La forja de un rebelde (62 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—¿Cómo estás, hijo, cómo estás?

—Bien, madre. Muy bien.

—Muy delgado..., en los puros huesos.

—Sí, ya lo sé, pero no se preocupe, estoy vivo. Otros se han quedado allí.

—Sí, ya lo sé. Otros se han quedado allí.

—Y usted, ¿cómo está, madre?

—Bien.

—¿Y todas las demás cosas?

—Nos arreglamos. No te preocupes. En un par de semanas te habremos cebado un poquito.

Nos cogimos del brazo y abandonamos la estación. Rafael llevando mis maletas.

—¿Has traído tabaco? —me preguntó.

—Sí.

—Y a mí, ¿qué me has traído? —preguntó mi hermana.

—Un poco de seda. Pero a madre no le he traído nada.

—Has venido tú.

—Ah, pero te he traído algo, abuelilla, vieja; te he traído algo. —Había recuperado el «tú».

Se rió con aquella risa suya, callada y suave.

La plaza de Atocha estaba llena de los ruidos de las primeras horas del día: las gentes asaltaban los tranvías para ir al trabajo. Los taxis que salían de la estación y los camiones que iban al mercado se disputaban a bocinazos el derecho de paso, mientras que los carros cargados de hortalizas trataban de filtrarse entre ellos, a fuerza de blasfemias gritadas a cuello herido por sus conductores. La algarabía de bocinas, campanas y gritos barría la plaza. Por dos años no había oído los ruidos de una ciudad; me sentía débil, más débil que nunca desde que había salido del hospital.

—Vamos a tomar un café o algo; he dormido muy mal en el tren.

Tomamos café y yo me bebí una copa de coñac para reanimarme, pero por último tomamos un taxi. Tan pronto como llegamos a casa, me metí en la cama sin entretenerme más que en sacar de la maleta el tabaco para Rafael, la seda para la Concha y el pañuelo para mi madre. Me habían preparado la cama, mi vieja cama de barras doradas, con sábanas finas, y el cuarto olía a pintura fresca.

Por la tarde me presenté en el gobierno militar y después volví a casa y me vestí de paisano. Mi uniforme se quedó colgado de la percha de mi alcoba y Rafael y yo nos fuimos a dar un paseo. Cuando ya estábamos en la puerta de la casa, mi madre dijo:

—Mira, vete a ver a Fulano y a Mengano, que han estado preguntando por ti todo el tiempo.

—Mira, madre, no quiero ver a nadie. La última visita se me ha indigestado.

—Haz lo que quieras, hijo.

Pero Madrid era aún demasiado para mí. Mis oídos no podían soportar el tumulto de la Puerta del Sol. Nos refugiamos en las callejas silenciosas que rodean la calle de Segovia, dando una vuelta antes de volver a casa. No hablamos mucho; no sabíamos por dónde empezar. Comentábamos los incidentes que urgían en la calle y volvíamos a caer en silencio. En casa, mi madre tenía la mesa puesta para la cena. Había preparado filetes patatas fritas y lo puso alegre y satisfecha sobre la mesa.

Ninguno de nosotros había hablado aún una palabra sobre Marruecos. Yo hubiera querido evitar el disgusto a mi madre; hubiera querido poder comer aquella carne con apetito y con cara risueña. Pero desde aquellos muertos de Melilla, no podía tocar la carne. Su visión y su olor me hacían ver y oler de nuevo los cadáveres, pudriéndose al sol o ardiendo en las piras empapadas de petróleo, y vomitaba. Me producía una reacción y asolación mental contra las cuales era impotente.

Traté de dominarme y comencé a cortar la carne que tenía en el plato. Surgió el jugo rosáceo. Vomité.

Se alarmaron todos y tuve que explicar:

—No es nada; no estoy enfermo. Es sólo una náusea.

Y para escapar a mí mismo, comencé a hablar. Les conté lo que había visto con todos sus detalles; les hablé de los muertos de Melilla, de los moribundos del hospital de Tetuán, del hambre y los piojos, de las judías agusanadas cocidas con pimentón, de la vida miserable de los soldados españoles y de la desvergüenza y de la corrupción de sus jefes. Y me eché a llorar como un niño pequeño, más infeliz y miserable que nunca, por el daño que estaba haciendo, por el dolor que había visto.

—¡Cómo me has engañado! —dijo mi madre.

—Yo?

—Sí. Tú con tus cartas. Yo sé que las cosas no van bien. Nunca van bien para los soldados. Pero últimamente estaba contenta. Eras un sargento. Y creía muchas cosas, muchísimas, de las que me contabas en tus cartas.

—Pero madre, todas eran verdad.

—Oh, sí. Seguro que eran verdad. Pero siempre me escribías sobre las cosas, nunca sobre ti mismo. Ahora ya sé por qué ¡Maldita sea la guerra y quien la inventó!

—Pero madre, no podemos hacer nada.

—No sé... ¡No sé!

