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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

La Hermandad de la Sábana Santa (41 page)

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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Un escalofrío recorrió la espalda de Felipe llamado el Hermoso. Tembló de miedo, y tuvo que recordarse que él era el rey y nada le podía suceder porque contaba con el consentimiento del Papa y de las más altas autoridades eclesiásticas para hacer lo que había hecho.

No, Dios no podía estar de parte de los templarios, esos herejes que adoraban a un ídolo llamado Bafumet, que habían pecado de sodomía, y se les sabían tratos con los sarracenos. Él, Felipe, cumplía con los mandamientos de la Iglesia, y asistía a la iglesia las fiestas de guardar.

Sí, él, Felipe, rey de Francia, cumplía con la Iglesia, pero ¿cumplía acaso con las leyes de Dios?

— o O o —

—¿Ha terminado?

—¡Uy, qué susto me ha dado! Estaba leyendo sobre la ejecución de Jacques de Molay. Pone los pelos de punta. Quería preguntarle qué es el juicio de DIOS.

El profesor McFadden la miró aburrido. Ana Jiménez llevaba dos días husmeando en los archivos, y haciéndole preguntas que a veces no tenían ningún sentido.

Era lista pero un tanto ignorante, y había tenido que darle unas cuantas lecciones elementales de historia. La joven sabía poco de las Cruzadas y del convulso mundo de los siglos XII, XIII o XIV. Pero no se engañaba, la ignorancia académica de la periodista era inversamente proporcional a su intuición. Buscaba y buscaba, y sabía dónde encontrar. Una frase, una palabra, un acontecimiento, parecían servirle de pistas en su anárquica investigación.

Había sido cuidadoso, procurando desviar su atención de aquellos sucesos que sabía podían ser materia peligrosa en manos de la periodista.

Se ajustó las gafas y se dispuso a explicarle qué era el juicio de Dios. Ana Jiménez lo miraba asombrada mientras le escuchaba, y no pudo dejar de sentir un estremecimiento cuando en tono dramático el profesor recitó las palabras de Jacques de Molay.

—El papa Clemente murió a los cuarenta días, y Felipe el Hermoso al cabo de ocho meses. Sus muertes fueron terribles, tal y como le he contado. Dios hizo justicia.

—Me alegro por Jacques de Molay.

—¿Cómo dice?

—Que me cae bien el gran maestre. Creo que era un hombre bueno y justo, y Felipe el Hermoso un malvado. Así que me alegro de que en este caso Dios se decidiera a hacer justicia; la pena es que no lo haga siempre. Ahora bien, ¿no estaría la mano de los templarios detrás de esas muertes un tanto extrañas?

—No, no lo estuvo.

—Y usted ¿cómo lo sabe?

—Hay suficiente documentación que demuestra las circunstancias de la muerte del rey y del Papa, y le aseguro que no encontrará ninguna fuente que sugiera, ni siquiera como especulación, la posibilidad de que los templarios se vengaran. Además, eso no está en la forma de ser ni de proceder de los templarios. Con todo lo que lleva leído debería de saberlo.

—Bueno, yo lo habría hecho.

—¿El qué?

—Pues habría organizado a un grupo de caballeros para que asestaran un golpe mortal al Papa y a Felipe el Hermoso.

—Es evidente que no fue así; ése no hubiera sido nunca el comportamiento de los caballeros templarios.

—Dígame qué es ese tesoro que buscaba el rey. Por lo que cuentan sus archivos, ya les había dejado prácticamente sin nada. Sin embargo Felipe insistía en que Jacques de Molay le entregara un tesoro. ¿A qué tesoro se refería? Debía de ser algo concreto, algo de mucho valor, ¿no?

—Felipe el Hermoso creía que en el Temple se guardaban más tesoros de los que él había podido requisar. Estaba obsesionado con ellos, creía que Jacques de Molay le engañaba y escondía más oro.

—No, no, yo creo que no buscaba más oro.

—¿Ah, no? ¡Qué interesante! ¿Y qué cree que buscaba?

—Ya le digo que algo concreto, un objeto de muchísimo valor para el Temple y para el rey de Francia, seguramente para la Cristiandad.

—Bueno, pues dígame el qué, porque le aseguro que es la primera vez que oigo semejante… semejante…

—Si no fuera usted tan educado diría «semejante disparate». Bueno, quizá tiene usted razón, usted es un profesor y yo soy periodista, usted se atiene a los hechos y yo especulo.

—La historia, señorita, no se escribe con especulaciones sino con hechos ciertos, comprobados por varias fuentes.

—Según sus archivos, en los meses previos a que el rey lo detuviera, el gran maestre envió correos a varias encomiendas, muchos caballeros se marcharon y ya no regresaron. ¿Guardan copia de esas cartas escritas por Jacques de Molay?

—De algunas tenemos constancia, copias que hemos podido compulsar como auténticas. Otras se han perdido para siempre.

—¿Podré ver las que tienen?

—Trataré de complacerla.

