sinrazón. Hay mucha literatura basura con historias esotéricas sobre la Sábana Santa, no nos dejemos contaminar por ella.

Marco sopesó las palabras encendidas de Pietro. Había lógica en lo que decía, mucha, tanta que pensó que a lo mejor tenía razón. Pero era un perro viejo, llevaba toda su vida husmeando y su instinto le decía que no debía abandonar esa pista, por estúpida que fuera.

—Te he oído; puede que tengas razón, pero como no tenemos nada que perder no dejaremos ningún cabo sin atar. Por favor, Minerva, llama a Sofía; confío en que todavía esté despierta. ¿Qué más sabemos de Urfa?

Antonino le dio un informe completo sobre Urfa o Edesa. Había previsto que su jefe se lo pediría.

—Es de conocimiento general que la Sábana estuvo en Edesa —recalcó Pietro—. Hasta yo lo sabía, os he oído contar la historia de la Síndone hasta la saciedad.

—Sí, es verdad, pero aquí lo nuevo es que tenemos unos cuantos ciudadanos que vienen de Urfa, y que de alguna manera están relacionados con la Síndone —insistió Marco.

—¿Ah, sí? Explícame cómo —le reclamó Pietro.

—Eres demasiado buen policía para que te lo tenga que explicar, pero si quieres… Turgut es de Urfa, es el portero de la catedral, estaba el día del incendio, y ha estado durante todos los accidentes que se han sucedido en la catedral. Curiosamente nunca ha visto nada. Tenemos a un mudo que sabemos que intentaba robar en la catedral. Lo curioso es que no es el único mudo que se ha cruzado en nuestro camino; hace unos meses otro mudo murió carbonizado, y en la historia de la Síndone sabemos que ha habido otros incendios y otros mudos. Luego resulta que dos hermanos de origen turco, curiosamente de Urfa, han querido matar a nuestro mudo. ¿Por qué? Quiero que tú y Giuseppe os acerquéis mañana a hablar con el portero. Decidle que la investigación continúa abierta y que queréis hablar con él por si recuerda algún detalle.

—Se pondrá nervioso. Casi lloraba cuando le interrogamos la primera vez —recordó Giuseppe.

—Precisamente por eso me parece el eslabón más débil. ¡Ah! Vamos a pedir autorización judicial para intervenir todos los teléfonos de estos simpáticos amigos de Urfa.

Minerva regresó seguida de Sofía. Las dos mujeres miraron con displicencia a Pietro y se sentaron. Cuando cerraron el bar cerca de las tres de la mañana Marco y su equipo seguían hablando. Sofía coincidía con él en que tenían que tirar de ese hilo inesperado que les llevaba a Urfa. Antonino y Minerva también. Giuseppe se mostraba escéptico pero no discutía el razonamiento de sus compañeros, mientras que Pietro a duras penas lograba ocultar su malhumor.

Se fueron a dormir convencidos de que estaban cerca del final.

— o O o —

El anciano se despertó. El zumbido del móvil lo había arrancado de un profundo sueño. Apenas si habían pasado dos horas desde que se había acostado. El duque estaba de un humor excelente y no les había dejado marchar hasta pasada la medianoche. La cena había sido espléndida y la conversación entretenida, como correspondía a caballeros de su edad y posición cuando se encuentran sin la presencia de damas.

No respondió la llamada al ver dibujarse en la pantalla el número desde el que lo llamaban en Nueva York. Sabía lo que debía hacer, de manera que se levantó y, enfundándose en un batín de suave cachemir, se dirigió a su despacho. Una vez allí cerró la puerta con llave y, sentado tras la mesa, apretó un botón oculto. Minutos más tarde hablaba por teléfono a través de un sofisticado sistema a prueba de oídos indiscretos.

La información que estaba recibiendo le perturbaba: el Departamento del Arte se estaba acercando a la Comunidad, a Addaio, aunque aún no supiesen de la existencia del pastor.

Addaio había fracasado en su plan para eliminar a Mendibj y éste se había convertido en un auténtico caballo de Troya.

Pero no sólo era eso. Ahora el equipo de Valoni había dado rienda suelta a la imaginación y la doctora Galloni construía tesis que rozaban la verdad, aunque ni ella misma pudiera sospecharlo. En cuanto a la periodista española, tenía una mente especulativa y una imaginación novelesca, que en este caso eran armas peligrosas. Peligrosas para ellos.

Amanecía cuando salió del despacho. Regresó a la habitación y procedió a prepararse. Le esperaba una larga jornada. Dentro de cuatro horas asistiría a una reunión crucial en París. Asistirían todos, aunque le preocupaba la improvisación y que pudieran llamar la atención de ojos avezados.

