Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
—No, enfermo.
—Pobrecillo. No le han dejado a usted más que los huesos, amigo. Tome un trago —y sacó una botella de debajo del asiento—
—¿No tiene usted un vaso o algo? He tenido unas malas fie bres, ¿sabe?
—Amigo, beba lo que le dé la gana a morro. Nos tenemos que morir de algo.
Bebí un trago de vino. El viejo cogió la botella y frotó la boca del frasco enérgicamente con el dorso de la mano.
—¡Aplastaos! —dijo. Bebió un largo trago, se limpió los labios con el revés de la misma mano y alargó la botella a los otros—: ¡La gloria de Dios! —Chasqueó la lengua y sacó una petaca enorme llena de tabaco y un librillo de papel de fumar que me alargó—: ¿Y tiene usted que volver?
—Aún me queda un año.
—Puash, mal asunto. Bueno, ahora escúcheme, pero primero tengo que decirle que a mí los sargentos me revuelven las tripas. Yo tuve uno, ¡maldita sea su madre!, que nos molía a palos. Porque yo también tuve que servir al Rey en tiempos de la Cristina. Y ahora, cuando veo un sargento, se me agria la bilis. Pero usted tiene una cara simpática; y además, se ve que las ha pasao negras. Parece usted talmente un gato despellejao. ¿Quiere usted otro trago, amigo?
—No, gracias, si bebo más, me voy a emborrachar.
—Como quiera. Y a lo que iba diciendo, pues cuando he visto su cara, me he dicho... Al grano: ¿usted nos quiere hacer un favor?
—¿Yo? No sé qué puedo hacer.
—Es muy fácil. Estos dos son mis chicos y nos ganamos la vida como buenos cristianos, ¿sabe? Compra uno unas poquillas cosas en Gibraltar: un cachillo de tela y una miaja de tabaco, y así, pues, lo vende uno en Cádiz y se gana unos pocos duros para los chavalillos. Todo eso que usted ve —señaló varios bultos en la red del vagón— es tela. Pero la tela no da mucho; en lo que se gana algo es en el tabaco. Ésta, que parece que está avanzada ya, lleva un poco rodeado a la tripa. El tabaco, además, nos cuesta mucho más dinero que los trapos. Por cada pieza de tela, le pagamos un real a cada uno de los carabineros que hacen la requisa de aquí a Cádiz. Y hay cuatro o cinco de esos arrastraos. Pero por el tabaco, les tenemos que dar un real por cajetilla y luego nosotros no sacamos más que dos pesetas con suerte. Así que, si usted quiere..., aunque supongo que usted lleva tabaco.
—No, no llevo ni un paquete. Quería haberlo comprado en Algeciras que es más barato que en Ceuta, pero con las niñas de la Cruz Roja colgadas al brazo, imposible.
—De perlas. Yo le vendo todo el que quiera a lo mismo que me cuesta a mí y nos va usted a hacer un favor.
—Bueno, ¿qué favor es ése?
—Pues, es muy sencillo. Como ahora están matando tantos soldados en Melilla y aquí viene cada día un cargamento de heridos, pues los carabineros no dicen una palabra si vienen con tabaco, o si se traen un poco de seda. Así, si usted dice que esta maletilla es suya, pues hace usted un favor muy grande a unos pobres. Y Dios permita que encuentre a todos los suyos con salud. Vamos a echar un trago.
Poco después un carabinero se asomó a la ventanilla. Iba recorriendo el tren a lo largo de los estribos. Abrió la puerta y se acaró con los gitanos. —¿Dónde vas, José?
—A Cádiz. A llevar unas cosillas. —Metió la mano en la faja y sacó unas cuantas monedas que el carabinero contó cuidadoso.
—¿Nada más que esto?
—Nada más. Esta vez sólo llevamos un poquillo de tela.
—¡Hum! No te creo.
—Pues, míralo.
El carabinero se dirigió a mí:
—¿Qué lleva usted, sargento?
