La fortuna de los Rougon (18 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La fortuna de los Rougon
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—Ven, nos llaman desde ahí dentro —dijo Antoine a su compañero con voz de guasa.

Félicité retrocedió murmurando:

—Queremos hablar sólo con usted.

—¡Bah! —respondió el joven—, mi camarada es un buen chico. Puede oírlo todo. Es mi testigo.

El testigo se sentó con todo su peso en una silla. No se destocó y empezó a mirar a su alrededor, con esa sonrisa embrutecida de los borrachos y de la gente grosera que se siente insolente. Félicité, avergonzada, se colocó delante de la puerta de la tienda, para que no vieran desde fuera a la singular compañía que recibía. Felizmente su marido llegó en su ayuda. Una violenta disputa se entabló entre él y su hermano. Este último, cuya lengua espesa se trabucaba en los insultos, repitió más de veinte veces los mismos agravios. Incluso acabó echándose a llorar, y faltó poco para que su emoción se contagiara a su camarada. Pierre se había defendido de una forma muy digna.

—Veamos —dijo por fin—, es usted desgraciado y me da lástima. Aunque me ha insultado cruelmente, no olvido que tenemos la misma madre. Pero, si le doy algo, sepa que lo hago por pura bondad y no por miedo… ¿Quiere cien francos para salir de apuros?

Esta repentina oferta de cien francos deslumbró al camarada de Antoine. Miró a este último con un aire encantado, que significaba claramente: «Puesto que el burgués ofrece cien francos, ya no hay que andarse con tonterías». Pero Antoine pretendía especular con las buenas disposiciones de su hermano. Le preguntó que si se burlaba de él; era su parte, diez mil francos, lo que exigía.

—Te equivocas, te equivocas —farfullaba su amigo.

Por fin, cuando Pierre, impaciente, hablaba de ponerlos a los dos en la puerta, Antoine rebajó sus pretensiones y, de repente, sólo reclamó mil francos. Se pelearon aún un buen cuarto de hora sobre esa cifra. Félicité intervino. La gente empezaba a congregarse delante de la tienda.

—Escuche —dijo con presteza—, mi marido le dará doscientos francos, y yo me encargo de comprarle un traje completo y de alquilarle un alojamiento durante un año.

Rougon se enfadó. Pero el camarada de Antoine, entusiasmado, gritó:

—Está hecho, mi amigo acepta.

Y Antoine declaró, en efecto, de malos modos, que aceptaba. Veía que no conseguiría más. Se convino que le enviarían el dinero y el traje al día siguiente, y que unos días después, en cuanto Félicité le hubiera encontrado un alojamiento, podría instalarse. Al retirarse, el borracho que acompañaba al joven fue tan respetuoso como insolente acababa de estar; saludó más de diez veces a la compañía, con aire humilde y torpe, farfullando vagos agradecimientos, como si los dones de los Rougon le hubieran estado destinados.

Una semana después, Antoine ocupaba una gran habitación del barrio viejo, en la cual Félicité, excediéndose en sus promesas, tras el compromiso formal del joven de dejarlos tranquilos en adelante, había mandado poner una cama, una mesa y sillas. Adélaïde vio marcharse a su hijo sin ningún pesar; estaba condenada a más de tres meses a pan y agua por la corta estancia que había hecho en su casa. Antoine pronto se comió y se bebió los doscientos francos. Ni por un instante se le había ocurrido emplearlos en algún pequeño comercio que le hubiera ayudado a vivir. Cuando estuvo de nuevo sin un céntimo, al no tener ningún oficio, y repugnándole además toda tarea continuada, quiso exprimir de nuevo la bolsa de los Rougon. Pero las circunstancias ya no eran las mismas, no consiguió asustarlos. Pierre aprovechó incluso esa ocasión para ponerlo en la puerta, prohibiéndole que volviera a pisar su casa. Por mucho que Antoine reanudó sus acusaciones, la ciudad, que conocía la munificencia de su hermano, pregonada por Félicité a bombo y platillos, no le dio la razón y lo calificó de holgazán. Mientras tanto, el hambre apretaba. Amenazó con hacerse contrabandista como su padre, y cometer alguna trastada que deshonrada a la familia. Los Rougon se encogieron de hombros; sabían que era demasiado cobarde para arriesgar el pellejo. Por fin, lleno de una rabia sorda contra sus parientes y contra la sociedad entera, Antoine se decidió a buscar trabajo.

