—Figúrense —decían los cobardes—, ¡sólo eran cuarenta y uno!
Esta cifra de cuarenta y uno trastornó a la ciudad. Así es como nació en Plassans la leyenda de los cuarenta y un burgueses que hicieron morder el polvo a tres mil insurgentes. Sólo ciertos espíritus envidiosos de la ciudad nueva, abogados sin pleitos, ex militares, avergonzados por haber dormido esa noche, plantearon ciertas dudas. A fin de cuentas, acaso los insurgentes se habían marchado por sí solos. No había la menor prueba de combate, ni cadáveres, ni manchas de sangre. Realmente la tarea de aquellos caballeros no había resultado muy difícil.
—Pero ¡y el espejo, el espejo! —repetían los fanáticos—. No puede usted negar que el espejo del señor alcalde está roto. Vaya a verlo.
Y en efecto, hasta la noche hubo una procesión de individuos que, con mil pretextos, entraron en el despacho, cuya puerta Rougon dejaba, por otra parte, de par en par; se plantaban ante el espejo, en el cual la bala había hecho un agujero redondo, de donde partían anchas grietas; después todos murmuraban la misma fiase:
—¡Caray! ¡Pues sí que la bala tenía fuerza!
Y se marchaban, convencidos.
Félicité, en su ventana, aspiraba con delicia esos rumores, esas voces elogiosas y agradecidas que ascendían de la ciudad. Todo Plassans, en esos momentos, se ocupaba de su marido; ella percibía los dos barrios, bajo ella, que se estremecían, que le enviaban la esperanza de un próximo triunfo. ¡Ah! ¡Cómo iba a aplastar esa ciudad que se ponía tan tarde bajo sus talones! Todos sus agravios regresaron, sus amarguras pasadas redoblaron sus apetitos de disfrute inmediato.
Dejó la ventana, dio lentamente una vuelta por el salón. Era allí donde, hacía un instante, las manos se tendían hacia ellos. Habían vencido, la burguesía estaba a sus pies. El salón amarillo le pareció santificado. Los muebles cojos, el terciopelo raído, la araña negra de cagadas de mosca, todas esas ruinas cobraron a sus ojos un aspecto de despojos gloriosos en un campo de batalla. La llanura de Austerlitz no le habría causado una emoción tan honda.
Cuando volvía a asomarse a la ventana, vio a Aristide que merodeaba por la plaza de la Subprefectura, con la nariz hacia arriba. Le hizo señas de que subiera. Parecía no esperar sino esta llamada.
—Entra de una vez —le dijo su madre en el descansillo, al verlo vacilar—. Tu padre no está. —Aristide tenía el aire torpe de un hijo pródigo. Hacía cerca de cuatro años que no había vuelto a entrar en el salón amarillo. Llevaba aún el brazo en cabestrillo—. ¿Te sigue doliendo la mano? —le preguntó burlonamente Félicité.
Él se ruborizó, respondió con cortedad:
—¡Oh! Va mucho mejor, está casi curada.
Después se puso a dar vueltas, sin saber qué decir. Félicité acudió en su ayuda:
—¿Has oído hablar del gran comportamiento de tu padre? —prosiguió.
Aristide dijo que toda la ciudad hablaba de eso. Pero recobraba su aplomo; le devolvió a su madre su burla; la miró a la cara, añadiendo:
—Había venido a ver si papá estaba herido.
—Vaya, ¡no hagas el idiota! —exclamó Félicité, con su petulancia—. Yo, en tu lugar, obraría con toda franqueza. Te has equivocado en eso, confiésalo, enrolándote con tus bribones republicanos. Hoy no te importaría dejarlos y volver con nosotros, que somos los más fuertes. ¡Eh! ¡Tienes la casa abierta!
Pero Aristide protestó. La República era una gran idea. Y además los insurrectos podían ganar.