—Estas dos maletas. —Señalé la mía y la de los gitanos. Mi maleta llevaba la marca en tiza de la Aduana. El carabinero señaló la otra:
—Pero ¿por qué no está marcada esta maleta?
Me hice el loco:
—Anda, ¿y por qué tengo yo que marcar la maleta?
—Marcada por la Aduana, como esta otra. ¿Usted no sabe que las maletas se marcan en la Aduana?
—Yo no sé nada. Es la primera vez que vengo a España desde que hace dos años me llevaron allí. En cuanto a las maletas, la Cruz Roja se ha encargado de ellas; pero si quiere usted saber lo que hay dentro, le diré que las dos están llenas de tabaco. Ahora que, fíjese, después de haber pasado por el infierno de Melilla y haber escapado con la piel por milagro, me parece que vamos a tener una gorda si quiere usted quitarme el tabaco.
—No se apure. Fúmese su tabaco y buen provecho le haga. ¡Así es como me gusta a mí que me hable la gente, con la verdad clarita! Pero es que los hay que creen que el hijo de mi madre es tonto. No le quito yo un paquete de tabaco a uno que está pasando las malas en África. Pero le quito hasta los pitillos del bolsillo al que crea que soy un idiota que se mama el dedo.
El gitano sacó su botella:
—Un traguito, amigos. Bueno, si a usted no le importa, porque el sargento aquí presente ha tenido las fiebres y ha chupado antes de la botella.
—Ya se ve en la cara que está hecho una birria. —El carabinero frotó el cuello de la botella con sus dedos y bebió hondo, más hondo aún que el gitano. Se limpió los labios con el forro del gorro de paño y dijo:
—Para matar los gérmenes, ¡esto! —acariciando la botella.
Antes de ir a Madrid, había decidido pasar un par de semanas en Córdoba. Mi madre había insistido en que debía aceptar una invitación hecha por mi hermano mayor. No lo hacía de buena voluntad. Desde que había estado algunos veranos en mis vacaciones con la familia de Córdoba, me desagradaba su compañía.
El tío Juan, el hermano mayor de mi madre, había emigrado de Méntrida a Córdoba cuando era poco más que un niño. En el curso de los años, a fuerza de ahorro y privaciones, había establecido un negocio de pañería que se convirtió en uno de los más importantes de la ciudad. Se casó y el matrimonio había sido prolífico: siete hijas y cuatro hijos. Sin embargo, su casa estaba regida por los padres salesianos y los canónigos de la catedral. Las hijas crecieron en una atmósfera de fanatismo rígido y la casa tenía su oratorio privado con una imagen de Jesús en una túnica roja sobre un traje azul celeste, sobre el cual se destacaba un corazón rodeado de llamitas doradas. La imagen tenía dos dedos levantados en el aire y tenía un halo de florecitas de lis doradas sobre su cabeza. La capilla estaba siempre llena de flores y tenía cuatro lámparas de aceite colgando del techo. El olor denso de las flores marchitándose se mezclaba con el olor agrio del aceite de oliva hirviente y humeante en las lámparas.
Uno de los hijos se suicidó. Otro dejó a su mujer después de tres años de matrimonio. El tercero fue muerto en un accidente de caza; y en cuanto al cuarto, nadie sabía a ciencia cierta dónde estaba; por los últimos veinte años, se suponía que estaba en alguna parte en América. Tres de las siete hijas se casaron y las cuatro restantes se convirtieron en solteronas beatas. En esta casa, donde después de la muerte de mi tía las cuatro solteronas habían cogido las riendas, se desarrolló mi hermano. Era claro que estaba destinado a ser el continuador del negocio y el cabeza de familia cuando muriera mi tío. Cuando mi hermano había ido a Córdoba tenía once años, sus primas más de veinte. Se domesticó bajo la férula áspera de mi tío y la piedad empalagosa de mis primas.
