Y por propia iniciativa atrajo a Silvère contra su pecho. Lo mantuvo apretado entre sus brazos, murmurando:
—Vamos a tener frío, calentémonos así.
Hubo un silencio. Hasta esa hora confusa, los jóvenes se habían amado con fraternal ternura. En su ignorancia, seguían tomando por una viva amistad la atracción que los inducía a estrecharse sin cesar entre los brazos, y a prolongar esos abrazos mucho más tiempo de lo que los prolongan hermanos y hermanas. Pero en el fondo de esos amores ingenuos retumbaban, cada día con mayor intensidad, las tormentas de sangre ardiente de Miette y de Silvère. Con la edad, con la ciencia, una cálida pasión, de fogosidad meridional, debía nacer de este idilio. Toda chica que se cuelga del cuello de un chico es ya mujer, mujer inconsciente, a la que una caricia puede despertar. Cuando los enamorados se besan en las mejillas, es porque tantean y buscan los labios. Un beso hace amantes. Fue en esa negra y fría noche de diciembre, entre los agrios lamentos del rebato, cuando Miette y Silvère intercambiaron uno de esos besos que atraen a la boca toda la sangre del corazón.
Permanecían mudos, estrechamente apretados uno contra el otro. Miette había dicho: «Calentémonos así», y esperaban inocentemente tener calor. Pronto les llegó la tibieza a través de sus ropas, sintieron poco a poco que su abrazo les quemaba, oyeron cómo sus pechos se alzaban con el mismo aliento. Los invadió la languidez, que los sumió en una febril somnolencia. Tenían calor ahora; ante sus párpados cerrados pasaban resplandores, confusos ruidos ascendían a sus cerebros. Este estado de bienestar doloroso, que duró unos minutos, les pareció sin fin. Y entonces, en una especie de sueño, sus labios se encontraron. Su beso fue largo, ávido. Pareció como si jamás se hubieran besado. Sufrían, se separaron. Luego, cuando el frío de la noche hubo helado su fiebre, se quedaron a cierta distancia uno del otro, con una gran confusión.
Las dos campanas seguían conversando siniestramente entre sí, en el abismo negro que se ahondaba en torno a los jóvenes. Miette, temblorosa, asustada, no se atrevía a acercarse a Silvère. Ni siquiera sabía si estaba allí, no le oía hacer un movimiento. Ambos estaban embargados de la acre sensación de su beso; a sus labios ascendían efusiones, habrían querido darse las gracias, volverse a besar; pero estaban tan avergonzados de su punzante felicidad que habrían preferido no saborearla jamás por segunda vez a hablar de ella en voz alta. Durante mucho tiempo aún, si la rápida marcha no les hubiera azotado la sangre, si la noche densa no se hubiera hecho cómplice, se habrían besado en las mejillas, como buenos amigos. Miette sentía pudor. Tras el ardiente beso de Silvère, en aquellas dichosas tinieblas donde su corazón se abría, recordó las groserías de Justin. Unas horas antes había escuchado sin ruborizarse a aquel chico, que la motejaba de mujer perdida; preguntaba que para cuándo el bautizo, le gritaba que su padre la haría parir a patadas, si alguna vez se le ocurría volver al Jas-Meiffren, y ella había llorado sin comprender, había llorado porque adivinaba que todo eso debía de ser innoble. Ahora que se hacía mujer, se decía, con su postrera inocencia, que el beso, cuya quemadura sentía todavía en sí, bastaba acaso para llenarla de aquella vergüenza de que su primo la acusaba. Entonces la asaltó el dolor, sollozó.
—¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? —preguntó Silvère con voz inquieta.
—No, déjame —balbució—, no sé. —Después, como a su pesar, entre lágrimas—: ¡Ah!, soy muy desgraciada. Tenía diez años, me tiraban piedras. Hoy me tratan como a la última de las fulanas. Justin tuvo razón al despreciarme delante de la gente. Acabamos de hacer algo malo, Silvère.
