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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La fortuna de los Rougon (24 page)

BOOK: La fortuna de los Rougon
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Mientras tanto Silvère volvió corriendo al mercado. Cuando se acercaba al lugar donde había dejado a Miette, oyó un violento ruido de voces y vio una aglomeración que le hicieron apretar el paso. Acababa de producirse una escena cruel. Entre los insurgentes circulaban curiosos, desde que aquéllos se habían puesto tranquilamente a comer. Entre esos curiosos se encontraba Justin, el hijo del aparcero Rébufat, un muchacho de unos veinte años, criatura escuchimizada y turbia que alimentaba un odio implacable contra su prima Miette. En casa, le echaba en cara el pan que comía, la trataba como a una pobre recogida por caridad al borde de un camino. Es de creer que la niña se había negado a ser su amante. Canijo, pálido, de extremidades demasiado largas, de rostro retorcido, se vengaba en ella de su propia fealdad y del despreció que la guapa y fuerte chica había debido de mostrarle. Acariciaba el sueño de obligar a su padre a ponerla en la puerta. Por eso la espiaba sin tregua. Desde hacía algún tiempo, había sorprendido sus citas con Silvère; sólo esperaba una ocasión decisiva para informar a Rébufat. Aquella noche, habiéndola visto escapar de la casa hacia las ocho, el odio lo enfureció, no pudo callar más. Rébufat, ante el relato que le hizo, montó en una terrible cólera y dijo que expulsaría a aquel pendón a patadas, si tenía la audacia de regresar. Justin se acostó, saboreando de antemano la bonita escena que tendría lugar al día siguiente. Después experimentó un agudo deseo de tomarse inmediatamente un anticipo de su venganza. Se vistió y salió. A lo mejor encontraba a Miette. Se prometía ser muy insolente. Fue así como asistió a la entrada de los insurgentes y los siguió hasta el ayuntamiento, con el vago presentimiento de que iba a encontrar a los enamorados por aquella parte. Acabó, en efecto, descubriendo a su prima en el banco donde esperaba a Silvère. Al verla vestida con su gran pelliza y teniendo a su lado la bandera roja, apoyada en un pilar del mercado, se echó a reír, empezó a burlarse de ella groseramente. La jovencita, cortada al verlo, no encontró una palabra. Sollozaba bajo los insultos. Y mientras estaba toda sacudida por los sollozos, con la cabeza gacha, Justin la llamaba hija de forzado y le gritaba que Rébufat padre le sacudiría bien el polvo si se le ocurría alguna vez volver al Jas-Meiffren. Durante un cuarto de hora la tuvo así, temblorosa y herida. La gente había hecho corro, riéndose bobamente con aquella escena dolorosa. Por fin intervinieron algunos insurrectos y amenazaron al joven con administrarle una ejemplar corrección si no dejaba tranquila a Miette. Pero Justin, aunque retrocediendo, declaró que no les tenía miedo. Fue en ese momento cuando reapareció Silvère. El joven Rébufat, al verlo, dio un salto brusco, como para emprender la huida; lo temía, sabiendo que era mucho más vigoroso que él. Sin embargo, no pudo resistirse a la acuciante necesidad de insultar por última vez a la joven delante de su enamorado.

—¡Ah!, ya sabía yo que el carretero no podía andar lejos —gritó—. ¿Es para seguir a este chiflado, verdad, por lo que nos has dejado? ¡Desdichada! ¡No tiene aún dieciséis años! ¿Para cuándo el bautizo? —Y dio unos pasos más hacia atrás, al ver a Silvère apretar los puños—. Y, sobre todo —continuó con una carcajada innoble—, no vengas a parir a nuestra casa. No tendrías necesidad de comadrona. Mi padre te asistiría a patadas, ¿oyes?

Escapó, chillando, con el rostro magullado. Silvère, de un salto, se había arrojado sobre él y le había asestado en plena cara un terrible puñetazo. No lo persiguió. Cuando regresó junto a Miette, la encontró en pie, enjugándose febrilmente las lágrimas con la palma de la mano. Como él la mirase dulcemente, para consolarla, ella tuvo un gesto de brusca energía.

—No —dijo—, ya no lloro, mira… Prefiero esto. Ahora ya no siento remordimientos por haberme marchado. Soy libre.

Recogió la bandera, y fue ella quien condujo a Silvère entre los insurgentes. Eran entonces cerca de las dos de la madrugada. El frío resultaba tan intenso que los republicanos se habían levantado, terminaban su pan de pie y trataban de calentarse marcando el paso gimnástico allí mismo. Los jefes dieron por fin la orden de partida. La columna volvió a formarse. Los prisioneros fueron colocados en el medio; amén del señor Garçonnet y del comandante Sicardot, los insurgentes habían detenido al señor Peirotte, el recaudador, y a varios funcionarios, y se los llevaban.