Por aquel entonces, mi hermano, tres años después de la muerte de mi tío, estaba administrando los bienes de las cuatro hermanas. El almacén de paños había sido liquidado y las hijas solteronas estaban tratando de restablecer el negocio con mi hermano como gerente. Había dinero bastante.
Mi hermano José y las cuatro hermanas me esperaban en la estación. Me cubrieron de besos y abrazos. Se compadecieron largamente de mí. Me llevaron en triunfo en medio de todos ellos y me hicieron parar infinidad de veces en el camino, para presentarme a los amigos. Me sentía ridículo al lado de mi hermano —que era bajito y delgado, con una ligera cojera y un bigote indecente, mitad rubio, mitad negro— y aquellas cuatro mujeres, todas ellas de tipo matronil, altas, con anchas caderas, pechos generosos y cabellera abundante como crines de caballos árabes.
Elvira me tomó a un lado en cuanto llegamos a la casa:
—Querrás lavarte —y se quedó a mi lado mientras me quitaba la suciedad del viaje, obligándome así a que la limpieza fuera sumaria.
—Desgraciadamente la casa ya no es nuestra, desde que se murió papá, así que no puedes ir a la capilla y darle gracias a Dios por la protección que te ha dispensado. Pero puedes ir con José a la catedral, que no está más que a un pasito de aquí.
José y yo fuimos a la catedral, después de haber escuchado detalladas instrucciones sobre qué capilla, a qué virgen o qué santo teníamos que visitar, y quiénes eran los «padres» que debíamos saludar.
—Gracias a Dios —dije a mi hermano, tan pronto como nos encontramos en la calle—, mira, vamos a algún sitio donde nos den algo de comer y un buen vaso de manzanilla.
—Vamos primero a la catedral, porque si no, se nos va a hacer tarde. Cierran a la una.
—Oye, pero yo no he pensado en ir a la catedral.
—Pues, vamos a tener que ir, porque Elvira me ha dicho que te presentara al padre Jacinto. Y además, Gonzalo nos estará esperando. ¿Sabes que le han hecho canónigo?
Gonzalo era un nieto, el más viejo, del tío Juan, y por tanto un sobrino mío, aunque yo era más joven que él. Se había hecho cura y gracias a las influencias de la familia, era ahora un canónigo de la catedral de Córdoba con poco más de veinticinco años.
Fuimos a la catedral y encontramos a Gonzalo, un muchachón corpulento enfundado en una sotana ceñida. Me dio una bienvenida cariñosa y me preguntó:
—¿Has venido a rezar?
—Mira, podemos perdonar los rezos, ¿no?
—Está bien, entonces, vámonos.
Me llevó a su casa y nos invitó a unos bollos y a unos vasos de montilla. Su madre, la tía Antonia, me recibió con un aluvión de besos, me pidió que contara en detalle mis aventuras en Marruecos, se echó a llorar como la Magdalena arrepentida antes de que yo pudiera hablar una palabra. A continuación me contó la historia de Mercedes, su hija.
La tía Antonia había sido amiga de rezos de mi difunta tía Ángela, la mujer del tío Juan, y así había conocido a su hijo Gonzalo. Se casaron, y al quedarse viuda a los pocos años, para la tía Antonia se convirtió en obsesión que los dos niños, Gonzalo y Mercedes, serían servidores de la Iglesia. Gonzalo se había convertido en canónigo, pero Merceditas, antes de tomar los votos, se había encontrado con un turista que andaba pintando vistas de la catedral. Como la muchacha sabía que su amistad con el pintor nunca iba a ser tolerada por la madre, un día desapareció con él.
—... y ¿te puedes imaginar? —sollozaba la tía Antonia—, me dejó una carta en la que me decía sin vergüenza alguna, no sólo que se marchaba con un hombre, sino que esperaba tener un hijo suyo y le faltaba el valor de decírmelo en la cara.