El joven, consternado, volvió a cogerla entre sus brazos, intentando consolarla.
—¡Te amo! —murmuró—. Soy tu hermano. ¿Por qué dices que acabamos de hacer algo malo? Nos hemos besado porque teníamos frío. Sabes perfectamente que nos besamos todas las noches al separarnos.
—¡Oh!, no como hace un momento —dijo ella en voz muy baja—. No hay que volver a hacerlo, ya ves; debe de estar prohibido, porque me he sentido muy rara. Ahora los hombres se van a reír, cuando yo pase. No me atreveré a defenderme, estarán en su derecho.
El joven callaba, sin encontrar una frase para tranquilizar el espíritu asustado de aquella niña grande de trece años, toda temblorosa y atemorizada en su primer beso de amor. La estrechaba dulcemente contra sí, adivinaba que la calmaría si pudiera devolverle el tibio embotamiento de su abrazo. Pero ella se debatía, continuaba:
—Si tú quisieras, nos iríamos, nos marcharíamos de la región. No puedo regresar a Plassans; mi tío me pegará, toda la ciudad me señalará con el dedo. —Después, como invadida por una brusca irritación—: No, estoy maldita, te prohíbo que dejes a tía Dide para seguirme. Tienes que abandonarme en cualquier camino.
—Miette, Miette —imploró Silvère—, ¡no digas eso!
—Sí, me quitaré de en medio. Sé razonable. Me han expulsado como a una golfa. Si regresaras conmigo, te pelearías todos los días. No quiero.
El joven le dio un nuevo beso en la boca, murmurando:
—Serás mi mujer, nadie se atreverá a lastimarte.
—¡Oh!, te lo suplico —dijo ella con un débil grito—, no me beses así. Me hace daño. —Después, al cabo de un silencio—: Sabes muy bien que no puedo ser tu mujer. Somos demasiado jóvenes. Tendría que esperar, y me moriría de vergüenza. Estás equivocado al rebelarte, te verás obligado a dejarme en cualquier esquina.
Entonces Silvère, ya sin fuerzas, se echó a llorar. Los sollozos de un hombre tiene una sequedad desconsoladora. Miette, asustada al sentir al pobre chico sacudido en sus brazos, le besó el rostro, olvidando que sus labios ardían. La culpa era suya. Era una boba al no haber podido soportar la punzante dulzura de una caricia. No sabía por qué había pensado en cosas tristes, en el mismo momento en que su enamorado la besaba como nunca había hecho aún. Y lo oprimía contra su pecho, para pedirle perdón por haberlo apenado. Los niños, llorando, apretándose en sus brazos inquietos, sumaban una desesperación más a la de la oscura noche de diciembre. A lo lejos, las campanas continuaban quejándose sin tregua, con voz más jadeante.
—Más vale morir —repetía Silvère entre sollozos—, más vale morir…
—No llores más, perdóname —balbucía Miette—. Seré fuerte, haré lo que quieras.
Cuando el joven se hubo enjugado las lágrimas, dijo:
—Tienes razón, no podemos regresar a Plassans. Pero no ha llegado la hora de ser cobarde. Si salimos vencedores de la lucha, iré a buscar a tía Dide, nos la llevaremos muy lejos. Si somos vencidos…
Se detuvo.
—¿Si somos vencidos?… —repitió Miette suavemente.
—Entonces, ¡Qué sea lo que Dios quiera! —continuo Silvère en voz más baja—. Yo ya no estaré aquí, sin duda, tú consolarás a la pobre vieja. Valdría más.
—Sí, lo decías hace un momento —murmuró la joven—, más vale morir.
