La forja de un rebelde (58 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Pero yo he conocido Xauen cuando aún no estaba prostituida, cuando pasear por sus calles era aún aventura. Un moro os miraba los galones plateados de sargento y os saludaba: «Salaam aleicum». Un judío canturreaba en viejo romance un «Dios os guarde». Un montañés os lanzaba una mirada preñada de odio y echaba la mano a la empuñadura de cuerno de su gumía; os miraba y escupía despectivo en medio de la calle. Los ojos de las mujeres árabes os miraban desde la profundidad de sus velos y nunca podíais adivinar ni la edad ni los pensamientos de su propietaria. Las muchachas judías bajaban los ojos y enrojecían. Los pies os resbalaban sobre los cantos redondos, sobre los que caballos y burros andaban tan seguros.

Cuando nos encontrábamos allí, en medio de tal mezcolanza de razas y de odios, ancestrales y modernos, en tal mezcla de religiones rivales —nuestro altar en el campamento general, el muecín cantando las glorias de Alá y los judíos deslizándose en silencio en su sinagoga, las manos cruzadas y escondidas en las bocamangas de sus caftanes—, era para mí como si la España medieval hubiera resucitado y estuviera ante mis ojos. Si no me causaba asombro alguno el ver a un guerrero árabe jinete en su caballo, con una gualdrapa de seda y espuelas de plata maciza, tampoco me hubiera causado asombro el ver un guerrero forrado de hierro con la noche cruz de los cruzados esmaltada en su escudo.

Estábamos descansando en el campamento general, reorga—nizándonos para las operaciones inmediatas. Como siempre, los comentarios y las conjeturas corrían de boca en boca, de tienda en tienda y de cantina en cantina. Manzanares vino a mí con aire de misterio:

—Pasa algo grande.

—¿Qué pasa?

—¡Yo qué sé! Pero todos los oficiales del Estado Mayor andan corriendo de la tienda del general a la de todos los comandantes y el teléfono está funcionando sin parar con Tetuán y con Ceuta. Uno de los ordenanzas del coronel Serrano ha dicho que los moros han cogido Ceuta y que nos han cortado; y que van a venir a hacernos trizas.

A la caída de la tarde de aquel día —debía ser el 11 o 12 de julio de 1921—, los cornetines tocaron llamada general y todos los jefes de todas las unidades se fueron reuniendo ante la puerta de la tienda del comandante general. Antes del amanecer emprendíamos la marcha hacia Tetuán, con la excepción de una guarnición reducida que se quedó en Xauen.

Los kilómetros se fueron sucediendo uno a otro. La marcha continua y el sol de julio apagaba nuestra sed de noticias y de comentarios. A mediodía, el alto por el cual todos suspirábamos no llegó; seguimos sin descanso en una marcha forzada. Algunos de los hombres no podían más y comenzaban a quedarse rezagados. Cuando el primero de nuestra compañía cayó, el capitán me dio una orden seca:

—Si no puede seguir, que se quede y se las arregle como pueda.

A las diez de la noche entrábamos en Tetuán. Caíamos dormidos sobre las losas de piedra del cuartel, sin tiempo ni aun para quitarnos el correaje. Al amanecer marchábamos a Ceuta; allí, sin descanso, a bordo de un barco. En Ceuta supimos lo que pasaba: los moros habían matado a toda la guarnición de Melilla y estaban a las puertas de la ciudad.

Los libros de historia lo llaman el Desastre de Melilla o la Derrota española de 1921; dan lo que se llama los hechos históricos. No sé nada de ellos, con excepción de lo que leí después en estos libros. Lo que yo conozco es parte de la historia nunca escrita, que creó una tradición en las masas del pueblo, infinitamente más poderosa que la tradición oficial. Los periódicos que yo leí mucho más tarde describían una columna de socorro que había embarcado en el puerto de Ceuta, llena de fervor patriótico, para liberar Melilla.

Todo lo que yo conozco es que unos pocos miles de hombres exhaustos embarcaron en Ceuta con destino desconocido, agotados hasta el límite de su resistencia después de cien kilómetros de marcha a través de Marruecos, bajo un sol asfixiante, mal vestidos, mal equipados y peor comidos. Tan pronto como el barco dejó el puerto, comenzaron a marearse y a ensuciar la cubierta del buque. Comenzaron a blasfemar y a hacer lo que les vino en gana, jugar o emborracharse, peleándose en su borrachera por las incidencias del juego: cantar y chillar, burlarse de los que vomitaban, reírse del coronel tripudo con la cara verdosa y el uniforme salpicado de comida a medio digerir. El barco era un infierno. Y Melilla era una ciudad sitiada.

Muchos años después aprendí lo que significa vivir en una ciudad sitiada, bajo la amenaza constante de la entrada del enemigo que se ha prometido a sí mismo botín, vidas y carne fresca de mujer. Las gentes en las calles pasan de prisa, porque nadie sale de su casa sin un motivo urgente. Los servicios públicos no existen; el teléfono no funciona, las cañerías revientan, no hay carbón, la luz se apaga de pronto, los zapatos se agujerean y las zapaterías están cerradas o vacías; los que no cayeron enfermos en diez años se sienten graves de pronto y hay que buscar al doctor cuando caen las granadas; las calles están oscuras en la noche y el peligro escondido tras cada esquina.