En ese momento se vio circular a Aristide entre los grupos. El hombre, ante este formidable levantamiento, había pensado que era imprudente no seguir siendo amigo de los republicanos; pero como, por otra parte, no quería comprometerse en exceso con ellos, había venido a decirles adiós, con el brazo en cabestrillo, quejándose amargamente de esa maldita herida que le impedía sostener un arma. Se encontró entre la multitud con su hermano Pascal, provisto de su maletín y de una pequeña caja de primeros auxilios. El médico le anunció, con su voz tranquila, que iba a seguir a los insurgentes. Aristide lo motejó en voz muy baja de inocente. Acabó por zafarse, temiendo que le confiaran la custodia de la ciudad, puesto que consideraba singularmente peligroso.

Los insurrectos no podían pensar en conservar Plassans en su poder. La cuidad estaba animada por un espíritu demasiado reaccionario para que intentasen siquiera establecer una comisión democrática, como habían hecho ya en otras partes. Se habrían limitado a alejarse, si Macquart, empujado y envalentonado por sus odios, no se hubiera ofrecido a tener a Plassans a raya, a condición de que dejaran a sus órdenes una veintena de hombres decididos. Le dieron los veinte hombres, a la cabeza de los cuales acudió a ocupar triunfalmente la alcaldía. Durante ese tiempo, la columna bajaba por el paseo Sauvaire y salía por la puerta Grande, dejando tras sí, silenciosas y desiertas, aquellas calles que había cruzado como una tempestad. A lo lejos se extendían las carreteras todas blancas de luna. Miette había rechazado el brazo de Silvère; marchaba valientemente, firme y erguida, sujetando la bandera roja con las dos manos, sin quejarse de la helada que amorataba sus dedos.

Capítulo 5

A lo lejos se extendían las carreteras todas blancas de luna. La banda insurrecta, en la campiña fría y clara, prosiguió su marcha heroica. Era como una ancha corriente de entusiasmo. El soplo de epopeya que arrastraba a Miette y Silvère, esos niños grandes ávidos de amor y libertad, atravesaba también con una generosidad santa las vergonzosas comedias de los Macquart y de los Rougon. La alta voz del pueblo bramaba, a intervalos, entre las habladurías del salón amarillo y las diatribas del tío Antoine. Y la farsa vulgar, la farsa innoble, giraba hacia el gran drama de la historia.

Al salir de Plassans, los insurgentes habían tomado el camino de Orchéres. Debían llegar a esa ciudad hacia las diez de la mañana. La carretera remonta el curso del Viorne, siguiendo a media ladera los recodos de las colinas al pie de las cuales corre el torrente. A la izquierda, la llanura se ensancha, inmensa alfombra verde, salpicada de trecho en trecho por las manchas grises de los pueblos. A la derecha, la cadena de Les Garrigues alza sus picos desolados, sus campos de piedras, sus bloques de color herrumbre, como enrojecidos por el sol. El camino real, formando calzada por el lado del río, pasa en medio de rocas enormes, entre las cuales se muestran, a cada paso, trozos de valle. Nada más salvaje, mas extrañamente grandioso que esta carretera cortada en el mismo flanco de las colinas. De noche, sobre todo, esos lugares tienen un horror sagrado. Bajo la luz pálida, los insurgentes avanzaban como por la avenida de una ciudad destruida, teniendo a los dos lados vestigios de templos; la luna hacía de cada peña un fuste de columna truncada, un capitel derribado, una muralla horadada por misteriosos pórticos. En lo alto, la masa de Les Garrigues dormía, apenas blanqueada por un tono lechoso, semejante a una inmensa ciudad ciclópea cuyas torres, obeliscos, casas de altas terrazas, hubieran ocultado la mitad del cielo; y, al fondo, del lado de la llanura, se ahondaba, se ensanchaba un océano de claridades difusas, una extensión vaga, sin límites, donde flotaban lienzos de luminosa niebla. La banda insurrecta habría podido creer que seguía una calzada gigantesca, un camino de ronda construido al borde de un mar fosforescente y que giraba en torno a una Babel desconocida.

Esa noche, el Viorne, bajo las rocas de la carretera, retumbaba con voz ronca. En el continuo fragor del torrente los insurgentes distinguían agrios lamentos de rebato. Los pueblos dispersos por el llano, al otro lado del río, se sublevaban, tocando a alarma, encendiendo hogueras. Hasta la mañana, la columna en marcha, que un fúnebre tañido parecía seguir en la noche con tintineo obstinado, vio así la insurrección correr a lo largo del valle como un reguero de pólvora. Las hogueras manchaban la sombra con puntos sangrantes; llegaban cantos remotos, en débiles ráfagas; toda la vaga extensión, ahogada bajo los vahos blanquecinos de la luna, se agitaba confusamente, con bruscos estremecimientos de cólera. Durante muchas leguas el espectáculo siguió siendo el mismo.

Aquellos hombres, que marchaban con la ceguera de la fiebre que los acontecimientos de París habían infundido en el corazón de los republicanos, se exaltaban con el espectáculo de aquella larga franja de tierra sacudida por entero por la revuelta. Embriagados con el entusiasmo del levantamiento general con el que soñaban, creían que Francia los seguía, se imaginaban ver, al otro lado del Viorne, en el inmenso mar de claridad difusa, interminables filas de hombres que corrían, como ellos, a defender a la República. Y su espíritu rudo, con esa ingenuidad y esa ilusión de las multitudes, concebía una victoria fácil y segura. Habrían cogido y fusilado como traidor a quienquiera que les hubiese dicho, en ese momento, que eran los únicos en tener la valentía del deber, mientras que el resto del país, aplastado de terror, se dejaba cobardemente agarrotar.