—¡Déjame en paz! —continuó la anciana, irritada—. Tienes miedo de que tu padre te reciba mal. Me encargo del asunto… Escúchame: vas a ir a tu periódico, y redactarás de hoy a mañana un número muy favorable al golpe de Estado, y mañana por la noche, cuando ese número haya aparecido, volverás aquí, serás acogido con los brazos abiertos. —Y como el joven callaba—: ¿Oyes? —prosiguió en voz más baja y más ardiente—, se trata de nuestra fortuna, de la tuya. No vuelvas a empezar con tus idioteces. Ya estás bastante comprometido así.
El joven hizo un gesto, el gesto de César al pasar el Rubicón. De esta manera, no adquiría ningún compromiso verbal. Cuando iba a retirarse, su madre añadió, buscando el nudo de su cabestrillo:
—Y, ante todo, tienes que quitarte ese trapo. Resulta ridículo, ¿sabes?
Aristide la dejó. Cuando el pañuelo estuvo desatado, él lo dobló cuidadosamente y se lo metió en el bolsillo. Después besó a su madre diciendo:
—¡Hasta mañana!
En esos momentos, Rougon tomaba oficialmente posesión del ayuntamiento. Sólo quedaban ocho concejales; los otros se encontraban en manos de los insurgentes, así como el alcalde y los dos tenientes de alcalde. Estos ocho señores, de la fuerza de Granoux, tuvieron sudores de angustia cuando este último les explicó la crítica situación de la ciudad. Para comprender con qué espanto acudieron a echarse en brazos de Rougon, habría que conocer a los hombres que componen las corporaciones municipales de ciertas pequeñas ciudades. En Plassans, el alcalde tenía bajo su férula increíbles cernícalos, meros instrumentos de una complacencia pasiva. Por ello, al no estar allí el señor Garçonnet, la máquina municipal tenía que estropearse y pertenecer a quienquiera que supiese apoderarse de sus resortes. En ese momento, como el subprefecto había dejado la región, Rougon se encontraba con toda naturalidad, por la fuerza de las circunstancias, como único y absoluto dueño de la ciudad; crisis asombrosa, que ponía el poder en manos de un hombre tarado, a quien, la víspera, ni uno de sus conciudadanos hubiera prestado cien francos.
El primer acto de Pierre fue declarar en sesión permanente a la comisión provisional. Después se ocupó de la reorganización de la guardia nacional, y consiguió poner en pie trescientos hombres; los ciento nueve fusiles que habían quedado en el cobertizo fueron distribuidos, lo cual elevó a ciento cincuenta el número de los hombres armados por la reacción; los otros ciento cincuenta guardias nacionales eran burgueses de buena voluntad y soldados de Sicardot. Cuando el comandante Roudier pasó revista al pequeño ejército en la plaza del Ayuntamiento, quedó desolado al ver que los verduleros se reían por lo bajo; no todos tenían uniforme, y algunos se comportaban muy ridículamente, con su sombrero negro, su levita y su fusil. Pero, en el fondo, la intención era buena. Dejaron un retén en la alcaldía. El resto del pequeño ejército se dispersó, por pelotones, en las diferentes puertas de la ciudad. Roudier se reservó el mando del retén de la puerta Grande, la más amenazada.
Rougon, que se sentía muy fuerte en ese momento, fue en persona a la calle Canquoin, para rogar a los gendarmes que se quedaran en el cuartel, que no se mezclaran en nada. Mandó, por lo demás, abrir las puertas de la gendarmería, cuyas llaves se habían llevado los insurgentes. Pero quería triunfar él solo, no tenía intención de que los gendarmes pudieran robarle parte de su gloria. Si tenía una imperiosa necesidad de ellos, los llamaría.
Y les explicó que su presencia, al irritar quizá a los obreros, no haría sino agravar la situación. El cabo lo felicitó mucho por su prudencia. Cuando se enteró de que había un hombre herido en el cuartel, Rougon quiso hacerse popular, pidió verlo. Encontró a Rengade acostado, con el ojo tapado con una venda, con sus grandes bigotes que asomaban por las sábanas. Consoló, con hermosas frases sobre el deber, al tuerto que renegaba y resoplaba, exasperado por su herida, que iba a obligarlo a abandonar el cuerpo. Prometió que le enviaría un médico.