Había conocido, en una taberna del arrabal, a un obrero cestero que trabajaba en casa. Se ofreció a ayudarlo. En poco tiempo aprendió a trenzar canastas y cestos, obras groseras y a bajo precio, de fácil venta. Pronto trabajó por cuenta propia. Aquel oficio poco cansado le gustaba. Seguía siendo dueño de su pereza, y eso era lo que pedía, sobre todo. Se ponía a la tarea cuando no podía hacer ya otra cosa, trenzando de prisa y corriendo una docena de canastas que iba a vender al mercado. Mientras le duraba el dinero, ganduleaba, recorriendo las tiendas de vinos, digiriendo al sol; después, cuando había ayunado durante un día, cogía sus varas de mimbre con sordas invectivas, acusando a los ricos, que, ellos sí, viven sin hacer nada. El oficio de cestero, así entendido, es de lo más ingrato; su trabajo no habría bastado para pagar sus borracheras, si no se las hubiera arreglado para procurarse el mimbre barato. Como no lo compraba nunca en Plassans, decía que iba cada mes a hacer su provisión a un pueblo vecino, donde decía que lo vendían a mejor precio. La verdad es que se abastecía en los mimbrales del Viorne, en las noches oscuras. El guarda rural lo sorprendió incluso una vez, lo cual le valió unos días de cárcel. Fue a partir de ese momento cuando se las dio en la ciudad de feroz republicano. Afirmó que estaba fumando tranquilamente su pipa a orillas del río, cuando el guarda rural lo había detenido. Y añadía:

—Quisieran desembarazarse de mí, porque saben cuáles son mis opiniones. ¡Pero no los temo, a esos ricos bribones!

Sin embargo, al cabo de diez años de haraganería, Macquart opinó que trabajaba de más. Su continuo sueño era inventar una forma de vivir bien sin hacer nada. Su pereza no se habría contentado con pan y agua, como la de ciertos holgazanes que consienten en quedarse con hambre, con tal de poder cruzarse de brazos. Él quería buenas comidas y hermosos días de ociosidad. Habló por un momento de entrar como criado en casa de algún noble del barrio de San Marcos. Pero un palafrenero amigo suyo le metió miedo contándole las exigencias de sus amos. Macquart, harto de sus cestos, viendo llegar el día en que tendría que comprar el mimbre necesario, iba a venderse como reemplazo y a reanudar la vida de soldado, que prefería mil veces a la de obrero, cuando trabó amistad con una mujer cuyo encuentro modificó sus planes.

Joséphine Gavaudan, a quien toda la ciudad conocía por el diminutivo familiar de Fine, era una moza alta y gruesa de unos treinta años. Su cara cuadrada, de anchura masculina, presentaba en la barbilla y en los labios unos pelos ralos, pero terriblemente largos. Se la tenía por toda una mujer, capaz si venía a cuento de liarse a puñetazos. Por eso sus anchos hombros, sus brazos enormes, imponían un asombroso respeto a los chavales, que ni siquiera se atrevían a sonreír de sus bigotes. Pese a ello, Fine tenía una vocecita aguda, una voz de niña, débil y clara. Los que la trataban afirmaban que, a pesar de su aire terrible, era de una dulzura de cordero. Muy animosa para el trabajo, habría podido ahorrar algo de dinero de no haberle gustado los licores; adoraba el anisete. Con frecuencia, los domingos por la noche, había que llevarla a su casa.