Sacaban también una continua incitación al valor de la acogida que les tributaban los escasos villorrios edificados en la pendiente de Les Garrigues, al borde del camino. En cuanto se acercaba el pequeño ejército, los habitantes se levantaban en masa; las mujeres acudían a desearles una pronta victoria; los hombres, semivestidos, se unían a ellos, tras haber cogido el primer arma que tenían a mano. Era, en cada pueblo, una nueva ovación, gritos de bienvenida, adioses largamente repetidos.

Hacia el amanecer, la luna desapareció tras Les Garrigues; los insurgentes prosiguieron su rápida marcha en la densa oscuridad de una noche de invierno; ya no distinguían ni el valle ni las laderas; oían solamente las secas quejas de las campanas, tañendo en el fondo de las tinieblas, como tambores invisibles, ocultas no sabían dónde, y cuyas desesperadas llamadas los azotaban sin tregua.

Mientras tanto, Miette y Silvère marchaban con el arrebato de la banda. Hacia el amanecer la joven estaba rota de cansancio. Sólo avanzaba ya a pasitos apresurados, sin poder seguir las grandes zancadas de los mocetones que la rodeaban. Pero ponía todo su valor en no quejarse; le habría costado demasiado confesar que no tenía la fuerza de un muchacho. Ya en las primeras leguas Silvère le había dado el brazo; después, viendo que la bandera se deslizaba poco a poco de sus manos rígidas, había querido cogerla, para aliviarla; y ella se había enfadado, le había permitido solamente sostener la bandera con una mano, mientras continuaba llevándola al hombro. Conservó así su actitud heroica con una testarudez de criatura, sonriendo al joven cada vez que éste le lanzaba una mirada de inquieta ternura. Pero cuando la luna se ocultó, se abandonó en la oscuridad. Silvère la notaba cada vez más pesada, colgando de su brazo. Tuvo que llevar la bandera y ceñirla del talle, para impedir que cayera al suelo. Ella seguía sin quejarse.

—¿Estás muy cansada, mi pobre Miette? —le preguntó su compañero.

—Sí, un poco cansada —respondió con voz ahogada.

—¿Quieres que descansemos?

Ella no dijo nada, pero él comprendió que vacilaba. Entonces confió la bandera a uno de los insurgentes y salió de las filas, casi llevando a la niña en sus brazos. Ella se debatió un poco, estaba confusa al verse tan cría. Pero él la calmó, le dijo que conocía un atajo que acortaba el camino a la mitad. Podían descansar una hora larga y llegar a Orchéres al mismo tiempo que la banda.

Eran entonces alrededor de las seis. Una ligera niebla debía de subir del Viorne. La noche parecía espesarse aún más. Los jóvenes treparon a tientas a lo largo de la pendiente de Les Garrigues, hasta una roca, en la cual se sentaron. En torno a ellos se ahondaba un abismo de tinieblas. Estaban como perdidos en la punta de un arrecife, por encima del vacío. Y en ese vacío, cuando se hubo perdido el sordo retumbar del pequeño ejército, no oyeron sino dos campanas, una vibrante, que sonaba sin duda a sus pies, en algún pueblo edificado al borde del camino, otra alejada, apagada, que respondía a los febriles lamentos de la primera con lejanos sollozos. Se hubiera dicho que las campanas se contaban, en la nada, el fin siniestro de un mundo.

Miette y Silvère, caldeados por la rápida carrera, no sintieron al principio el frío. Guardaron silencio, escuchando con indecible tristeza aquellos toques de rebato con los que se estremecía la noche. Ni siquiera se veían. Miette tuvo miedo; buscó la mano de Silvère y la retuvo en la suya. Tras el impulso febril que durante horas acababa de sacarlos de sí mismos, con el pensamiento perdido, esta brusca detención, esta soledad en la que se encontraban uno al lado del otro los dejaban quebrantados y sorprendidos, como despertados con sobresalto de un sueño tumultuoso. Les parecía que una ola los había arrojado al borde del camino y que el mar se había retirado a continuación. Una reacción invencible los sumía en un estupor inconsciente; olvidaban su entusiasmo; ya no pensaban en aquella tropa de hombres a la que debían unirse; estaban entregados al triste encanto de sentirse solos, en medio de la sombra feroz, cogidos de la mano.

—¿No me guardas rencor? —preguntó por fin la joven—. Marcharía contigo toda la noche; pero ellos corrían demasiado, no podía ya ni respirar.

—¿Por qué iba a guardártelo? —dijo el joven.

—No lo sé. Me temo que ya no me quieras. Habría tenido que dar pasos largos, como tú, seguir andando sin detenerme. Vas a creer que soy una cría. —Silvère esbozó en las sombras una sonrisa que Miette adivinó. Continuó con voz decidida—: No tienes que tratarme siempre como a una hermana; quiero ser tu mujer.

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