A la mañana siguiente me sentía incapaz de salir de la cama. Mi madre llamó al médico, un viejecillo alegre que me examinó de pies a cabeza. No tenía nada, simplemente estaba muy débil y resentía el cambio súbito de clima y de altitud. Debía acostumbrarme a la ciudad poco a poco, ir a uno de los parques y sentarme allí, al aire libre, y respirar. Tan pronto como me fuera sintiendo fuerte, debía comenzar a pasearme.

Me quedaba solo grandes ratos. Mi hermano se marchaba al trabajo. Mi hermana se iba a la frutería que la familia había puesto en la calle Ancha. Mi madre zascandileaba por el cuarto. Me levanté y busqué algo que leer.

En un rincón encontré un montón de periódicos atrasados, un centenar de ellos, una mezcla de fechas y títulos. Había periódicos de la tarde y de la mañana, semanarios y revistas literarias. El tema principal de casi todos ellos era Marruecos. Los leí todos.

Lo que un soldado ve de una guerra puede compararse con lo que un actor ve de un film en el que toma parte. El director le dice que se coloque en un lugar determinado, que haga determinados gestos, que diga determinadas palabras. Le pone en un campo y le hace repetir una secuencia de frases y de gestos; diez veces le hace abrir la puerta de la sala que no tiene más que tres paredes, y besar la mano de la señora de la casa. Cuando el actor ve la película terminada, difícilmente se reconoce a sí mismo y tiene que forzarse para reconstruir mentalmente las escenas que repitió un sinnúmero de veces. El actor así llega a tener dos distintas impresiones: una es parte de su propia vida y consiste en una serie de posturas, de maquillajes, efectos de luz, de ensayos y repeticiones, de órdenes del director de escena. La otra serie de impresiones se produce cuando ve la película terminada, en la cual ya ha dejado de ser él mismo y es una personalidad distinta, es parte de un argumento, es una persona con una vida artificial que depende de la forma en la cual las escenas que él interpretó se encadenan con las escenas que ejecutaron otros.

Me encontré a mí mismo atravesando una experiencia similar mientras leía el montón de papeles atrasados.

«La vanguardia avanza entre un diluvio de balas. Los soldados cantan canciones patrióticas al atacar. ¡A ellos, hijos míos! —grita el coronel a su cabeza—. Los feroces rifeños se emboscan tras cada piedra y cada mata. El valiente comandante X conduce sus Regulares en un ataque a la bayoneta. Un escuadrón de caballería persigue a los moros huidos con los sables desenvainados. Al mismo tiempo, la columna de Larache se despliega por el flanco izquierdo en un frente de más de dos kilómetros y da comienzo a un movimiento envolvente.» Y así indefinidamente.

Yo he visto a los corresponsales de guerra españoles, agregados al cuartel general de la columna, vestidos mitad de uniforme y mitad en traje de sport, con los prismáticos colgados en banderola, observando el frente a cinco kilómetros de distancia, tomando notas y preguntando detalles y explicaciones a los capitanes del Estado Mayor. Ocasionalmente, uno de ellos arriesgaba su vida uniéndose a las fuerzas de avance en una operación. En ningún caso veían la guerra como un conjunto, pero estaban obligados a contarla como si lo vieran; para ello creaban para beneficio de sus lectores una guerra tan artificial como el argumento de un film, y describían la guerra como si por arte de magia hubieran flotado en las nubes sobre el campo de batalla y hubieran visto cada detalle, aun el más mínimo, con una simple ojeada.

La guerra —mi guerra— y el desastre de Melilla —mi desastre— no tenían semejanza alguna con la guerra y con el desastre que estos periódicos españoles desarrollaban ante los ojos del lector.

Una fotografía mostraba «El general X arengando a las heroicas fuerzas de la columna de socorro de Ceuta antes de embarcar para Melilla».

Allí estaba yo, en alguna parte entre los «héroes». La información que ilustraba la fotografía contaba que la arenga del general había sido escuchada con emoción y recibida con aclamaciones entusiásticas. ¡Como si hubiéramos estado de humor de escuchar ni de aclamar a cualquiera después de atravesar medio Marruecos! Nos habían alineado en revista para ser inspeccionados por uno de los generales y sus ayudantes. Unos cuantos sol dados en las filas de atrás simplemente se habían dormido instantáneamente. Unos pocos se habían desmayado, mientras estábamos firmes después de aquel día de marcha incesante. Las únicas aclamaciones que yo recuerdo fueron maldiciones y blasfemias. Mientras el viejo barbudo general se paseaba arriba y abajo de las filas, nosotros le llamábamos entre dientes «cabrón», «hijo de puta»; teníamos los pies llagados, las gargantas de esparto, y nos obligaba a estar firmes con cada hueso de nuestros cuerpos un dolor.

«Un mortero del 15 bombardeando al enemigo.»

La fotografía representaba un enorme cañón con la boca humeante. Tal vez era uno de aquellos famosos que nos enviaron de las islas Canarias, que sembraban de
shrapnels
nuestras propias líneas y nos hacían correr en todas direcciones como conejos.

