—¿Hasta cuándo se queda en Turín?
—Me voy mañana.
—No dude en llamarme si cree que le puedo ser de alguna utilidad.
—Me lo pensaría dos veces, no vaya a ser que se vuelva a enfadar.
Se despidieron amigablemente. El padre Yves le dijo que la llamaría si pasaba por Roma. Sofía prometió igualmente llamarle si volvía a Turín. Pura formalidad por ambas partes.
— o O o —
Marco había convocado la reunión a primera hora de la tarde. Estaba deseando explicarles el plan que iba a poner en marcha para dejar en libertad al mudo.
Sofía fue la última en llegar. Marco no supo por qué pero la encontró cambiada. Igual de guapa, pero cambiada, lo que aún no sabía era en qué.
—Bien, el plan es sencillo. Ya sabéis que cada mes en todas las prisiones se reúne la junta de Seguridad, de la que participan el juez y el fiscal de vigilancia penitenciaria, los psicólogos y trabajadores sociales, además del director de la prisión. Suelen visitar a todos los presos, sobre todo a los que están a punto de cumplir condena, tienen buen comportamiento y son merecedores de algún beneficio penitenciario como la libertad provisional. Mañana soy yo el que se va a Turín para reunirme con todos ellos. Quiero pedirles que hagan un poco de teatro.
Todos le escuchaban en silencio, con atención, así que Marco decidió seguir.
—Pretendo que el próximo mes, cuando los miembros de la junta de Seguridad acudan a la cárcel de Turín, visiten al mudo y que delante de él hablen con naturalidad, como siempre lo han hecho, pensando que no les entiende. Pediré a la asistente social y al psicólogo que dejen caer que no tiene mucho sentido seguir reteniendo al mudo, que su comportamiento es ejemplar, que no supone ningún peligro para la sociedad, y que la ley prevé que pueda acogerse a la libertad condicional. El director pondrá alguna objeción y se irán. Quiero que esa escena se repita durante tres o cuatro meses, hasta finalmente dejarlo en libertad.
—¿Colaborarán contigo? —preguntó Pietro.
—Los ministros han hablado con sus respectivos jefes. No creo que pongan inconveniente, al fin y al cabo no se trata de dejar en libertad a ningún asesino ni a ningún terrorista, sino a un ladronzuelo.
—Es un buen plan —dijo Minerva.
—Sí que lo es —apostilló Giuseppe.
—Tengo más noticias. Ésta te gustará a ti, Sofía. Me ha llamado Lisa, la esposa de John Barry. Lisa es hermana de Mary Stuart, que, por si no lo sabéis, está casada con James Stuart, que, por si no lo sabéis, es uno de los hombres más rico del mundo. Amigo del presidente de Estados Unidos y de los presidentes de medio mundo, del medio mundo rico claro está. En su lista de amigos también están los hombres de negocios y banqueros más importantes del planeta. La hija pequeña del matrimonio Stuart, Gina, es arqueóloga como Lisa, y está pasando una temporada en Roma, en casa de su tía, además de colaborar con la financiación de la excavación de Herculano. Bueno, pues Mary y James Stuart llegarán a Roma dentro de dos semanas. Lisa va a organizar una cena a la que invitará a muchos de los amigos que los Stuart tienen en Italia, entre ellos a Umberto D’Alaqua. Estoy invitado a esa cena y puede que John y Lisa sean benevolentes y me permitan llevarte, doctora.
A Sofía se le iluminó el rostro. No podía ocultar lo mucho que le satisfacía volver a ver a D’Alaqua.
—Me parece que es lo más cerca que podremos volver a estar de ese hombre.
Cuando la reunión terminó Sofía se acercó a Marco.
—Es sorprendente que una mujer como Lisa tenga una hermana casada con un tiburón de las finanzas.
