Más adelante, con las primeras monedas de un franco que Jean y Gervaise le produjeron, opinó que los hijos algo tenían de bueno. Lisa ya no estaba allí. Él hizo que lo mantuviesen los dos que quedaban sin el menor escrúpulo, como hacía ya que lo mantuviese su madre. Fue, por su parte, una especulación muy calculada. Desde la edad de ocho años, la pequeña Gervaise iba a partir almendras a casa de un negociante vecino; ganaba medio franco al día, que el padre se metía regiamente en el bolsillo, sin que la propia Fine se atreviera a preguntar a dónde iba ese dinero. Después, la jovencita entró de aprendiza en una planchadora, y cuando fue obrera y ganó dos francos diarios, los dos francos se extraviaron de la misma manera entre las manos de Macquart. Jean, que había aprendido el oficio de carpintero, era despojado igualmente los días de paga, cuando Macquart conseguía detenerlo al pasar, antes de que hubiera entregado el dinero a su madre. Si ese dinero se le escapaba, cosa que ocurría algunas veces, se ponía de un mal humor terrible. Durante una semana miraba a sus hijos y a su mujer con aire furioso, buscándoles pelea por nada, aunque todavía con el pudor de no confesar la causa de su irritación. A la paga siguiente, se ponía al acecho y desaparecía días enteros, en cuanto lograba escamotear las ganancias de los chiquillos.
Gervaise, apaleada, criada en la calle con los chicos de la vecindad, se quedó embarazada a la edad de catorce años. El padre del niño no tenía dieciocho años. Era un obrero curtidor, llamado Lantier. Macquart se enfureció. Después, cuando supo que la madre de Lantier, que era una buena persona, accedía a quedarse con el niño, se calmó. Pero conservó a Gervaise, ésta ganaba ya un franco con veinticinco céntimos, y evitó hablar de boda. Cuatro años después tuvo un segundo hijo, que la madre de Lantier volvió a reclamar. Macquart, esta vez, cerró rotundamente los ojos. Y cuando Fine le decía tímidamente que convendría hacer una gestión con el curtidor para arreglar una situación que daba que hablar, declaraba resueltamente que su hija no lo dejaría, y que la entregaría a su seductor más adelante, «cuando fuera digno de ella, y tuviera con qué comprar los muebles».
Esa época fue el mejor momento de Antoine Macquart. Se vistió como un burgués, con levitas y pantalones de paño fino. Cuidadosamente afeitado, casi gordo, ya no era el pillastre macilento y andrajoso que recorría las tabernas. Frecuentó los cafés, leyó los periódicos, paseó por el paseo Sauvaire. Jugaba al caballero mientras tenía dinero en el bolsillo. Los días de miseria se quedaba en casa, exasperado por verse retenido en su cuchitril y no poder ir a tomar su taza de café; esos días acusaba a todo el género humano de su pobreza, se ponía enfermo de cólera y de envidia, hasta el punto de que Fine, apiadada, le daba a menudo la última moneda de cobre de la casa, para que pudiera pasar la velada en el café. Aquel buen hombre era de un egoísmo feroz. Gervaise aportaba hasta sesenta francos al mes a la casa, y vestía delgados trajes de indiana, mientras que él se encargaba chalecos de raso negro en uno de los buenos sastres de Plassans. Jean, un mocetón que ganaba de tres a cuatro francos diarios, era desvalijado acaso con mayor impudencia. El café donde su padre permanecía días enteros se encontraba justamente en frente del taller de su patrón, y, mientras él manejaba el cepillo o la sierra, podía ver, del otro lado de la plaza, al «señor» Macquart azucarando su café o jugando a los cientos con algún pequeño rentista. Era su dinero el que el viejo holgazán jugaba. Él no iba nunca al café, no tenía los veinticinco céntimos necesarios para tomarse un carajillo. Antoine lo trataba como a una jovencita, no le dejaba una perra chica y le pedía cuentas del empleo exacto de su tiempo. Si el infeliz, arrastrado por unos camaradas, perdía un día en una excursión al campo, a orillas del Viorne o en las laderas de Les Garrigues, su padre se enfurecía, le levantaba la mano, le guardaba mucho tiempo rencor por los cuatro francos que echaba en falta al final de la quincena. Mantenía así a su hijo en un estado de dependencia interesada, llegando a veces hasta considerar como suyas las amigas a quien el joven carpintero cortejaba. Iban, a casa de los Macquart, varias compañeras de Gervaise, obreras de dieciséis a dieciocho años, chicas atrevidas y risueñas cuya pubertad despertaba con ardores provocativos, y que, ciertas tardes, llenaban la habitación de juventud y alegría. El pobre Jean, privado de todo placer, retenido en casa por la falta de dinero, miraba a aquellas chicas con ojos brillantes de codicia; pero la vida de niño que le hacían llevar le infundía una invencible timidez; jugaba con las amigas de su hermana, osando apenas rozarlas con la yema de los dedos. Macquart se encogía de hombros, con lástima:
—¡Qué inocente! —murmuraba con aire de irónica superioridad.