41

La tarde se hacía noche cuando Jacques de Molay, gran maestre del Temple, leía a la luz de las velas el memorando enviado desde Vienne por el caballero Pierre Berard informándole de los pormenores del concilio.

Las arrugas surcaban el noble rostro del gran maestre. Las largas vigilias habían dejado huella en su mirada enrojecida y cansada.

Corrían malos tiempos para el Temple.

Frente a Villenetive du Temple, el inmenso recinto fortificado, se alzaba majestuoso el palacio real desde donde Felipe de Francia preparaba su gran golpe contra la Orden de los caballeros templarios.

Las arcas del reino estaban mermadas y Felipe era uno de los principales acreedores del Temple, que de tanto oro que le había prestado se decía que el rey tendría que vivir diez vidas para devolvérselo.

Pero Felipe IV no tenía intención de pagar sus deudas. Sus planes eran muy distintos: quería ser el heredero de los bienes de la Orden, aunque tuviera que repartir una parte del tesoro con la Iglesia.

Había tentado a los caballeros hospitalarios prometiéndoles encomiendas y villas si lo apoyaban en su sórdida campaña contra los templarios. Y alrededor del papa Clemente había clérigos influyentes a los que pagaba para que intrigaran junto al Papa en contra del Temple.

Desde que comprara el testimonio falso de Esquicu de Floryan, Felipe había ido cercando a los templarios y cada día que pasaba veía más cerca poder asestarles el golpe de gracia.

El rey se sentía impresionado por Jacques de Molay, al que secretamente admiraba por su valor y entereza, por tener la nobleza y las virtudes de las que él carecía, y no soportaba asomarse al espejo límpido de los nobles ojos del gran maestre. No pararía hasta verlo arder en la hoguera.

Esa tarde, como tantas otras, Jacques de Molay ha rezado en la capilla por los caballeros asesinados por orden de Felipe.

Hace ya tiempo, desde que Felipe se entrevistó con Clemente en Poitiers, que el rey de Francia tiene la custodia de los bienes templarios. Ahora el gran maestre espera impaciente la resolución del concilio de Vienne. Felipe en persona ha acudido para presionar a Clemente y al tribunal eclesiástico. No se conforma con administrar lo que no le pertenece: lo quiere para sí, y el concilio de Vienne se le presenta como la ocasión propicia para asestar el golpe mortal al Temple.

Una vez concluida la lectura del memorando, Jacques de Molay se frotó los ojos enrojecidos, y buscó un pergamino. Durante un buen rato dejó correr su letra picuda por el papel. Apenas acabó se dispuso a llamar a dos de los más leales caballeros templarios, Beltrán de Santillana y Geoffroy de Charney.

Beltrán de Santillana, nacido en una casa solariega en las montañas cántabras, es alto y fuerte, gusta del silencio y la meditación. Ingresó en la Orden con apenas dieciocho años y antes de ser hermano profeso ya combatió en Tierra Santa. Allí se conocieron y allí le salvó la vida a De Molay, cubriéndolo con su cuerpo cuando la espada de un sarraceno iba a destrozarle la garganta. De aquella hazaña Santillana guardaba en el torso, cerca del corazón, una larga cicatriz.

Geoffroy de Charney, visitador de la Orden en Normandía, un templario adusto cuya familia había dado otros caballeros a la Orden, como su tío François de Charney, que Dios le tuviera en su Gloria, pues se había extinguido de melancolía años ha visitando el viejo solar familiar.

Jacques de Molay confía en Geoffroy de Charney como en sí mismo. Han combatido juntos en Egipto y frente a la fortaleza de Tortosa, y como de Beltrán de Santillana sabe de su valentía y piedad, por eso ha decidido que sean ellos quienes lleven a cabo la más delicada de las encomiendas.

El caballero templario Pierre Berard le ha informado en su misiva que Clemente está a punto de acceder a las pretensiones de Felipe. Los días de la Orden están contados, de Vienne saldrá la condena con la supresión de la Orden. Es cuestión de días, por eso debe disponer con prontitud salvar lo que aún le queda al Temple.

Geoffroy de Charney y Beltrán de Santillana entraron en el despacho del gran maestre. El silencio de la noche era roto por algún ruido lejano procedente del bullicioso pueblo de París.

Jacques de Molay, de pie, firme y sereno les invita a tomar asiento. La conversación será larga porque son muchos los detalles a tratar.