La tía Antonia enderezó su armadura huesuda, haciendo crujir las juntas, y con los ojos llorosos, encendidos de ira, prosiguió:
—Me conoce. No ha tenido el coraje de decirlo, ¿eh? ¡Claro que no! Con estos dedos —unos dedos grandes, amarillos, espatulados— ¡le hubiera sacado la cría de las entrañas!
—Bueno, madre, no se excite —dijo Gonzalo, suavemente—. Cualquiera creería que era usted capaz de una cosa semejante. Hay que perdonar para que Dios nos perdone a nosotros.
—Tienes razón, hijo, tienes razón. Pero es porque tú eres un santo. —Se abrazó al hijo llorando. Los diez dedos de sus manos descansando sobre la sotana, con sus uñas fuertes, ribeteadas de negro, sus puntas apretadas contra los hombros poderosos de él, más espatulados que nunca, como esas cucharas de madera que se usan para sacar ungüentos espesos de sus jarras de cristal. Tuve que mirar a otra parte, porque me imaginaba demasiado claramente cómo estos dedos y uñas hubieran arrancado a tiras la vida nueva en el vientre de la muchacha.
Cuando salimos de la casa, Gonzalo dijo:
—No hagas caso a lo que dice mi madre. La pobre está trastornada. Debería ver más gente, charlar y quitarse de encima sus pesadumbres. Arturo, tú deberías venir mañana cuando esté sola y tratar de consolarla un poco.
Aquella noche hubo cena en mi honor, con mis tres primas casadas, sus maridos y Gonzalo en su sotana. Comimos abundantemente a las seis y media, mientras el sol todavía estaba alto. Los tres maridos y mi hermano, entonces un presunto marido de mi prima Elvira, no tenían nada que decir. Las siete mujeres se enredaron en una conversación en la que los argumentos se reforzaban, pidiendo las casadas apoyo a sus maridos y las solteras a José y a Gonzalo, y saltando ciegamente de un argumento a otro en una discusión sobre Marruecos.
—¡Es simplemente horrible lo que los moros han hecho en Melilla! Todavía no se sabe cuántos pobres españoles han sido asesinados a traición. Lo que hace falta es un gobierno fuerte que arrase Marruecos hasta que no quede un moro vivo. Debemos mandar un millón de hombres o dos, si hace falta. ¡Y no dar cuartel! Esas gentes no son cristianos, son salvajes sin civilizar. Y aún se permite que esos socialistas protesten contra el envío de tropas.
—Hacen bien. Casi sería lo mejor... —estallé.
—¿Qué?
—... abandonar Marruecos y no mandar un simple soldado allí. Marruecos es la mayor desgracia de España, un negocio desvergonzado y una estupidez inconmensurable al mismo tiempo. Yo he estado allí dos años, y que me digan a mí qué es lo que civilizamos nosotros. Los soldados, mejor dicho, la clase de soldados que se manda a Marruecos, son la gente más miserable e inculta de España, tan incivilizados como los moros. Ommás. ¿A qué los mandan a Marruecos? A matar y a que los maten. Marruecos es bueno sólo para los oficiales y para los contratistas. —Sabía que me estaba excitando tontamente y sin finalidad, pero no podía remediarlo.
—Pero, hijito —dijo Elvira—, a los oficiales también los matan.
—Claro. La lástima es que no matan más. Tú, ¿piensas que debían matar sólo soldados?
—Sigues tan incorregible como siempre, tú y tus ideas. Tú acabarás mal. ¡Muy mal!
—Es posible que yo acabe mal, muy mal, como dices, pero una cosa es cierta. España va a acabar peor, si Dios no lo remedia.
Gonzalo, untuoso como un canónigo viejo, cortó la discusión antes de que tomara caracteres más agrios:
—Y Dios lo evitará, si se lo pedimos de rodillas.
—Tienes razón, Gonzalito. Mañana voy a ir a escuchar tu misa y yo voy a rezar a Dios por haber salvado la vida de este ateo.