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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La fortuna de los Rougon (21 page)

BOOK: La fortuna de los Rougon
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La casucha del callejón de San Mittre se componía ante todo de una gran sala a la que daba directamente la puerta de la calle; esta sala, cuyo suelo estaba enlosado, y que servía a la vez de cocina y de comedor, tenía como únicos muebles unas sillas de enea, un tablero montado sobre caballetes, y un viejo arcón que Adélaïde había transformado en sofá, extendiendo sobre la tapa un jirón de tela de lana; en una rinconada, a la izquierda de una vasta chimenea, se encontraba una Virgen de escayola, rodeada por flores artificiales, la madrecita tradicional de las viejas provenzales, por poco devotas que sean. Un pasillo llevaba de la sala al pequeño patio, situado detrás de la casa, y en el cual se encontraba un pozo. A la izquierda del pasillo estaba la habitación de tía Dide, una estrecha pieza amueblada con una cama de hierro y una silla; a la derecha, en una pieza más estrecha aún, donde quedaba el sitio justo para un catre de tijera, dormía Silvère, que había tenido que idear todo un sistema de tablas, que subían hasta el techo, para guardar cerca de sí sus queridos volúmenes descabalados, comprados céntimo a céntimo en la tienda de un prendero de la vecindad. Por la noche, cuando leía, colgaba su lámpara de un clavo, a la cabecera de su cama. Si a su abuela le entraba una crisis, sólo tenía, al primer estertor, que dar un salto para estar junto a ella.

La vida del joven siguió siendo la del niño. En aquel rincón perdido hizo caber toda su existencia. Experimentaba la repugnancia de su padre por las tabernas y los callejeos del domingo. Sus compañeros herían su delicadeza con sus alegrías brutales. Prefería leer, romperse la cabeza con cualquier problema sencillísimo de geometría. Desde que tía Dide le encargaba los pequeños recados de la casa, ella no salía, vivía incluso ajena a su familia. A veces, el joven pensaba en este abandono; miraba a la pobre vieja que vivía a dos pasos de sus hijos, y a quien éstos trataban de olvidar, como si estuviera muerta; entonces la amaba aún más, la amaba por él y por los otros. Si tenía, a veces, una vaga conciencia de que tía Dide expiaba antiguas faltas, pensaba: «Yo he nacido para perdonarla».

En semejante espíritu, ardiente y contenido, las ideas republicanas se exaltaron con naturalidad. Silvère, de noche, en el fondo de su cuchitril, leía y releía un volumen de Rousseau, que había descubierto en casa del prendero vecino, entre viejas cerraduras. Esa lectura lo tenía despierto hasta la madrugada. En el sueño caro para los desdichados de la felicidad universal, las palabras de libertad, de igualdad, de fraternidad, sonaban en sus oídos con ese ruido sonoro y sagrado de las campanas que hace caer de rodillas a los fieles. Por eso, cuando se enteró de que en Francia acababa de ser proclamada la República, creyó que todo el mundo iba a vivir con celestial beatitud. Su instrucción a medias le permitía ver más lejos que los otros obreros, sus aspiraciones no se detenían en el pan de cada día; pero su profunda ingenuidad, su total desconocimiento de los hombres, lo mantenían en pleno sueño teórico, en medio de un Edén donde reinaba la eterna justicia. Su paraíso fue durante mucho tiempo un lugar de delicias, en el cual se ensimismó. Cuando creyó percibir que no todo iba bien en la mejor de las repúblicas, experimentó un inmenso dolor; tuvo otro sueño, el de obligar a los hombres a ser dichosos, incluso a la fuerza. Cada acto que le parecía lesionar los intereses del pueblo suscitaba en él una indignación vengadora. De una dulzura de niño, tuvo odios políticos feroces. Él, que no hubiera aplastado a una mosca, hablaba a todas horas de tomar las armas. La libertad fue su pasión, una pasión irracional, absoluta, en la cual puso todas las fiebres de su sangre. Ciego de entusiasmo, a la vez demasiado ignorante y demasiado instruido para ser tolerante, no quiso contar con los hombres; necesitaba un gobierno ideal de entera justicia y entera libertad. Fue en esa época cuando su tío Macquart pensó en lanzarlo sobre los Rougon. Se decía que aquel joven loco haría una terrible tarea, si conseguía exasperarlo convenientemente. Este cálculo no carecía de cierta finura.