En la Melilla sitiada, un barco panzudo volcó estos miles de hombres mareados, borrachos, agotados de cansancio, que iban a ser sus liberadores. Establecimos un campamento, no sé dónde. Oímos cañonazos, tableteos de ametralladora, disparos de fusil en alguna parte fuera de la ciudad. Invadimos los cafés y las tabernas; nos emborrachamos y asaltamos las casas de putas. Putas y taberneros son imprescindibles en la guerra. Provocábamos a los habitantes asustados: «Ahora vais a ver lo que son cojones. ¡Mañana no queda un moro vivo!». Los moros habían desaparecido de las calles de Melilla; cuando el barco había atracado en el muelle, un legionario había cortado las orejas de uno de ellos y las autoridades habían ordenado a todos los moros no salir de sus casas. A la mañana siguiente marchamos hacia las afueras de la ciudad: íbamos a romper el cerco y comenzar la reconquista de la zona.

Durante los primeros pocos días, nosotros, los ingenieros, construimos posiciones nuevas, volviendo cada noche del campamento a la ciudad. Los periódicos estaban llenos de cabeceras gritando horrores que nosotros aún no habíamos encontrado. Así nos fuimos alejando de la ciudad, adentrándonos en el campo abierto, y vimos el horror.

Una gran casa acribillada de balas. La cal blanca saltada de sus paredes mostrando detrás los ladrillos como salpicaduras de sangre. En el patio un caballo muerto, el vientre rajado como por la cornada de un toro furioso, las entrañas azules vivas de moscas y una de sus patas inexistente, cortada por el anca. En las ventanas del primer piso, uno, dos, tres, cinco muertos, un muerto en cada ventana, alguno con un agujero limpio en la frente, caído como una muñeca de la que se ha escapado el aserrín, otros hundidos en el charco de su propia sangre. Cartuchos vacíos rodando por el suelo, sonando a cada paso como cascabeles, haciéndonos escurrir cómicamente delante de los muertos. En los cuartos del piso bajo, huellas sangrientas, huellas de hombres arrastrados por los hombros con la sangre corriendo a lo largo de sus piernas y trazando con los talones dos paralelas vacilantes como tiza roja sobre las losas de piedra.

Y el cuarto del fondo:

Un niño se ha apoderado del puchero donde mamá hizo el chocolate. Primero se pintó la cara y las manos, después embadurnó sus piernecitas y su traje, la mesa y las sillas. Saltó de la silla al suelo y dejó caer un goterón de chocolate. Paseó sus dedos por las paredes y dejó la estampa de su mano en cada rincón, en cada mueble, en líneas y rayas, en ganchos y jeroglíficos. Saltando de alegría en su júbilo de ver manchurrones en cada cosa limpia, metió el pie en el puchero y salpicó el chocolate sobre las paredes, tratando de llegar muy alto. Era tan delicioso el juego que hundió ambas manos en el pote y salpicó rociadas de gotas grandes y chicas por todas partes, hasta en el techo. En el mismo centro de la habitación, un gran charco está ya seco y pegajoso.

En el cuarto de atrás había cinco hombres muertos. Estaban empapados en su propia sangre, la cara, las manos, los uniformes, el cabello, las botas. La sangre había hecho charcos en el suelo, manchurrones en las paredes, goterones en el techo, plastrones en cada rincón. Sobre cada sitio limpio, blanqueado, había pintadas manos, manos con cinco, con dos, con un dedo, manos sin dedos, dedos sin manos, aplastados y monstruosos. Una mesa y unas sillas eran un montón de astillas. Millones de moscas zumbando incesantes, que se emborrachaban en el festín, sobre la huella de un pulgar en la pared, sobre los labios del cadáver del rincón de la izquierda.

Pero no puedo describir el olor. Penetramos en él como se entra en las aguas de un río. Nos sumergimos en él y allí no había ni fondo ni superficie; no había escape. Saturaba los vestidos y la piel, se filtraba a través de la nariz en la garganta y en los pulmones, nos hacía toser, estornudar, vomitar. El olor disolvía nuestra sustancia humana. La empapaba instantáneamente y la convertía en una masa viscosa. Frotarse las manos era frotar dos manos que no eran más de uno, dos manos que parecían pertenecer a un cadáver en corrupción, pegajosas e impregnadas de olor.

Amontonamos los muertos en el patio sobre el caballo, los rociamos de petróleo y prendimos fuego a la pila. Apestaba a carne asada y vomitábamos. Aquel día comenzamos a vomitar y seguimos vomitando días y días incontables.