Y era él quien besaba a las jovencitas en el cuello, cuando su mujer le daba la espalda. Llevó incluso las cosas más lejos con una pequeña planchadora a quien Jean perseguía más intensamente que a las otras. Se la robó una tarde, casi de entre los brazos. El viejo tunante presumía de galán.
Hay hombres que viven de una querida. Antoine Macquart vivía así de su mujer y sus hijos, con idéntica ignominia e impudicia. Sin la menor vergüenza saqueaba la casa y se iba a juerguear fuera, cuando la casa estaba vacía. Y encima adoptaba una actitud de hombre superior; sólo regresaba del café para criticar amargamente la miseria que lo esperaba en la vivienda; opinaba que la cena era detestable; declaraba que Gervaise era una tonta y que Jean nunca sería un hombre. Sumido en sus disfrutes egoístas, se frotaba las manos después de comerse el mejor bocado; después fumaba su pipa a cortas bocanadas, mientras los dos pobres niños, rotos de fatiga, se dormían en la mesa. Sus días pasaban, vacíos y felices. Le parecía muy natural que lo mantuvieran, como a una furcia, arrellanando su pereza en las banquetas de un cafetín, o paseándola, en las horas de fresco, por el paseo o por la Explanada. Acabó por contar sus incursiones amorosas delante de su hijo, que lo escuchaba con ojos ardientes de famélico. Los hijos no protestaban, acostumbrados a ver a su madre como humilde sirvienta de su marido. Fine, aquella grandullona que lo vapuleaba de lo lindo, cuando estaban los dos borrachos, seguía temblando ante él, cuando estaba en su juicio, y lo dejaba reinar como un déspota en la casa. Él le robaba por la noche los buenos dineros que ganaba en el mercado durante el día, sin que ella se permitiera otra cosa que velados reproches. A veces, cuando se comía por adelantado el dinero de la semana, acusaba a la infeliz, que se mataba a trabajar, de ser una mala cabeza, de no saber salir de apuros. Fine, con una dulzura de cordero, respondía con su vocecita clara, que surtía un singular efecto al salir de aquel corpachón, que ya no tenía veinte años, y que el dinero resultaba muy duro de ganar. Para consolarse, compraba un litro de anisete, y por la noche tomaba copitas con su hija, mientras Antoine regresaba al café. Ese era su desenfreno. Jean se iba a acostar; las dos mujeres se quedaban a la mesa, aguzando el oído, para escamotear la botella y las copas al menor ruido. Cuando Macquart se retrasaba, ellas se emborrachaban así, a pequeñas dosis, sin tener conciencia de ello. Embrutecidas, mirándose con una sonrisa vaga, la madre y la hija acababan balbuciendo. Manchas rosa brotaban en las mejillas de Gervaise; su carita de muñeca, tan delicada, se ahogaba en un aire de estúpida beatitud, y no había nada más lastimoso que aquella cría enclenque y descolorida, ardiente de embriaguez, con la risa idiota de los borrachos en sus labios húmedos. Fine, hundida en su silla, se entorpecía. A veces olvidaban estar al acecho, o no se sentían ya con fuerzas para retirar la botella y las copas, cuando oían los pasos de Antoine en la escalera. Esos días, había paliza en casa de los Macquart. Jean tenía que levantarse para separar a su padre y a su madre, y para acostar a su hermana, que, sin él, habría dormido en las baldosas.
Cada partido tiene sus seres grotescos y sus seres infames. Antoine Macquart, corroído de envidia y de odio, soñando venganzas contra la sociedad entera, acogió la República como una era bienaventurada en la que le estaría permitido llenar sus bolsillos en la caja del vecino, e incluso estrangular al vecino, si éste manifestaba el menor descontento. Su vida de café, los artículos de periódico que había leído sin entenderlos, habían hecho de él un terrible charlatán que pronunciaba sobre política las teorías más extrañas del mundo. Hay que haber oído, en provincias, en algún cafetín, perorar a uno de esos envidiosos que han digerido mal sus lecturas, para imaginarse a qué grado de maligna tontería había llegado Macquart. Como hablaba mucho, había sido soldado y pasaba naturalmente por hombre enérgico, se veía muy rodeado, muy escuchado por los ingenuos. Sin ser un jefe de partido, había sabido reunir a su alrededor a un grupito de obreros que tomaban sus furores celosos por indignaciones honradas y convencidas.
A partir de febrero, se dijo que Plassans le pertenecía, y la manera sardónica con que miraba, al pasar por las calles, a los pequeños detallistas que estaban, asustados, en el umbral de sus tiendas, significaba claramente: «Llegó nuestro día, corderitos, ¡y vamos a obligaros a bailar un lindo baile!». Se había vuelto de una insolencia increíble; representaba su papel de conquistador y de déspota, hasta el punto de que dejó de pagar sus consumiciones en el café, y el dueño del establecimiento, un necio que temblaba cuando él revolvía los ojos, no se atrevió nunca a presentarle la cuenta. Fueron incalculables los cafés que se tomó en esa época; invitaba a veces a sus amigos, y durante horas chillaba que el pueblo se moría de hambre y que los ricos debían repartir. Él no le habría dado cinco céntimos a un pobre.
