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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La fortuna de los Rougon (23 page)

BOOK: La fortuna de los Rougon
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—Vendrás a avisarme —le dijo—, si ves volver al canalla de arriba.

El hombre se sentó con todo su peso. Cuando estuvo en la acera, Macquart, alzando los ojos, vio a Félicité acodada en una ventana del salón amarillo y mirando curiosamente el desfile de los insurgentes, como si se tratase de un regimiento que cruzase la ciudad, con la música al frente. Esta última prueba de total tranquilidad lo irritó hasta tal punto que estuvo tentado de volver a subir para tirar a la anciana a la calle. Siguió a la columna, murmurando con voz sorda:

—Sí, sí, míranos pasar. Ya veremos si mañana te asomas al balcón.

Eran casi las once de la noche cuando los insurrectos entraron en la ciudad, por la puerta de Roma. Fueron los obreros que se habían quedado en Plassans quienes les abrieron esa puerta de dos hojas, pese a los lamentos del guardián, al que le arrancaron las llaves a la fuerza. Aquel hombre, muy celoso de sus funciones, se quedó anonadado ante aquella oleada de muchedumbre; él, que no dejaba entrar más que a una persona a la vez, tras haberle mirado largamente la cara, murmuraba que estaba deshonrado. Al frente de la columna seguían marchando los hombres de Plassans, guiando a los demás; Miette, en primera fila, con Silvère a su izquierda, alzaba la bandera con mayor provocación desde que notaba, tras las persianas cerradas, las miradas despavoridas de los burgueses despertados con sobresalto. Los insurgentes seguían con prudente lentitud las calles de Roma y de la Banne; en cada cruce temían ser recibidos a tiros de fusil, aunque conocían la índole tranquila de los habitantes. Pero la ciudad parecía muerta; apenas se oían en las ventanas exclamaciones ahogadas. Solamente se abrieron cinco o seis persianas; algún viejo rentista aparecía, en camisón, con una vela en la mano, inclinándose para ver mejor; después, en cuanto el hombre distinguía a la chicarrona roja que parecía arrastrar tras sí aquella multitud de demonios negros, cerraba precipitadamente su ventana, aterrado por esa aparición diabólica. El silencio de la ciudad dormida tranquilizó a los insurgentes, que se atrevieron a adentrarse por las callejas del barrio viejo, y que llegaron así a la plaza del Mercado y a la plaza del Ayuntamiento, que una calle corta y ancha unía entre sí. Las dos plazas, plantadas de árboles entecos, se hallaban vivamente iluminadas por la luna. El edificio del ayuntamiento, recién restaurado, formaba, en el borde del cielo claro, una gran mancha de cruda blancura sobre la cual el balcón del primer piso recortaba en delgadas líneas negras sus arabescos de hierro forjado. Se distinguían nítidamente varias personas de pie en ese balcón; el alcalde, el comandante Sicardot, tres o cuatro concejales, y otros funcionarios. Abajo, las puertas estaban cerradas. Los tres mil republicanos que llenaban las dos plazas se detuvieron, levantando la cabeza, dispuestos a derribar las puertas de un empujón.

La llegada de la columna insurrecta a semejantes horas sorprendía a las autoridades de improviso. Antes de dirigirse a la alcaldía, el comandante Sicardot se había tomado el tiempo de ir a vestirse de uniforme. Hubo que correr en seguida a despertar al alcalde. Cuando el guarda de la puerta de Roma, a quien los insurgentes dejaron en libertad, acudió a anunciar que los criminales estaban en la ciudad, el comandante aún no había reunido a duras penas más que unos veinte guardias nacionales. Los gendarmes, cuyo cuartel estaba cercano, sin embargo, no pudieron ser avisados siquiera. Debieron de cerrar las puertas a toda prisa para deliberar. Cinco minutos después, un fragor sordo y continuo anunciaba la proximidad de la columna.