Toda la semana trabajaba con una testarudez de bestia. Desempeñaba tres o cuatro oficios, vendía fruta o castañas cocidas en el mercado, según la estación, era la asistenta de algunos rentistas, iba a fregar platos a casa de los burgueses los días de banquete, y empleaba su ocio en arreglar sillas de paja. La ciudad entera la conocía sobre todo como sillera. En el sur se hace un gran consumo de sillas de enea, que son de uso común.

Antoine Macquart conoció a Fine en el mercado. Cuando iba allí a vender sus cestas, en invierno, se ponía, para tener calor, al lado del hornillo en el cual ella cocía sus castañas. Quedó maravillado de su valor, él, a quien la menor tarea espantaba. Poco a poco, bajo la aparente rudeza de aquella fuerte comadre, descubrió timideces, bondades secretas. A menudo la veía dar puñados de castañas a los arrapiezos andrajosos que se paraban extasiados ante su olla humeante. Otras veces, cuando el inspector del mercado la zarandeaba, casi se echaba a llorar, sin parecer consciente de sus gruesos puños. Antoine acabó diciéndose que era la mujer que necesitaba. Trabajaría por los dos, y él dictaría la ley en el hogar. Sería su bestia de carga, una bestia infatigable y obediente.

En cuanto a su afición a los licores, la encontraba muy natural. Tras haber pensado bien las ventajas de semejante unión, se declaró. Fine quedó encantada. Nunca un hombre se había atrevido a ligarse a ella. Por más que le dijeron que Antoine era el peor de los pillastres, no se sintió con valor para rechazar el matrimonio que su fuerte naturaleza reclamaba desde hacía tiempo. La misma noche de bodas, el joven se fue a vivir al alojamiento de su mujer, en la calle Civadière, cerca del mercado; el alojamiento, que se componía de tres piezas, estaba mucho más confortablemente amueblado que el suyo, y con un suspiro de contento se estiró sobre los dos excelentes colchones que guarnecían la cama.

Todo marchó bien los primeros días. Fine se dedicaba, como en el pasado, a sus múltiples tareas; Antoine, presa de una especie de amor propio marital que lo asombró a él mismo, trenzó en una semana más cestas de las que había hecho nunca en un mes. Pero el domingo estalló la guerra. Había en la casa una suma bastante considerable que los esposos mermaron fuertemente. Por la noche, borrachos ambos, se zurraron la badana, sin que les fuera posible, al día siguiente, recordar cómo había comenzado la disputa. Se habían mostrado muy tiernos hasta las diez; después Antoine había empezado a apalear brutalmente a Fine, y Fine, exasperada, olvidando su dulzura, había devuelto tantos puñetazos como bofetadas recibía. Al día siguiente, reanudó valientemente el trabajo, como si nada ocurriera. Pero su marido, con sordo rencor, se levantó tarde y se pasó el resto del día fumando su pipa al sol.

A partir de ese momento, los Macquart adoptaron el género de vida que iban a seguir llevando. Quedó tácitamente acordado entre ellos que la mujer sudaría el quilo para mantener al marido. Fine, que amaba instintivamente el trabajo, no protestó. Era de una paciencia angelical, cuando no había bebido, y le parecía muy natural que su hombre fuera perezoso, y trataba de evitarle incluso las más leves tareas. Su punto flaco, el anisete, no la volvía mala, sino justa; las noches en que se había ensimismado ante una botella de su licor favorito, si Antoine le buscaba pelea, caía sobre él a brazo partido, reprochándole su holgazanería y su ingratitud. Los vecinos estaban acostumbrados a los escándalos periódicos que estallaban en la habitación de los esposos. Se aporreaban concienzudamente; la mujer pegaba como una madre que corrige a su galopín; pero el marido, traicionero y rencoroso, calculaba sus golpes, y en varias ocasiones estuvo a punto de lisiar a la infeliz.