Lo que sobre todo hizo de él un feroz republicano fue la esperanza de vengarse por fin de los Rougon, que se alineaban francamente del lado de la reacción. ¡Ah, qué triunfo si pudiera un día tener a Pierre y Félicité a su merced! Aunque estos últimos hubieran hecho negocios bastante malos, se habían convertido en burgueses, y él, Macquart, seguía siendo un obrero. Eso lo exasperaba. Y lo que era aún más mortificante, tenían un hijo abogado, otro médico, el tercero empleado, mientras que su Jean trabajaba de carpintero y su Gervaise de planchadora. Cuando comparaba a los Macquart con los Rougon, experimentaba aún una gran vergüenza al ver a su mujer vender castañas en el mercado y arreglar por la noche las viejas sillas pringosas del barrio. Sin embargo, Pierre era su hermano, y no tenía más derecho que él a vivir opíparamente de sus rentas. Y además, era con el dinero que le había robado con lo que jugaba al señor ahora. En cuanto empezaba con este tema, todo su ser se ponía rabioso; chismorreaba durante horas, repitiendo sus viejas acusaciones hasta la saciedad, sin cansarse de decir:
—Si mi hermano estuviera donde debía estar, sería yo quien a estas horas tendría rentas.
Y cuando le preguntaban dónde debería estar su hermano, respondía: «¡En presidio!», con una voz terrible.
Su odio aumentó aún más cuando los Rougon agruparon a los conservadores en torno a sí, y adquirieron, en Plassans, cierta influencia. El famoso salón amarillo se convirtió, en sus necias charlatanerías de café, en una cueva de bandidos, una reunión de criminales que juraban cada noche sobre sus puñales degollar al pueblo. Para excitar contra Pierre a los hambrientos, hasta llegó a propagar el rumor de que el ex comerciante de aceite no era tan pobre como decía, y que ocultaba sus tesoros por avaricia y por miedo a los ladrones. Su táctica tendió así a amotinar a los pobres, contándoles historias extravagantes, en las que a menudo acababa creyendo él mismo. Ocultaba bastante mal sus rencores personales y sus deseos de venganza bajo el velo del mas puro patriotismo; pero se crecía tanto, tenía una voz tan tonante, que nadie se habría atrevido a dudar de sus convicciones.
En el fondo, todos los miembros de esta familia tenían la misma furia de apetitos brutales. Félicité, que comprendía que las opiniones exaltadas de Macquart no eran sino ira contenida y celos avinagrados, habría deseado ardientemente comprarlo para hacerle callar. Por desgracia carecía de dinero, y no se atrevía a implicarlo en la peligrosa partida que jugaba su marido. Antoine les causaba mucho daño entre los rentistas de la ciudad nueva. Bastaba con que fuera pariente suyo. Granoux y Roudier les reprochaban, con continuos desprecios, tener semejante hombre en su familia Por ello Félicité se preguntaba con angustia cómo lograrían limpiarse esa mancha.
Le parecía monstruoso e indecente que, más adelante, el señor Rougon tuviera un hermano cuya mujer vendía castañas, y que vivía él mismo en una ociosidad crapulosa. Acabó temblando por el éxito de sus secretos manejos, que Antoine comprometía como por capricho; cuando le referían las diatribas que aquel hombre declamaba en público contra el salón amarillo, se estremecía pensando que era capaz de ensañarse y de matar sus esperanzas mediante el escándalo.
Antoine percibía hasta qué punto debía de consternar a los Rougon su actitud, y era únicamente para acabar con su paciencia por lo que afectaba, de día en día, convicciones más salvajes. En el café, llamaba a Pierre «mi hermano» con una voz que hacía volverse a todos los consumidores; en la calle, si llegaba a encontrarse con algún reaccionario del salón amarillo, murmuraba sordos insultos que el digno burgués, confundido ante tamaña audacia, repetía por la tarde a los Rougon, con lo que parecía que los hacía responsables del mal encuentro que había tenido.
Un día, Granoux llegó furioso.
—Realmente —gritó ya en el umbral de la puerta—, es intolerable; lo insultan a uno a cada paso. —Y dirigiéndose a Pierre—: Caballero, cuando alguien tiene un hermano como el suyo, libra de él a la sociedad. Venía yo tranquilamente por la plaza de la Subprefectura, cuando ese miserable, al pasar a mi lado, murmuró ciertas palabras entre las cuales distinguí perfectamente la frase de viejo tunante.
Felicité palideció y se creyó en el deber de presentar sus excusas a Granoux; pero el hombrecillo no quería oír nada, hablaba de volverse a su casa. El marqués se apresuró a arreglar las cosas.
—Es muy raro —dijo— que ese desgraciado le haya llamado viejo tunante; ¿está seguro de que el insulto se dirigía a usted?
Granoux se quedó perplejo; acabó conviniendo en que Antoine había podido muy bien murmurar: «Vas de nuevo a casa de ese viejo tunante».
El señor de Carnavant se acarició el mentón para ocultar la sonrisa que a su pesar le asomaba a los labios.