El señor Garçonnet, por odio a la República, sentía grandes deseos de defenderse. Pero era un hombre prudente que comprendió la inutilidad de la lucha, no viendo a su alrededor sino unos cuantos hombres pálidos y apenas despiertos. La deliberación no fue larga. Sólo Sicardot se empeñó: quería batirse, pretendía que veinte hombres bastarían para hacer entrar en razón a aquellos tres mil canallas. El señor Garçonnet se encogió de hombros y declaró que el único partido era capitular de forma honorable. Como la algarabía de la multitud crecía, se dirigió al balcón, adonde lo siguieron todos los presentes. Poco a poco se hizo el silencio. Abajo, en la masa negra y estremecida de los insurgentes, los fusiles y las hoces relucían al claro de luna.

—¿Quiénes sois y qué queréis? —gritó el alcalde con voz fuerte.

Entonces un hombre con gabán, un terrateniente de La Palud, se adelantó:

—Abran la puerta —dijo sin responder a las preguntas del señor Garçonnet—. Eviten una lucha fratricida.

—Os ordeno que os retiréis —prosiguió el alcalde—. Protesto en nombre de la ley.

Estas palabras levantaron en la multitud clamores ensordecedores. Cuando el tumulto se hubo calmado un poco, hasta el balcón ascendieron vehementes interpelaciones. Algunas voces gritaron:

—¡En nombre de la ley hemos venido!

—Su deber, como funcionario, es hacer respetar la ley fundamental del país, la Constitución, que acaba de ser ultrajantemente violada.

—¡Viva la Constitución! ¡Viva la República!

Y como el señor Garçonnet intentaba hacerse oír y seguía invocando su calidad de funcionario, el terrateniente de La Palud, que se había quedado debajo del balcón, le interrumpió con gran energía.

—Usted ya no es —dijo— más que el funcionario de un funcionario depuesto; nosotros venimos a relevarle de sus funciones.

Hasta entonces el comandante Sicardot se había mordido ferozmente los bigotes, mascando sordos insultos. La visión de los palos y de las hoces lo exasperaba; hacía esfuerzos inauditos por no tratar como se merecían a esos soldados de pacotilla que ni siquiera tenían cada cual su fusil. Pero, cuando oyó a un señor con un simple gabán hablar de relevar a un alcalde ceñido con su fajín, no pudo callar más, gritó:

—¡Hato de bribones! ¡Si tuviera sólo cuatro hombres y un cabo bajaría a tiraros de las orejas para enseñaros a ser respetuosos!

No hacía falta tanto para ocasionar los más graves incidentes. Un largo grito corrió entre el gentío, que se abalanzó contra las puertas de la alcaldía. El señor Garçonnet, consternado, se apresuró a abandonar el balcón, suplicando a Sicardot que fuera razonable si no quería que los matasen. En dos minutos las puertas cedieron, el pueblo invadió la alcaldía y desarmó a los guardias nacionales. El alcalde y los demás funcionarios presentes quedaron arrestados. Sicardot, que quiso negarse a entregar su espada, tuvo que ser protegido por el jefe del contingente de Les Tulettes, hombre de gran sangre fría, contra la exasperación de ciertos insurrectos. Cuando el ayuntamiento estuvo en poder de los republicanos, condujeron a sus prisioneros a un pequeño café de la plaza del Mercado, donde quedaron bajo vigilancia.

El ejército insurrecto habría evitado cruzar Plassans, de no haber considerado sus jefes que algo que comer y algunas horas de reposo eran absolutamente necesarios para sus hombres. En lugar de marchar directamente sobre la capital del departamento, la columna, por una inexperiencia y una debilidad inexcusables del improvisado general que la mandaba, efectuaba entonces una conversión a la izquierda, una especie de largo rodeo que iba a llevarla a la perdición. Se dirigía hacía las mesetas de Sainte-Roure, alejadas aún una decena de leguas, y era la perspectiva de esta larga marcha lo que la había decidido a penetrar en la ciudad, pese a lo avanzado de la hora. Podían ser entonces las once y media.