—No, no lo es. Mary y Lisa son hijas de un profesor de historia medieval de la Universidad de Oxford. Ambas estudiaron también historia: Lisa arqueología y Mary historia medieval, como su padre. Lisa obtuvo una beca para hacer el doctorado en Italia, su hermana la visitaba a menudo, pero la vida de Mary transcurría por otros derroteros. Entró a trabajar en Sotheby’s como experta en arte medieval. Eso la llevó a conocer gente importante, entre ella a su marido, James Stuart. Se conocieron, se enamoraron y se casaron. Lisa conoció a John y se casó con él; ambas parecen muy felices con sus respectivas parejas, Mary pertenece a la alta sociedad mundial, Lisa con su esfuerzo se ha hecho un nombre en el mundo académico. Su hermana la apoya, como hora hace con su hija Gina, contribuyendo a subvencionar algunas excavaciones. No hay más secretos.
—Hemos tenido suerte con que tú seas amigo de John.
—Sí, son muy buena gente los dos. John es el único norteamericano que conozco que no tiene ningún interés en medrar, y se resiste a que le trasladen a otro lugar. Naturalmente, la influencia de los Stuart le ha ayudado para mantenerse tantos años en el puesto que tiene en la embajada.
—¿Crees que te permitirán llevarme a la fiesta?
—Lo voy a intentar. D’Alaqua te ha impactado, ¿verdad?
—Mucho, es un hombre del que cualquier mujer se podría enamorar.
—Supongo que no es tu caso.
—¡Uf! No lo supongas —rio Sofía.
—¡Cuidado, doctora!
—No te preocupes Marco, tengo los pies en el suelo Y por nada en el mundo los voy a despegar. D’Alaqua no está a mi alcance, así que tranquilo.
—Te voy a hacer una pregunta personal. Si te incomoda, mándame a la mierda. ¿Qué pasa con Pietro?
—No te mandaré a la mierda, te diré la verdad: punto final. La relación no da más de sí.
—¿Se lo has dicho?
—Vamos a cenar juntos esta noche para hablar, él no es tonto y lo sabe. Creo que está de acuerdo.
—Me alegro.
—¿Te alegras? ¿Por qué?
—Porque Pietro no es un hombre para ti. Es una buena persona, con una mujer estupenda, que será inmensamente feliz al recuperar a su marido. Tú, Sofía, un día de éstos deberías de dejarnos e iniciar otro recorrido profesional, con otra gente, con otras perspectivas. En realidad el Departamento del Arte te queda pequeño.
—¡No digas eso! ¡Por Dios! ¿Sabes lo feliz que soy con mi trabajo? No quiero irme, no quiero cambiar.
—Tú sabes que tengo razón; otra cosa es que te dé vértigo intentarlo.
Pietro les interrumpió. Se despidieron de Marco, que por la mañana temprano viajaría a Turín.
—¿Vamos a tu casa? —preguntó Pietro.
—No, prefiero que cenemos en un restaurante.
Pietro la llevó a una pequeña taberna del Trastevere. Hacía mucho tiempo que no iban… Sofía se dio cuenta de que era la misma taberna donde habían cenado juntos la primera vez, cuando iniciaron su relación. Encargaron la cena, y hablaron de cosas intrascendentes, retrasando el momento de enfrentarse el uno al otro.
—Pietro…
—Tranquila, sé lo que quieres decirme y estoy de acuerdo.
—¿Lo sabes?
—Sí, cualquiera lo sabría. Para algunas cosas eres transparente.
—Pietro, yo te tengo mucho cariño pero no estoy enamorada de ti, y no quiero tener ningún compromiso. Me gustaría que fuéramos amigos, que pudiéramos seguir trabajando como hasta ahora, con compañerismo y sin tensiones.
—Yo te quiero. Sólo un tonto no estaría enamorado de ti, pero también sé que no estoy a tu altura…
Sofía hizo un gesto interrumpiéndole, incómoda.
—No digas eso, no digas tonterías, por favor.