Antoine trató, pues, de atraer a Silvère a su casa, exhibiendo una admiración inmoderada por las ideas del joven. Desde el principio, estuvo a punto de comprometerlo todo: tenía una forma interesada de considerar el triunfo de la República, como una era de dichosa holgazanería y de comilonas sin fin, que hirió las aspiraciones puramente morales de su sobrino. Comprendió que iba por mal camino, y se lanzó a un énfasis extraño, a una retahíla de palabras huecas y sonoras, que Silvère aceptó como prueba suficiente de civismo. Pronto tío y sobrino se vieron dos y tres veces por semana. En el curso de sus largas discusiones, en las que se decidía rotundamente la suerte del país, Antoine intentó convencer al joven de que el salón de los Rougon era el principal obstáculo para la felicidad de Francia. Pero, de nuevo, se metió por mal camino al llamar a su madre «vieja tunanta» delante de Silvère. Llegó hasta a contarle los antiguos escándalos de la pobre anciana. El joven, rojo de vergüenza, le escuchó sin interrumpirlo. No le preguntaba esas cosas. Quedó consternado por semejante confidencia, que lo hería en su respetuosa ternura por tía Dide. A partir de ese día, rodeó a su abuela de más atenciones, tuvo para ella bondadosas sonrisas y bondadosas miradas de perdón. Por otra parte, Macquart se había dado cuenta de que había cometido una tontería, y se esforzaba por utilizar el cariño de Silvère acusando a los Rougon del aislamiento y de la pobreza de Adélaïde. Para quien lo oyera, él había sido siempre el mejor de los hijos, pero su hermano se había portado de forma innoble; había despojado a su madre, y hoy, cuando no tenía un céntimo, se avergonzaba de ella. Tenían, sobre este tema, charlas sin fin. Silvère se indignaba con el tío Pierre, con gran contento del tío Antoine.

A cada visita del joven se reproducían las mismas escenas. Llegaba, por la noche, durante la cena de la familia Macquart. El padre engullía un guiso de patatas refunfuñando. Escogía los trozos de tocino, y seguía con los ojos la fuente, cuando ésta pasaba a las manos de Jean y de Gervaise.

—Ya ves, Silvère —decía con una rabia sorda que ocultaba mal bajo un aire de indiferencia irónica—, otra vez patatas, ¡siempre patatas! No comemos más que eso. La carne es para los ricos. No hay dinero que llegue, con hijos que tienen un apetito de todos los diablos.

Gervaise y Jean bajaban la nariz sobre su plato, sin atreverse ya a cortarse pan. Silvère, que vivía en el cielo de su sueño, no se daba cuenta para nada de la situación. Pronunciaba con voz tranquila estas palabras preñadas de tormenta:

—Pero, tío, debería usted trabajar.

—¡Ah, sí! —reía burlón Macquart, tocado en lo más vivo—, quieres que trabaje, ¿no?, para que esos bribones ricos especulen aún más conmigo. Ganaría a lo mejor un franco para arruinarme la salud. ¡Pues sí que vale la pena!

—Uno gana lo que puede —respondía el joven—. Un franco es un franco, y eso ayuda en una casa… Además, usted es un ex soldado, ¿por qué no busca un empleo?

Fine intervenía entonces, con un aturdimiento del que se arrepentía pronto.

—Es lo que le repito todos los días —decía—. Por ejemplo, el inspector del mercado necesita un ayudante; yo le he hablado de mi marido, parece bien dispuesto hacia nosotros…

Macquart la interrumpía fulminándola con una mirada.