Cuando el señor Garçonnet supo que la banda reclamaba víveres, se ofreció a procurárselos. Este funcionario demostró, en aquella circunstancia, una comprensión muy clara de la situación. Aquellos tres mil hambrientos debían verse satisfechos; era preciso que Plassans, al despertarse, no los encontrara aún sentados en las aceras de sus calles; si se marchaban antes de hacerse de día, se habrían limitado a pasar por el medio de una ciudad dormida como un mal sueño, como una de esas pesadillas que el alba disipa. Aunque seguía prisionero, el señor Garçonnet, seguido por dos guardianes, fue a llamar a las puertas de los panaderos y mandó distribuir entre los insurgentes todas las provisiones que pudo descubrir.

Hacia la una, los tres mil hombres, acuclillados en el suelo, con sus armas entre las piernas, comían. La plaza del Mercado y la del Ayuntamiento se habían transformado en vastos refectorios. A pesar del intenso frío, corrían ráfagas de alegría entre aquella multitud hormigueante, cuyos mayores grupos se dibujaban a la intensa claridad de la luna. Los pobres hambrientos devoraban alegremente su parte, soplándose los dedos; y, del fondo de las calles vecinas, donde se distinguían vagas formas negras sentadas en el umbral blanco de las casas, llegaban también bruscas risas que fluían desde la sombra y se perdían en el barullo general. En las ventanas algunas curiosas envalentonadas, mujercitas tocadas con pañuelos, miraban comer a los terribles insurgentes, a los bebedores de sangre que iban por turno a beber de la bomba del mercado, en el hueco de la mano.

Mientras el ayuntamiento era invadido, la gendarmería, situada a dos pasos, en la calle Canquoin, que da al mercado, caía igualmente en poder del pueblo. Los gendarmes fueron sorprendidos en la cama y desarmados en unos minutos. Los empujones de la muchedumbre habían arrastrado a Miette y Silvère hacia ese lado. La chica, que seguía apretando el asta de la bandera contra el pecho, se vio pegada al muro del cuartel, mientras que el joven, arrastrado por la oleada humana, penetraba en el interior y ayudaba a sus compañeros a arrancarles a los gendarmes las carabinas que habían agarrado a toda prisa. Silvère, feroz, embriagado por el impulso del grupo, atacó a un tío larguirucho, un gendarme llamado Rengade, con el cual luchó unos instantes. Consiguió arrebatarle su carabina con un movimiento brusco. El cañón del arma golpeó violentamente a Rengade en la cara y le reventó el ojo derecho. La sangre corrió, unas salpicaduras cayeron sobre las manos de Silvère, en quien se disipó la embriaguez de repente. Miró sus manos, soltó la carabina; después salió corriendo, perdida la cabeza, sacudiendo los dedos.

—¡Estás herido! —gritó Miette.

—No, no —respondió con voz ahogada—, es que acabo de matar a un gendarme.

—¿Ha muerto?

—No lo sé, tenía la cara llena de sangre. Ven, rápido.

Arrastró a la jovencita. Llegado al mercado, la hizo sentarse en un banco de piedra. Le dijo que lo esperase allí. Seguía mirándose las manos, balbuceaba. Miette acabó por entender, por sus palabras entrecortadas, que quería ir a abrazar a su abuela antes de partir.

—¡Bueno, pues vete! —dijo—. No te preocupes por mí. Lávate las manos.