Las descripciones del desastre de Melilla estaban llenas de la visión horrible de las posiciones reconquistadas, que permitían reconstruir las últimas horas de la guarnición aniquilada. A veces, en la narración de la tragedia figuraba el «único sobreviviente». Todas las informaciones coincidían en el valor temerario de los oficiales que habían sostenido la moral de las tropas.

Yo he encontrado supervivientes cuyos oficiales se habían arrancado las insignias o simplemente habían cambiado su uni forme con el de un soldado, porque esto les daba una probabilidad de que los moros no les mataran, y habían huido de sus puestos, perseguidos por las balas de sus propios hombres. Y he conocido al menos un oficial superviviente que ganó sus laureles de bravura pasando la noche del desastre en un burdel de Melilla. En su posición no quedó ninguno que pudiera testificar contra él, y sus superiores se vieron en la alternativa de condecorarle por su valentía o formarle consejo de guerra por abandono de sus fuerzas en la línea de fuego. Le condecoraron, naturalmente. Podía ser uno de éstos citados en los periódicos.

Vertí toda mi amargura sobre Rafael.

—Sabéis tanto de Marruecos aquí como de lo que pasa en la luna —le dije.

—No lo creas —me contestó—. Te has estado tragando los periódicos, pero las cosas son mucho más serias. Yo creo que al Rey le va a costar la corona. Las gentes piden una investigación de lo que ha ocurrido, y desde luego la oposición en pleno ha hecho uso de la oportunidad para airear en las Cortes el problema de Marruecos. Se dice públicamente que el Rey, personalmente, dio la orden de avanzar al general Silvestre a toda costa, aun en contra de las instrucciones de Berenguer. Y dicen que se va a abrir un proceso.

—¿Un proceso? ¿Tú quieres decir un proceso militar contra el Rey y el ejército? ¿Y quién va a hacerlo? Estáis locos de remate. La primera comisión parlamentaria que vaya a África y trate de averiguar lo que aquellos señores han hecho y lo que están haciendo, sale de allí a patadas o a tiros.

—Te digo que las cosas se están poniendo muy serias. Hay un factor muy importante en la opinión pública, y son las fuerzas expedicionarias. La gente que pagó sus cuotas y sus sustitutos para que otros fueran a Marruecos en lugar suyo, están yendo ahora. Todos los papás que soltaron los cuartos para que los hijos no fueran a África, se encuentran con que ahora se los están llevando y que encima han tenido que pagar el equipo. Naturalmente, se sienten estafados. ¡Ah, sí! Si fuera únicamente la gente pobre la que saliera perdiendo, tendrías seguramente razón. Pero ahora a los otros les duele en el peor sitio. Las cosas marchan.

Poco a poco fui siendo absorbido por la atmósfera que reinaba en Madrid. Mi ignorancia de las cosas pasadas dificultaba mi comprensión. Pocos periódicos españoles, y raramente, llegaban al frente de África. En Ceuta, unos pocos de los diarios madrileños y el periódico local El Defensor de Ceuta eran los únicos en venta. Y en todas partes en Marruecos, tanto en Ceuta como en el último blocao, sólo se admitía la prensa más reaccionaria. Un soldado que leyera El Liberal quedaba marcado instantáneamente como un «revolucionario». En el cuartel, periódicos como El Socialista estaban estrictamente prohibidos; el encontrarse en posesión de un ejemplar era arriesgar el arresto inmediato y la persecución implacable. En teoría, todos eran libres de comprar el periódico que quisieran. En la práctica, los propietarios de los pocos quioscos conocían todas las reglas del juego: cuando alguien les pedía un periódico de izquierdas, contestaban inocentemente que ya se habían vendido todos o que aquel día no había llegado paquete en el barco, y ofrecían el ABC o El Debate. La población civil ayudaba a mantener este boicot. La mayoría dependía del ejército más o menos indirectamente; como no existía industria, tampoco existían obreros especializados fuera de los que pertenecían al ejército; y los pocos pescadores y marinos que allí existían, eran por regla general gentes sencillas y rudas, iletrados y sumisos.

Al principio de estar en África, intenté mantener la lectura de mis periódicos favoritos de Madrid. Se me indicó amablemente que, si quería quedarme en la oficina (entonces era aún un cabo) y no ir al frente, debería leer el ABC o El Debate. Durante un cierto tiempo no leí más que El Defensor de Ceuta; incluso mandé algunos poemas bajo un seudónimo. Los publicaron, me pagaron cinco pesetas por cada uno, y me sirvieron como una especie de venganza semiconsciente. Más tarde deje totalmente de leer periódicos y me encerré en la lectura de libros, formando poco a poco una pequeña biblioteca. Pero un día, cuando estaba leyendo en la oficina, el comandante mayor me vio enfrascado en la lectura y pidió ver el libro. Era una edición barata de ¡Abajo las armas! de Berta von Suttner.

—¡Caramba, pues sí que te traes tú unos libritos al cuartel!

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