—Habrás adelantado mucho, cuando me hayas roto una pierna o un brazo —le decía ella—. ¿Quién te alimentará, holgazán?

Aparte estas escenas de violencia, Antoine empezó a encontrar soportable su nueva existencia. Iba bien vestido, comía y bebía hasta hartarse. Había dejado totalmente de lado la cestería; a veces, cuando se aburría en exceso, se prometía trenzar, para el próximo día de mercado, una docena de cestas, pero a menudo ni siquiera terminaba la primera. Guardó, debajo de un sofá, un paquete de mimbre que no usó en veinte años.

Los Macquart tuvieron tres hijos: dos niñas y un niño.

Lisa, nacida la primera, en 1827, un año después de la boda, no estuvo mucho en la casa. Era una niña guapa y rolliza, muy sana, sanguínea, que se parecía mucho a su madre. Pero no iba a tener su abnegación de bestia de carga. Macquart había puesto en ella una necesidad de bienestar muy firme. De pequeñita, accedía a trabajar todo un día para conseguir un pastel. Aún no contaba siete años cuando le cogió cariño la jefa de correos, vecina suya. Ésta la convirtió en una criadita. Cuando perdió a su marido, en 1839, y se retiró a París, se llevó a Lisa consigo. Sus padres casi se la habían dado.

La segunda hija, Gervaise, nacida al año siguiente, era coja de nacimiento. Concebida en la embriaguez, sin duda durante una de aquellas noches vergonzosas en que los esposos se apaleaban, tenía el muslo derecho torcido y flaco, extraña reproducción hereditaria de las brutalidades que su madre había tenido que aguantar en una hora de lucha y de borrachera furiosa. Gervaise se quedó enclenque, y Fine, viéndola muy pálida y muy débil, la puso a régimen de anisete, con el pretexto de que necesitaba coger fuerzas. La pobre criatura se resecó aún más. Era una chiquilla alta y delgada, cuyos vestidos, siempre demasiado anchos, flotaban como vacíos. Sobre su cuerpo chupado y contrahecho tenía una deliciosa cabeza de muñeca, una carita redonda y descolorida de una exquisita delicadeza. Su invalidez era casi un atractivo; su cintura se doblaba suavemente a cada paso, con una especie de balanceo cadencioso.

El hijo de los Macquart, Jean, nació tres años después. Fue un mozo fuerte, que no recordaba en nada las delgadeces de Gervaise. Salía a su madre, como la hija mayor, sin tener su parecido físico. Aportaba, el primero, a los Rougon-Macquart, un rostro de rasgos regulares, y que tenía la frialdad tosca de una naturaleza seria y poco inteligente. Este muchacho creció con la voluntad tenaz de crearse un día una posición independiente. Frecuentó asiduamente la escuela y se rompió la cabeza, que tenía muy dura, para meter en ella un poco de aritmética y de ortografía. A continuación se colocó como aprendiz, renovando los mismos esfuerzos, testarudez tanto más meritoria cuanto que necesitaba un día para aprender lo que otros sabían en una hora.

Mientras los pobres críos estuvieron a cargo de la casa, Antoine refunfuñó. Eran bocas inútiles que le recortaban su parte. Había jurado, como su hermano, no tener más hijos, esos despilfarradores que dejan a sus padres en la miseria. Había que oírlo desconsolarse, desde que eran cinco a la mesa, y la madre daba los mejores bocados a Jean, a Lisa y a Gervaise.

—¡Eso es! —rezongaba—. ¡Atibórralos, que revienten!

A cada vestido, a cada par de zapatos que Fine les compraba, se ponía de mal humor varios días. ¡Ah!, si lo hubiera sabido, jamás habría tenido aquella prole, que lo obligaba a fumar sólo veinte céntimos de tabaco al día, y ponía con excesiva frecuencia, en la mesa de la cena, patatas guisadas, un plato que despreciaba profundamente.

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