Él se alejó rápidamente, con los dedos separados, sin pensar en bañarlos en las fuentes junto a las que pasaba. Desde que había sentido en su piel la tibieza de la sangre de Rengade, sólo lo empujaba una idea, correr junto a tía Dide y lavarse las manos en el pilón del pozo, al fondo del pequeño patio. Solamente allí creía poder borrar esa sangre. Toda su infancia pacífica y tierna se despertaba, experimentaba una necesidad irresistible de refugiarse entre las faldas de su abuela, aunque sólo fuera un minuto. Llegó jadeante. Tía Dide no estaba acostada, lo cual habría sorprendido a Silvère en cualquier otro momento. Pero ni siquiera vio, al entrar, a su tío Rougon, sentado en una esquina, sobre el viejo arcón. No esperó a las preguntas de la pobre vieja:

—Abuela —dijo rápidamente—, tiene que perdonarme… Voy a marcharme con los otros… Ya ve usted, tengo sangre… Creo que he matado a un gendarme.

—¡Has matado a un gendarme! —repitió tía Dide con voz extraña. Luces agudas se encendían en sus ojos clavados en las manchas rojas. Bruscamente, se volvió hacia la campana de la chimenea—: Has cogido el fusil —dijo—; ¿dónde está el fusil? —Silvère, que había dejado la carabina con Miette, le juró que el arma estaba segura. Por primera vez, Adélaïde aludió al contrabandista Macquart delante de su nieto—. ¿Volverás a traer el fusil? ¡Me lo prometes! —dijo con singular energía—. Es lo único que me queda de él… Tú has matado a un gendarme; a él, fueron los gendarmes los que lo mataron.

Continuaba mirando fijamente a Silvère, con un aire de cruel satisfacción, sin parecer pensar en retenerlo. No le pidió ninguna explicación, no lloraba como esas buenas abuelas que ven a sus nietos en la agonía por el menor rasguño. Todo su ser tendía a un mismo pensamiento, que acabó formulando con ardiente curiosidad.

—¿Mataste al gendarme con el fusil? —preguntó.

Sin duda Silvère entendió mal o no comprendió.

—Sí —respondió—. Voy a lavarme las manos.

Sólo al regresar del pozo se fijó en su tío. Pierre había oído palideciendo las palabras del joven. Realmente, Félicité tenía razón, a su familia le gustaba comprometerlo. ¡Y ahora uno de sus sobrinos mataba gendarmes! Jamás tendría el puesto de recaudador, si no impedía que este loco furioso se reuniese con los insurrectos. Se puso delante de la puerta, decidido a no dejarlo salir.

—Escuche —le dijo a Silvère, muy sorprendido de encontrarlo allí—, yo soy el jefe de la familia, le prohíbo que salga de esta casa. Va en ello su honor y el nuestro. Mañana trataré de hacerle llegar a la frontera.

Silvère se encogió de hombros.

—Déjeme pasar —respondió tranquilamente—. No soy un soplón; no daré a conocer su escondite, esté tranquilo. —Y como Rougon continuaba hablando de la dignidad de la familia y de la autoridad que le confería su calidad de primogénito—: ¿Es que yo soy de su familia? —continuó el joven—. Siempre ha renegado de mí… Hoy, el miedo lo ha empujado hasta aquí, porque sabe que ha llegado el día de la justicia. ¡Vamos, paso! Yo no me escondo, no; tengo un deber que cumplir.

Rougon no se movía. Entonces tía Dide, que escuchaba las palabras vehementes de Silvère con una especie de arrobo, colocó su mano seca en el brazo de su hijo.

—Quítate, Pierre —dijo—, el niño tiene que salir.

El joven empujó ligeramente a su tío y se abalanzó afuera.

Rougon, cerrando la puerta con cuidado, dijo a su madre con una voz llena de ira y de amenazas:

—Si le ocurre alguna desgracia, será por su culpa… Es usted una vieja loca, no sabe lo que acaba de hacer.

Pero Adélaïde no pareció oírle. Fue a echar un sarmiento al fuego que se apagaba, murmurando con vaga sonrisa:

—Ya sé cómo es esto… El estaba meses enteros fuera; pero después volvía a mí, y mejor.

Hablaba, sin duda, de Macquart.

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