—Soy un poli y parezco un poli. Tú eres una universitaria, una mujer con clase, da lo mismo que vayas en vaqueros que con un traje de Armani, siempre pareces una señora. He tenido mucha suerte de haberte tenido, pero siempre he sabido que un día me darías con la puerta en las narices y ese día ha llegado. ¿D’Alaqua?
—¡Ni siquiera me miró! No, Pietro, no tiene que ver con nadie. Simplemente nuestra relación no da más de sí. Tú quieres a tu mujer y yo lo entiendo. Es una buena persona, guapa además. Nunca te separarás de ella, no soportarías quedarte sin tus hijos.
—Sofía, si tú me hubieras dado un ultimátum me habría ido contigo.
Se quedaron en silencio. Sofía tenía ganas de llorar, pero se contuvo. Estaba decidida a romper con Pietro, a no dejarse llevar por ninguna emoción que retrasara más la decisión que debía haber tomado mucho tiempo atrás.
—Creo que lo mejor para los dos es dejarlo. ¿Serás mi amigo?
—No lo sé.
—¿Por qué?
—Porque no lo sé. Sinceramente no sé cómo llevaré el verte y no estar contigo, el que un día llegues y cuentes que hay otro hombre en tu vida. Es muy fácil decir que seré tu amigo, pero no quiero engañarte, no sé si podré. Y si no puedo, me iré antes de odiarte.
A Sofía le impresionaron las palabras de Pietro. Cuánta razón tenía Marco en que era un error mezclar placer y trabajo. Pero la suerte estaba echada y no había vuelta atrás.
—Me iré yo. Sólo quiero terminar la investigación sobre el incendio en la catedral, ver qué pasa con el mudo. Luego pediré la baja y me iré.
—No, no sería justo. Sé que tú eres muy capaz de tratarme como un amigo, como uno más. El problema soy yo, me conozco. Pediré el traslado.
—No. A ti te gusta el Departamento del Arte, ha sido un salto en tu carrera y no lo vas a perder por mí. Marco dice que debería buscar otros derroteros profesionales, y en realidad yo tengo ganas de hacer otras cosas, de dar clases en la universidad, de buscar trabajo en alguna excavación o, quién sabe, a lo mejor me lanzo y pongo una galería de arte. Siento que estoy cerrando un ciclo en mi vida. Marco se ha dado cuenta, me ha animado a que busque otro camino y tiene razón. Sólo quiero pedirte un favor: haz lo posible para que pueda continuar unos meses más, hasta que terminemos la investigación sobre el incendio de la catedral. Por favor, ayudémonos a pasar estos meses de la mejor manera.
—Lo intentaré.
Pietro tenía los ojos llenos de lágrimas. Sofía se sorprendió, nunca había imaginado que la quisiera tanto, o acaso era tan sólo su orgullo herido.
Izaz y Obodas devoraban el queso y los higos con que Timeo les había obsequiado. Estaban cansados por los largos días de viaje, pero sobre todo porque habían temido que los soldados de Maanu les alcanzaran para devolverles a Edesa.
Pero allí estaban, en casa de Timeo, en Sidón. Harran, el jefe de la caravana, les había asegurado que mandaría un mensajero a Senín para dar fe de que habían culminado con éxito el viaje.
Timeo era un anciano de mirada penetrante que les había recibido con afecto y les había conminado a descansar antes de que le relataran las peripecias del viaje. El anciano no se había sorprendido de su llegada. En realidad les esperaba desde hacía meses, cuando recibió una carta de Tadeo en la que le daba cuenta de su preocupación por la débil salud de Abgaro, y explicaba la situación comprometida de los cristianos en cuanto el rey muriera, pese a contar con el apoyo de la reina.
El anciano les observaba paciente, sabiéndolos agotados de cuerpo y alma. Había dispuesto que Izaz y el coloso Obodas se quedaran en su casa compartiendo una pequeña estancia, la única de que disponía además de la suya, ya que su casa era modesta como correspondía a un seguidor de las verdaderas enseñanzas de Jesús.