—¡Eh!, cállate —rezongaba con cólera contenida—. ¡Estas mujeres no saben lo que dicen! No me querrían. Conocen demasiado bien mis opiniones.

A cada puesto que le ofrecían, caía así en una irritación profunda. No cesaba, no obstante, de pedir empleos, sin perjuicio de rechazar los que le encontraban, alegando las más singulares razones. Cuando le pinchaban sobre este punto, se volvía terrible.

Si Jean, después de cenar, cogía un periódico:

—Mejor harías en irte a acostar. Mañana te levantarás tarde, y de nuevo un jornal perdido… ¡Y decir que este galopín ha traído ocho francos menos la semana pasada! Pero le he rogado a su patrón que no le vuelva a entregar su dinero. Lo cobraré yo mismo.

Jean iba a acostarse, por no oír las recriminaciones de su padre. Simpatizaba poco con Silvère; la política le aburría, y opinaba que su primo estaba «chiflado». Cuando sólo quedaban las mujeres, si por desgracia hablaban en voz alta, después de haber recogido la mesa:

—Ah, ¡holgazanas! —gritaba Macquart—. ¿Es que no hay nada que zurcir aquí? Andamos todos con andrajos… Oye, Gervaise, he pasado por casa de tu ama, y me he enterado de buenas. Eres un pendón y una inútil.

Gervaise, muchacha de veinte años corridos, se ruborizaba al verse así regañada delante de Silvère. Éste, frente a ella, experimentaba cierto malestar. Una noche que había llegado tarde, durante una ausencia de su tío, se había encontrado a madre e hija borrachas perdidas ante una botella vacía. Desde ese momento, no podía ver a su prima sin acordarse del vergonzoso espectáculo de aquella niña, soltando risotadas, con una risa gruesa, con anchas placas rojas en su pobre carita palidecida. Estaba intimidado también por las feas historias que corrían a cuenta de ella. Crecido en una castidad de cenobita, la miraba a veces a hurtadillas, con el asombro temeroso de un colegial frente a una muchacha.

Cuando las dos mujeres habían cogido una aguja y se destrozaban los ojos zurciéndole sus viejas camisas, Macquart, sentado en la mejor silla, se retrepaba voluptuosamente, bebiendo a sorbitos y fumando, como quien saborea su holgazanería. Era la hora en que el viejo tunante acusaba a los ricos de chupar el sudor del pueblo. Tenía arrebatos soberbios contra aquellos señores de la ciudad nueva, que vivían en la holganza y se hacían mantener por la pobre gente. Los jirones de ideas comunistas que había cogido por la mañana en los periódicos se volvían grotescos y monstruosos al pasar por su boca. Hablaba de una época cercana en la que nadie estaría obligado a trabajar. Pero reservaba para los Rougon sus odios más feroces. No lograba digerir las patatas que había comido.

—He visto —decía— a esa sinvergüenza de Felicité comprando esta mañana un pollo en el mercado… ¡Comen pollo, esos ladrones de herencias!

—Tía Dide —respondía Silvère— dice que mi tío Pierre fue bueno con usted, a su regreso del servicio. ¿No gastó una buena suma en vestirlo y alojarlo?

—¡Una buena suma! —chillaba Macquart exasperado—. ¡Tu abuela está loca!… Son esos bandidos quienes divulgaron esos rumores, para cerrarme la boca. No recibí nada.

Fine intervenía de nuevo torpemente, recordándole a su marido que le habían dado doscientos francos, más un traje completo, y un año de alquiler. Antoine le gritaba que callase, y continuaba con furia creciente:

—¡Doscientos francos! ¡Qué gran negocio! Lo que quiero es lo que me deben, diez mil francos. ¡Ah, sí!, hablemos del tugurio al que me arrojaron como a un perro, y de la levita vieja que Pierre me dio, porque ya no se atrevía a ponérsela, ¡de agujereada y sucia que estaba! —Mentía, pero nadie, ante su cólera, protestaba ya. Después, volviéndose hacia Silvère—: ¡Aún eres muy ingenuo, tú, al defenderlos! —agregaba—. Despojaron a tu madre, y la buena mujer no habría muerto, de haber tenido con qué cuidarse.