—Beltrán, es urgente que salgáis para Portugal. Nuestro hermano Pierre Berard me informa de que no han de pasar muchos días sin que el Papa nos condene. Aún es pronto para saber la suerte que correrá la Orden en otros países, pero en Francia la suerte está echada. Había pensado en enviaros a Escocia, puesto que el rey Robert Bruce está excomulgado y las disposiciones del Papa no le atañen. Pero confío en el buen rey Dionís de Portugal, del que he recibido garantías de que protegerá a la Orden. Es mucho lo que nos ha arrebatado el rey Felipe. Pero no es el oro ni las tierras lo que me preocupa, sino nuestro gran tesoro, el verdadero tesoro del Temple: la mortaja de Cristo. Años ha que los reyes cristianos sospechan que obra en nuestro poder y ansían recuperarla porque creen que la reliquia posee un poder mágico que convierte en indestructible a quien la tiene en su poder. No obstante, creo que fueron sinceras las súplicas del santo rey Luis para que le permitiéramos orar ante la verdadera imagen de Cristo.

»Siempre mantuvimos el secreto y así ha de ser. Felipe acaricia la idea de entrar en el Temple y revolver hasta el último rincón. Ha confiado a sus consejeros que si encuentra la Santa Sábana redoblará su poder y extenderá su supremacía de rey cristiano por todos los confines. Lo ciega la ambición y ya sabemos cuánta maldad alberga en su alma.

»Debernos salvar nuestro tesoro como un día hiciera vuestro buen tío De Charney. Vos, Beltrán, viajaréis a nuestra encomienda de Castro Marim cruzando el Guadiana, y entregaréis la mortaja al superior, nuestro hermano José Sa Beiro. Portaréis una misiva en la que ordeno cómo ha de proceder para su protección.

»Sólo vos, Sa Beiro, De Charney y yo sabremos dónde se encuentra la Santa Sábana, y sólo Sa Beiro a la hora de su muerte procederá a dejar el secreto a su sucesor. Os quedaréis en Portugal guardando la reliquia. Si fuera menester os mandaría nuevas instrucciones. Durante vuestro viaje a España pasaréis por varios maestrazgos y encomiendas templarias; para todos los superiores y priores llevaréis un documento en el que les doy instrucciones sobre cómo proceder si la desgracia se cierne sobre el Temple.

—¿Cuándo he de partir?

—En cuanto estéis dispuesto.

Geoffroy de Charney no pudo ocultar su desilusión al preguntar al gran maestre:

—Decidme, ¿cuál es mi misión?

—Iréis a Lirey y allí guardaréis el lino en el que vuestro tío envolvió la santa reliquia. Creo conveniente que permanezca en Francia, pero en lugar seguro. Durante estos años me he preguntado por el milagro obrado en ese lino, porque de un milagro se trata. Vuestro tío lloraba de emoción cuando evocaba el momento en que desplegó el lino para entregarle la mortaja al maestre de Marsella. Los dos linos son sagrados, por más que el primero fue el que envolvió el cuerpo del Señor.

»Cuento con la nobleza de la familia De Charney, vuestra familia, y sé que vuestro hermano, y vuestro anciano padre, protegerán y guardarán esta tela hasta que el Temple se la reclame.

»François de Charney cruzó dos veces el desierto por tierras infieles para hacer llegar al Temple la Santa Sábana. De nuevo el Temple requiere un servicio de familia tan cristiana y valiente.

Los tres hombres guardaron unos segundos de silencio, superando la emoción del momento. Esa misma noche, por caminos distintos, los dos templarios viajarían con las reliquias preciadas. Pues tenía razón Jacques de Molay: Dios había obrado un milagro en el lino dispuesto por François de Charney. Un lino suave, con la misma textura y color del que dispuso José de Arimatea para envolver el cuerpo de Jesús.

— o O o —

Llevaban muchas jornadas cabalgando cuando, por fin, divisaron el Bidasoa. Beltrán de Santillana, acompañado por cuatro caballeros y sus escuderos, espoleó las monturas. Ansiaban entrar cuanto antes en España, lejos del acecho del rey Felipe.

Sabiendo que podían seguirles los asesinos del rey, apenas habían descansado. Felipe tenía ojos en todas partes, y no era de extrañar que alguien hubiera acudido a susurrar a sus espías que un grupo de hombres había abandonado la fortaleza de Villeneuve du Temple.

Jacques de Molay les había pedido que no vistieran la capa ni la malla de los templarios, para pasar inadvertidos. Al menos hasta que se encontraran lo suficientemente lejos de París.

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