El anciano les contó que en Sidón habían constituido una pequeña comunidad de cristianos. Se reunían al atardecer para rezar y aprovechaban para contarse las nuevas; siempre había algún viajero que traía noticias de Jerusalén, o algún pariente que enviaba misivas de Roma.
Izaz escuchaba atento al anciano, y cuando él y Obodas terminaron de comer, pidió a Timeo que le escuchara a solas.
Obodas torció el gesto. Las instrucciones de Senín habían sido tajantes: no debla de perder de vista al joven Izaz, debía defender con su vida la del sobrino de Josar.
El anciano Timeo, viendo la sombra de incertidumbre reflejada en los ojos del gigante, le tranquilizó.
—No te preocupes, Obodas. Tenemos espías y sabremos si la gente de Maanu llega a Sidón. Descansa tranquilo, mientras yo hablo con Izaz. Tú mismo nos podrás ver desde la ventana de la estancia donde dormiréis.
Obodas no se atrevió a contradecir al anciano, y ya en la estancia se colocó al lado del ventanuco con una mirada vigilante en Izaz.
El joven hablaba en voz baja con Timeo. Las palabras se perdían con la brisa suave de la mañana. Obodas pudo observar que el rostro del anciano se iba transfigurando según escuchaba a lzaz. Asombro, dolor, preocupación… estas y otras emociones afloraron en el rostro de Timeo.
Cuando Izaz terminó de hablar, Timeo le apretó el brazo con afecto y le bendijo con la señal de la cruz en recuerdo de Jesús. Luego entraron en la casa. Timeo se dirigió a la estancia donde aguardaba Obodas y ambos jóvenes siguieron la recomendación de Timeo: descansarían hasta la tarde en que se unirían a la pequeña comunidad de cristianos de Sidón, su nueva patria, porque sabían que nunca jamás podrían regresar a la tierra de sus antepasados. Si lo hicieran, Maanu los haría matar.
Timeo entró en el templo contiguo a la casa. Allí, de rodillas, rezó a Jesús y le pidió que le ayudara a saber qué hacer con el secreto que Izaz le había confiado, y por el que Josar, Tadeo, el tal Marcio y otros cristianos se habían sacrificado.
Sólo Izaz y él sabían ahora dónde estaba depositada la mortaja del Señor. A Timeo le angustiaba pensar que en algún momento deberían confiar a su vez el secreto a alguien porque él era anciano y moriría. Izaz era joven, pero ¿qué sucedería cuando entrara en la ancianidad? Pudiera ser que Maanu muriera antes que ellos y los cristianos pudieran volver a Edesa, pero ¿y si no era así? ¿A quién confiar el lugar donde Marcio había ocultado la mortaja? No podían llevarse ese secreto a la tumba.
Las horas transcurrieron sin que Timeo las percibiera. Allí donde estaba, de rodillas rezando, lo encontraron Izaz y Obodas al caer la tarde. Para ese momento el anciano ya había tomado una decisión.
Timeo se levantó despacio. Tenía las rodillas entumecidas, le dolían. Sonrió a sus huéspedes y les pidió que le acompañaran a casa de su nieto, de la que sólo les separaba un pequeño huerto.
—¡Juan! ¡Juan! —llamó el anciano.
De la casa encalada de blanco, protegida del sol por una parra, salió una mujer joven con una niña en brazos.
—Aún no ha llegado, abuelo. No tardará, ya sabes que siempre acude a la hora del rezo.
—Ésta es Alaida, la esposa de mi nieto. Y ésta es su pequeña hija, Miriam.
—Pasad a tomar agua fresca con miel —ofreció Alaida.
—No hija, ahora no; nuestros hermanos estarán a punto de llegar para rezar a Nuestro Señor. Sólo quería que Juan y tú conocierais a estos dos jóvenes, que vivirán conmigo de ahora en adelante.