—Se lo agradezco mucho, caballero —respondió Rengade—; pero, ya ve, lo que me aliviaría más que cualquier remedio sería retorcerle el cuello al miserable que me reventó el ojo. ¡Oh!, lo reconocería; es uno flaquito, paliducho, muy joven…
Pierre recordó la sangre que cubría las manos de Silvère. Tuvo un ligero movimiento de retroceso, como si hubiera temido que Rengade le saltara a la garganta, diciendo: «¡Es tu sobrino el que me dejó tuerto; espera, vas a pagar por él!». Y mientras maldecía muy bajo a su indigna familia, declaró solemnemente que, si se encontraba al culpable, éste sería castigado con todo el rigor de las leyes.
—No, no, no vale la pena —respondió el tuerto—; yo le retorceré el cuello.
Rougon se apresuró a dirigirse a la alcaldía. Empleó la tarde en tomar diversas medidas. La proclama, exhibida hacia la una, produjo una excelente impresión. Terminaba con un llamamiento a la buena índole de los ciudadanos, y daba firmes seguridades de que el orden no volvería a perturbarse. Hasta el crepúsculo, las calles, en efecto, ofrecieron la imagen de un alivio general, de una total confianza. En las aceras, los grupos que leían la proclama decían:
—Se acabó, vamos a ver pasar las tropas que han enviado en persecución de los insurrectos.
Esta creencia de que se acercaban soldados se volvió tan grande que los desocupados del paseo Sauvaire se acercaron a la puerta de Niza para ir al encuentro de la música. Regresaron, por la noche, decepcionados, sin haber visto nada. Entonces una sorda inquietud corrió por la ciudad.
En la alcaldía, la comisión provisional había hablado tanto para no decir nada que sus miembros, con el vientre vacío, enloquecidos por sus propias charlas, sentían que el miedo volvía a invadirlos. Rougon los mandó a cenar, convocándolos otra vez a las nueve de la noche. También él iba a dejar el despacho, cuando Macquart se despertó y golpeó violentamente la puerta de su prisión. Declaró que tenía hambre, después preguntó la hora, y cuando su hermano le dijo que eran las cinco, murmuró, con diabólica maldad, fingiendo vivo asombro, que los insurgentes le habían prometido regresar antes, y que tardaban mucho en liberarlo. Rougon, tras haber mandado que le sirvieran de comer, bajó, irritado por la insistencia de Macquart en hablar del regreso de la banda insurrecta. En la calle, sintió cierta desazón. La ciudad le pareció cambiada. Adoptaba un aspecto singular; unas sombras se deslizaban rápidamente a lo largo de las aceras, se hacían el vacío y el silencio, y, sobre las casas lúgubres, parecía caer, con el crepúsculo, un miedo gris, lento y tenaz como una lluvia fina. La parlanchina confianza del día desembocaba fatalmente en este pánico sin causa, en este pavor de la noche naciente; los habitantes estaban cansados, saciados con su triunfo, hasta el punto de que sólo les quedaban fuerzas para soñar con terribles represalias por parte de los insurrectos. Rougon tembló entre esa corriente de pavor. Apretó el paso, con un nudo en la garganta. Al pasar ante un café de la plaza de los Recoletos, que acababa de encender sus lámparas, y donde se reunían los pequeños burgueses de la ciudad nueva, oyó un fragmento de conversación muy alarmante.
—¿Qué, señor Picot, sabe usted la noticia? —decía un vozarrón—. No ha llegado el regimiento que se esperaba.
—Pero nadie esperaba un regimiento, señor Touche —respondía una voz agria.
—Usted perdone, ¿no ha leído la proclama, entonces?