Ante este deseo de muerte, se abrazaron más estrechamente. Miette contaba con morir con Silvère; éste sólo había hablado de sí mismo, pero ella notaba que la arrastraría con gozo a la tierra. Se amarían con más libertad que a plena luz. La tía Dide moriría también, e iría a reunirse con ellos. Fue como un presentimiento rápido, un deseo de extraña voluptuosidad que el Cielo, mediante las voces desoladas del toque de rebato, les prometía satisfacer pronto. ¡Morir! ¡Morir! Las campanas repetían esa palabra con creciente arrebato, y los enamorados se abandonaban a aquellas llamadas de las sombras; creían disfrutar por anticipado del último sueño, en aquella somnolencia en la cual volvían a sumirlos la tibieza de sus miembros y las quemaduras de sus labios, que acababan de encontrarse de nuevo.
Miette ya no se hurtaba. Era ella, ahora, quien pegaba su boca a la de Silvère, quien buscaba con mudo ardor aquella alegría cuya amarga punzada no había podido soportar al principio. El sueño de una muerte próxima la había enardecido; ya no se ruborizaba, se aferraba a su amante, parecía deseosa de agotar, antes de tenderse en la tierra, esa voluptuosidad nueva, en la cual acababa apenas de bañar los labios, y que la irritaba al no poder penetrar de inmediato en su emocionante incógnita. Más allá del beso, adivinaba otra cosa que la espantaba y la atraía, en el vértigo de sus sentidos despiertos. Y se abandonaba; le habría suplicado a Silvère que desgarrase el velo, con la impúdica ingenuidad de las vírgenes. Él, loco con la caricia que ella le daba, lleno de una felicidad perfecta, sin fuerza, sin otros deseos, ni siquiera parecía creer en voluptuosidades mayores.
Cuando Miette ya no tuvo aliento, y sintió debilitarse el placer acre del primer abrazo:
—No quiero morir sin que me ames —murmuró—; quiero que me ames todavía más…
Las palabras le faltaban, no porque hubiera tenido conciencia de la vergüenza, sino porque ignoraba lo que deseaba. Estaba simplemente sacudida por una sorda rebelión interna y por un deseo de infinitud en el gozo.
En su inocencia, habría pataleado como un niño a quien se le niega un juguete.
—Te amo, te amo —repetía Silvère desfallecido.
Miette meneaba la cabeza, parecía decir que no era cierto, que el joven le ocultaba algo. Su naturaleza poderosa y libre tenía el secreto instinto de las fecundidades de la vida. Por eso rechazaba la muerte, si debía morir ignorante. Y esta rebelión de su sangre y de sus nervios la confesaba ingenuamente con sus manos ardientes y extraviadas, con sus balbuceos, con sus súplicas.
Después, calmándose, posó la cabeza en el hombro del joven, guardó silencio. Silvère se agachaba y la besaba largamente. Ella saboreaba esos besos con lentitud, buscaba su sentido, su gusto secreto. Los interrogaba, los oía correr por sus venas, les preguntaba si ellos eran todo el amor, toda la pasión. La invadió la languidez, se durmió dulcemente, sin dejar de saborear en su sueño las caricias de Silvère. Éste la había envuelto en la gran pelliza roja, en uno de cuyos pliegues se había arrebujado también él. Ya no sentían el frío. Cuando Silvère, por la respiración regular de Miette, comprendió que dormitaba, se sintió feliz de aquel reposo que iba a permitirles continuar airosamente su camino. Se prometió dejarla dormir una hora. El cielo seguía estando negro; apenas, por levante, una línea blanquecina indicaba la proximidad del día. Debía de haber, detrás de los amantes, un bosque de pinos, cuyo despertar musical, con los hálitos del alba, oía el joven. Y los lamentos de las campanas se volvían más vibrantes en el aire estremecido, acunando el sueño de Miette, como habían acompañado sus fiebres de enamorada.
Los jóvenes, hasta esa noche de confusión, habían vivido uno de esos ingenuos idilios que nacen en medio de la clase obrera, entre esos desheredados, esos simples, en quienes se encuentran aún a veces los amores primitivos de los antiguos cuentos griegos.