—No, no es usted justo, tío —decía el joven—, mi madre no murió por falta de cuidados, y yo sé que mi padre no hubiera aceptado un céntimo de la familia de su mujer.

—¡Bah!, ¡déjame en paz! Tu padre habría cogido el dinero como cualquier otro. Fuimos indignamente desvalijados, y debemos recuperar lo nuestro. —Y Macquart volvía por enésima vez a la historia de los cincuenta mil francos. Su sobrino, que se la sabía de memoria, adornada con todas las variantes con que la enriquecía, lo escuchaba con cierta impaciencia—. Si fueras un hombre —decía Antoine al acabar—, vendrías un día conmigo, y armaríamos un buen jaleo en casa de los Rougon. No saldríamos sin que nos hubieran dado el dinero.

Pero Silvère se ponía serio y respondía con voz limpia:

—Si esos miserables nos han despojado, ¡peor para ellos! No quiero su dinero. Mire, tío, no nos toca a nosotros perjudicar a nuestra familia. Han obrado mal, serán terriblemente castigados un día.

—¡Ah!, ¡qué inocencia la tuya! —gritaba el tío—. Cuando seamos los más fuertes, ya verás cómo yo mismo arreglo mis asuntillos. ¡Pues sí que se ocupa de nosotros el buen Dios! ¡Qué familia más asquerosa, qué familia más asquerosa la nuestra! Ya puedo reventar de hambre, que ni uno solo de esos sinvergüenzas me arrojaría un mendrugo de pan. —Cuando Macquart empezaba con este tema, era inagotable. Mostraba al desnudo las sangrantes heridas de su envidia. Lo veía todo rojo en cuanto se ponía a pensar que era el único de la familia que no había tenido suerte, y que comía patatas cuando los otros tenían carne a discreción. Todos sus parientes, hasta sus sobrinos nietos, pasaban entonces por sus manos, y encontraba agravios y amenazas contra cada uno de ellos—. Sí, sí —repetía con amargura—, me dejarían reventar como un perro.

Gervaise, sin alzar la cabeza, sin dejar de tirar de su aguja, decía a veces tímidamente:

—Sin embargo, papá, mi primo Pascal ha sido bueno con nosotros, el año pasado, cuando estabas enfermo.

—Te cuidó sin pedir nunca un céntimo —proseguía Fine, acudiendo en ayuda de su hija—, y a menudo me dio monedas de cinco francos para hacerte un caldo.

—¡Él! ¡Me habría hecho reventar, si no tuviera yo una buena constitución! —exclamaba Macquart—. ¡Callaos, idiotas! Os dejáis liar como niñas. Todos querrían verme muerto. Cuando esté enfermo, por favor, no vayáis a buscar a mi sobrino, porque no estaría yo nada tranquilo sabiéndome en sus manos. Es un médico de pacotilla, no tiene una persona como es debido en su clientela. —Después, una vez lanzado, ya no se paraba—. ¡Es como esa víbora de Aristide! —decía—, es un hipócrita, un traidor. ¿Es que ni te vas a creer sus artículos de
El Independiente
, tú, Silvère? Serías tonto de capirote. Ni siquiera están escritos en francés. Siempre he dicho que ese republicano de contrabando se entendía con su digno padre para burlarse de nosotros. Ya verás cómo le da la vuelta a la chaqueta… Y su hermano, el ilustre Eugène, ¡ese gordo imbécil con el que los Rougon tanta lata dan! ¡Pues no tienen la frescura de pretender que disfruta en París de buena posición! La conozco, yo, su posición. Está empleado en la calle de Jerusalén
[4]
, es un soplón…

—¿Quién se lo ha dicho? No sabe usted nada —interrumpía Silvère, cuyo espíritu recto acababa por verse herido por las mentirosas acusaciones de su tío.

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