—Es cierto, los carteles prometen que se mantendrá el orden por la fuerza, si es necesario.
—Ya ve usted, la fuerza: la fuerza armada, eso está claro.
—¿Y qué se dice?
—Pues, ya comprenderá, la gente tiene miedo, dicen que ese retraso de los soldados no es natural, y que los insurgentes muy bien podrían haberlos matado.
Hubo un grito de horror en el café. A Rougon le dieron ganas de entrar para decirles a aquellos burgueses que la proclama nunca había anunciado la llegada de un regimiento, que no había que forzar los textos hasta ese punto ni propalar tales habladurías. Pero él mismo, con la turbación que se apoderaba de él, no estaba muy seguro de no haber contado con un envío de tropas, y acababa por encontrar asombroso, en efecto, que no hubiera aparecido ni un soldado. Regresó a su casa muy inquieto. Félicité, petulante y llena de valor, se enfureció, al verlo trastornado por semejantes necedades. A los postres, lo consoló.
—No seas tonto —dijo—. ¡Mejor que mejor, si el prefecto nos olvida! Salvaremos la ciudad nosotros solos. Lo que es yo, quisiera ver regresar a los insurrectos, para recibirlos a disparos y cubrirnos de gloria. Escucha, vas a cerrar las puertas de la ciudad, y luego no te acostarás; te moverás mucho durante toda la noche; te lo tendrán en cuenta más adelante.
Pierre regresó a la alcaldía, algo remozado. Necesitó valor para permanecer firme en medio de las quejas de sus colegas. Los miembros de la comisión provisional traían en la ropa el pánico, como uno trae consigo un olor a lluvia, en días de tormenta. Todos pretendían haber contado con el envío de un regimiento, y prorrumpían en exclamaciones, diciendo que no se abandonaba así a valerosos ciudadanos a los furores de la demagogia. Pierre, para que lo dejaran en paz, casi les prometió su regimiento para el día siguiente. Después declaró con solemnidad que iba a mandar cerrar las puertas. Fue un alivio. Unos guardias nacionales tuvieron que dirigirse inmediatamente a cada puerta, con orden de dar una doble vuelta de llave a las cerraduras. De regreso, varios miembros confesaron que estaban realmente más tranquilos; y cuando Pierre dijo que la crítica situación de la ciudad los obligaba a seguir en sus puestos, los hubo que tomaron sus pequeñas disposiciones para pasar la noche en un sillón. Granoux se puso un gorro de seda negra, que había traído precavidamente. Hacia las once, la mitad de aquellos caballeros dormían alrededor del escritorio del señor Garçonnet. Los que aún tenían los ojos abiertos, soñaban, al escuchar los pasos cadenciosos de los guardias nacionales, que resonaban en el patio, con que eran unos valientes y los condecoraban. Una gran lámpara, colocada sobre el escritorio, iluminaba esta extraña vela de armas. Rougon, que parecía dormitar, se levantó bruscamente y mandó buscar a Vuillet. Acababa de acordarse de que no había recibido
La Gaceta
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El librero se mostró arrogante, de pésimo humor.
—¿Qué? —le preguntó Rougon llevándoselo aparte—. ¿Y el artículo que me había prometido? No he visto el periódico.
—¿Y para eso me molesta? —respondió Vuillet con cólera—. ¡Pardiez!
La Gaceta
no ha aparecido; no tengo ganas de que me maten mañana, si regresan los insurgentes.
Rougon se esforzó por sonreír, diciendo que, a Dios gracias, no se mataría a nadie. Y justamente porque corrían rumores falsos e inquietantes, el artículo en cuestión hubiera rendido un gran servicio a la buena causa.
—Es posible —prosiguió Vuillet—, pero la mejor de las causas, en este momento, es conservar la cabeza sobre los hombros. —Y agregó, con aguda malignidad—: ¡Y yo que me creía que había matado usted a todos los insurrectos! Ha dejado demasiados, para que me arriesgue.