Miette contaba apenas nueve años cuando su padre fue enviado a presidio, por haber matado a un gendarme de un disparo. El proceso de Chantegreil había sido célebre en la región. El cazador furtivo confesó altivamente el homicidio; pero juró que el gendarme lo estaba apuntando también con su fusil: «No hice sino adelantarme —dijo—; me defendí; es un duelo y no un asesinato». No hubo forma de sacarlo de este razonamiento. Nunca el presidente del tribunal consiguió hacerle entender que, aunque un gendarme tiene derecho a disparar contra un furtivo, un furtivo no lo tiene a disparar contra un gendarme. Chantegreil escapó a la guillotina, gracias a su actitud convencida y a sus buenos antecedentes. El hombre lloró como un niño cuando le quitaron a su hija, antes de su marcha a Tolón. La pequeña, que había perdido a su madre en la cuna, se quedaba con su abuelo en Chavanoz, una aldea de las gargantas de la Seille. Cuando el cazador furtivo ya no estuvo allí, el viejo y la chiquilla vivieron de limosnas. Los habitantes de Chavanoz, todos cazadores, acudieron en ayuda de las pobres criaturas que el presidiario dejaba a sus espaldas. Sin embargo, el viejo murió de pena. Miette, al quedarse sola, habría mendigado por los caminos de no haberse acordado las vecinas de que tenía una tía en Plassans. Un alma caritativa accedió a llevarla a casa de la tía, que la acogió bastante mal.
Eulalie Chantegreil, casada con el aparcero Rébufat, era una gran diablesa negra y voluntariosa que mandaba en la casa. Manejaba a su antojo a su marido, se decía en el arrabal. La verdad era que Rébufat, avaro, duro en el trabajo y las ganancias, sentía una especie de respeto por aquella gran diablesa, de un vigor poco común, de una sobriedad y una economía raras.
Gracias a ella, el matrimonio prosperaba. El aparcero refunfuñó la tarde en que, al regresar del trabajo, encontró a Miette instalada. Pero su mujer le cerró la boca, diciéndole con su voz ruda:
—¡Bah!, la pequeña es de buena constitución; nos servirá de criada; la mantendremos y nos ahorraremos un jornal.
Este cálculo agradó a Rébufat. Llegó incluso a palpar los brazos de la niña, a quien declaró con satisfacción muy fuerte para su edad. Miette tenía entonces nueve años. A partir del día siguiente, la utilizó. El trabajo de las campesinas, en el sur, es mucho más suave que en el norte. Raramente se ve allá a las mujeres ocupadas en labrar la tierra, en llevar fardos, en hacer faenas masculinas. Ellas atan las gavillas, recogen aceitunas y hojas de morera; su ocupación más penosa consiste en arrancar las malas hierbas. Miette trabajó alegremente. La vida al aire libre era su gozo y su salud. Mientras vivió su tía, sólo conoció risas. La buena mujer, a pesar de sus brusquedades, la quería como a una hija; le prohibía hacer los pesados trabajos con que su marido intentaba a veces cargarla, y le gritaba a este último:
—¡Ah! ¡Pues sí que eres hábil! ¿No comprendes, imbécil, que si la cansas demasiado hoy, no podrá hacer nada mañana?
Este argumento era decisivo. Rébufat agachaba la cabeza y llevaba él mismo el fardo que quería echar sobre los hombros de la joven. Miette hubiera vivido perfectamente feliz, bajo la protección secreta de su tía Eulalie, sin las pullas de su primo, de dieciséis años entonces, que ocupaba sus ocios en detestarla y en perseguirla sordamente. Las mejores horas de Justin eran aquellas en que conseguía que la regañasen gracias a algún informe cargado de mentiras. Cuando podía pisarle un pie o empujarla con brutalidad, fingiendo no haberla visto, se reía, saboreaba esa voluptuosidad taimada de la gente que disfruta plácidamente con el mal de los otros. Miette lo miraba entonces, con sus grandes ojos negros de cría, con una mirada brillante de cólera y de muda altivez, que detenía las carcajadas del cobarde galopín. En el fondo, le tenía un miedo atroz a su prima.