—Me gustaría poder verlas mañana; por la noche me marcho.

—¡Ah, se marcha!

—Sí, y se nota que se alegra.

—¡Por favor, señorita!

—Sí, sé que le estoy dando la lata y distrayéndolo en su trabajo.

—Procuraré tener los documentos mañana. ¿Regresa a España?

—No, voy a París.

—De acuerdo, venga mañana a primera hora.

42

Ana Jiménez salió de la mansión. Le hubiera gustado volver a hablar con Anthony McGilles pero parecía que se lo había tragado la tierra.

Estaba cansada. Había pasado todo el día leyendo sobre los últimos meses del Temple. Los datos fríos, las fechas, los relatos anónimos, casi le habían embotado la cabeza.

Pero ella tenía una imaginación desbordante, su hermano siempre se lo reprochaba, así que cada vez que había leído «El gran maestre Jacques de Molay envió una carta a la encomienda de Maguncia a través del caballero De Larney que partió la mañana del 15 de julio acompañado por dos escuderos», procuraba imaginar cómo era el rostro del tal De Larney, si montaba un caballo negro o blanco, si hacía calor, o si los escuderos estaban de malhumor. Pero sabía que su imaginación no era capaz de suplir la realidad de aquellos hombres y sobre todo no alcanzaba a saber qué podía haber escrito Jacques de Molay en sus cartas a los maestres templarios.

Había una relación detallada de cuantos caballeros habían viajado con misivas, y de algunos se decía que habían regresado, como ese Geoffroy de Charney, visitador de Normandía. De los otros se había perdido el rastro para siempre, por lo menos en lo que a esos archivos se refería.

Al día siguiente viajaría a París. Había concertado cita con una profesora de historia de la Sorbona. Otra vez había tenido que movilizar a sus contactos para conseguir que le dijeran quién era la máxima autoridad académica en el siglo XIV. Al parecer lo era la profesora Ellanne Marchais, una honorable sesentona, catedrática, autora de varios libros de esos que sólo leían los eruditos como la propia Marchais.

Se fue derecha al hotel; le estaba costando más de lo que debería gastarse, pero se estaba dando el gustazo de dormir en el Dorchester como una princesa. Además creía que en un buen hotel estaría más segura, porque tenía la impresión de que la vigilaban. Se había dicho a si misma que era una estúpida, que quién iba a seguirla. Pensó que eran los del Departamento del Arte para ver qué sabía y eso la tranquilizó; de todas maneras, en un hotel de lujo se creía más segura.

Pidió que le subieran un sándwich y una ensalada. Quería meterse en la cama cuanto antes.

Los del Departamento del Arte podían pensar lo que quisieran, pero ella estaba segura de que fueron los templarios quienes compraron la Sábana Santa al pobre Balduino. Lo que no encajaba es que luego la Sábana apareciera en un pueblo de Francia, en Lirey. ¿Cómo había podido ir a parar allí?

Si iba a París es porque quería que la profesora Marchais le explicara lo que el bueno del profesor McFadden parecía no querer explicarle. Por qué cada vez que ella le preguntaba si los templarios obtuvieron la Sábana Santa, el profesor se irritaba y le conminaba a que se atuviera a los hechos. No había ningún documento, ninguna fuente que confirmara esa loca teoría, y le insistía en que a los templarios se les achacaba todo tipo de misterios, lo que a él le indignaba como historiador que era.

Así que el profesor McFadden y aquella institución al parecer dedicada al estudio del Temple negaban la posibilidad de que los templarios hubieran tenido jamás la Sábana. Es más, el profesor le aseguraba que le era indiferente tal reliquia, que como los científicos habían demostrado, era del siglo XIII o XIV y no del siglo I; que entendía la superstición de la gente común, pero que a él la superstición no le interesaba ni le concernía. Hechos, sólo quería hablar de hechos.

Decidió llamar a Sofía; le gustaba hablar con ella, y a lo mejor le daba alguna pista para tratar con la doctora Marchais. Pero Sofía no contestaba, así que se entretuvo mirando la agenda. Y de repente se dio cuenta: allí estaba. ¿Cómo se le había pasado por alto? A lo mejor era una locura, pero ¿y si ella tenía razón? ¿Y si lo que sucedía tenía que ver con gente del pasado?

Durmió mal. Ya se había convertido en costumbre que la asaltaran las pesadillas. Era como si una fuerza extraña la arrastrara a los escenarios cruentos del pasado haciéndola contemplar el horror del dolor. Vio a Jacques de Molay y a Geoffroy de Charney, junto a los otros templarios, abrasados en la hoguera. Ella estaba allí, sentada en primer a fila viéndolos arder, y sintió la mirada implacable del gran maestre conminándola a marcharse.

«Márchate, no busques o sobre ti caerá la justicia de Dios». De nuevo se despertó sudando, aterrorizada. El gran maestre no quería que continuara investigando. Moriría si continuaba, estaba segura de ello.

Durante el resto de la noche no pudo conciliar el sueño. Sabía que había estado allí, aquel 19 de marzo de 1314, en el
parvis
de Nôtre Dame frente a la pira en la que ardía Jacques de Molay y que él le había pedido que no siguiera adelante, que no buscara la Sábana.

Su suerte, se dijo, estaba echada, no desistiría por más que temiera a Jacques de Molay, e incluso que entendiera que no quisiera que ella supiese la verdad, pero ya no podía volverse atrás.

— o O o —

El pastor Bakkalbasi había viajado con Ismet, el sobrino de Francesco Turgut, el portero de la catedral. De Estambul habían cogido un avión directo a Turín. Otros hombres de la Comunidad llegarían por distintas vías, desde Alemania, desde otros lugares de Italia, y desde la misma Urfa.

Bakkalbasi sabía que también lo haría Addaio. Ninguno sabría dónde estaba, dónde se escondía, pero les estaría vigilando, controlando sus movimientos, dirigiendo la operación a través de los teléfonos móviles. Llevaban varios cada uno. Las órdenes de Addaio eran no utilizarlos demasiado, y procurar comunicarse desde teléfonos públicos.

Mendibj tenía que morir y Turgut calmarse o de lo contrario también moriría; no había opción.

La policía había estado merodeando por sus casas en Urfa, señal de que el Departamento del Arte sabía más de lo que a ellos les hubiera gustado admitir.

Lo sabía porque tenía un primo trabajando en la Jefatura de policía de Urfa: un buen miembro de la Comunidad que les había informado del interés repentino de la Interpol sobre los turcos que emigraron de Urfa a Italia. No les habían dicho qué buscaban, pero les habían pedido informes completos de varias familias, todas de la Comunidad.

Se habían encendido todas las alertas, y Addaio había designado sucesor por si algo le pasaba. Dentro de la Comunidad había otra comunidad secreta que vivía aún más sumergida en la clandestinidad. Serían ellos los encargados de continuar la lucha si ellos caían, y caerían, Bakkalbasi lo sentía por la opresión del estómago.

No dudó en acompañar a Ismet a casa de Turgut. Cuando el portero les abrió gritó asustado.

—¡Cálmate, hombre! ¿Por qué gritas? ¿Quieres alertar a todo el obispado?

Pasaron dentro de la vivienda, y ya más tranquilo Turgut les contó las últimas novedades. Sabía que lo vigilaban, lo había sabido desde el día del incendio. Y ese padre Yves lo miraba de aquella manera… Sí, era amable con él, pero había algo en sus ojos que le avisaba de que tuviera cuidado o moriría, sí, sí, así lo sentía él.

Compartieron un café y el pastor dio instrucciones a Ismet para que no se separara de su tío. Éste debía presentarlo en el obispado y anunciar que su sobrino viviría con él. También aleccionó a Turgut para que enseñara a Ismet el escondrijo por el que se accedía a los subterráneos, pudiera ser que algunos de los hombres llegados de Urfa se tuvieran que esconder allí, de manera que habría que surtirles con víveres y agua.

Luego el pastor les dejó, tenía que reunirse en distintos lugares con otros miembros de la Comunidad.

43

—¿Qué hacemos? —preguntó Pietro—. Quizá deberíamos seguirle.

—No sabemos quién es —respondió Giuseppe.

—Es turco, se le ve.

—Si quieres le sigo.

—No sé qué decirte; bueno, vamos a ver al portero, y con toda naturalidad le preguntaremos quién es el que ha salido de su casa.

Ismet abrió la puerta pensando que era el pastor Bakkalbasi que había olvidado algo. Frunció el ceño cuando vio a los dos hombres, que tenían aspecto de policías. Los policías, se dijo, siempre parecen policías.

—Buenos días, queremos hablar con Francesco Turgut.

El joven dio muestras de que apenas les entendía y llamó a su tío en turco. Éste salió a la puerta sin poder dominar el temblor del labio.

—Verá, continuamos con la investigación sobre el incendio de la catedral; nos gustaría que intentara recordar algún detalle, algo que le llamara la atención.

Turgut apenas escuchaba la pregunta de Giuseppe. Tan grande era el esfuerzo para no romper a llorar.

Ismet se acercó a su tío y, poniéndole el brazo por el hombro con afán protector, respondió por él en italiano mezclado con inglés.

—Mi tío es anciano, y ha sufrido mucho desde el incendio. Teme que dada su edad consideren que ya no es tan hábil como antes y le despidan precisamente por no haber estado más atento. ¿No podrían dejarle ya? Les ha contado todo lo que recuerda.

—¿Y usted quién es? —preguntó Pietro.

—Me llamo Ismet Turgut, soy su sobrino. He llegado hoy, espero poder quedarme en Turín y encontrar trabajo.

—¿De dónde viene?

—De Urfa.

—¿Y allí no hay trabajo? —intervino Giuseppe.

—En los campos petrolíferos, pero yo lo que quiero es aprender aquí un buen oficio, ahorrar y regresar a Urfa a poner un negocio. Tengo novia.

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