La lucha en sí era lo menos importante. Las marchas a través de los arenales de Melilla, heraldos del desierto, no importaban; ni la sed y el polvo, ni el agua sucia, escasa y salobre, ni los tiros, ni nuestros propios muertos calientes y flexibles, que poníamos en una camilla y cubríamos con una manta; ni los heridos que se quejaban monótonos o aullaban de dolor. Nada de esto era importante, porque todo había perdido su fuerza y sus proporciones. Pero ¡los otros muertos! Aquellos muertos que íbamos encontrando, después de días bajo el sol de África que vuelve la carne fresca en vivero de gusanos en dos horas; aquellos cuerpos mutilados, momias cuyos vientres explotaron. Sin ojos o sin lengua, sin testículos, violados con estacas de alambrada, las manos atadas con sus propios intestinos, sin cabeza, sin brazos, sin piernas, serrados en dos. ¡Oh, aquellos muertos!

Seguimos quemando cadáveres en montones rociados de petróleo, seguimos luchando en crestas de cerro, en honduras de barranco, seguimos avanzando más y más, durmiendo en el suelo, devorados de piojos, torturados de sed. Construimos nuevos blocaos, llenando miles de sacos terreros, y levantamos en ellos parapetos. No dormíamos: nos moríamos cada día, para resucitar en la mañana siguiente, y en el intervalo vivíamos a través de pesadillas horrendas. Y olíamos. Nos olíamos unos a otros. Olíamos a muerto, a cadáver putrefacto.

Yo no puedo contar la historia de Melilla de julio de 1921. Estuve allí, pero no sé dónde; en alguna parte, en medio de tiros de fusil, cañonazos, rociadas de ametralladora, sudando, gritando, corriendo, durmiendo sobre piedra o sobre arena, pero sobre todo vomitando sin cesar, oliendo a cadáver, encontrando a cada nuevo paso un nuevo muerto, más horrible que todos los vistos hasta el momento antes.

Un día al amanecer regresamos a la ciudad. Estaba llena de soldados y de gentes que ya no estaban sitiadas. Vivían y reían. Se paraban en la calle para hablarse unos a otros, se sentaban en la sombra a beberse su aperitivo. Los limpiabotas se deslizaban entre la multitud de los cafés. Un aeroplano de plaza trazaba curvas graciosas en el aire. La banda de música tocaba un pasodoble alegre en el paseo. Aquella tarde embarcamos.

Volvimos a Tetuán. Después de pasar dos días alocados por la imagen de las cosas vistas, torturados por un estómago fuera de orden, caí en un desmayo de muerte sobre la mesa del sargento de guardia del cuartel de la Alcazaba.

Capítulo 9

El hospital

Alguien me zarandeaba el brazo. Había estado durmiendo y debía ser muy tarde. Enfrente de mí, una ventana estaba llena de sol.

—Sí, sí. Ya voy.

Pero no podía hablar. La lengua dentro de mi boca era una masa de carne deforme. Me dolían las mandíbulas.

—El doctor —dijo alguien a mi lado.

—¿El doctor? —contesté, pero sin hablar. Mi boca se negaba a hablar.

A los pies de mi cama estaban un doctor y un soldado, dos figuras borrosas con la cruz de San Juan blanca sobre el cuello de sus guerreras.

—¿Cómo te sientes, muchacho?

—¿Yo? ¿Cómo? Bien. —Pero sin hablar.

El soldado dijo algo:

—Parece como si entendiera. Creo que le vamos a sacar adelante, mi capitán.

—Bueno. Seguir con lo mismo.

Los dos desaparecieron del pie de la cama. Lentamente comencé a darme cuenta de lo que me rodeaba. Estaba en una cama; frente a mí había una hilera de camas y otras dos a mi derecha y a mi izquierda. Sentía un olor nauseabundo que se desprendía de mis sábanas, es decir de mí. Un olor diferente del de la sala. ¿La sala? Era una enorme barraca de madera con un techo en ángulo sobre vigas cruzadas, una hilera de ventanas a cada lado y el sol entrando a raudales por las de enfrente a mí. Había un olor pegajoso de fiebre y un zumbido incesante sobre el que sobresalían respiraciones trabajosas y quejidos sordos. Moscas y moribundos.

Sobre la mesilla de noche había una jarra de porcelana y una caja de pildoras. La jarra estaba llena de leche en la que nadaban docenas de moscas. Sentía una sed torturante, con aquella piltrafa de carne que era mi propia lengua entre los dientes. Separé la vista del estanque de moscas y vi una cara lívida, huesos y pellejo, respirando trabajosamente como si a cada momento fuera a detenerse para siempre.

Sabía dónde estaba: en el hospital de Tetuán, en el pabellón de infecciosos. Lo llamaban el Depósito, porque los pacientes salían de él a través de una puerta trasera sobre una camilla con ruedas de goma, cubiertos por una sábana. Y nunca volvían.

En la sala no estaban más que los enfermos; ni sanitarios, ni ordenanzas, ni enfermeras. Nadie. A los pies de la cama colgaba mi ropa. Los galones de plata de las bocamangas brillaban. Pensé que otro «yo» estaba allí, esperando al pie del lecho. Tenía cigarrillos en la guerrera y su recuerdo me provocó un deseo irresistible de fumar. Me arrastré sobre la cama, cogí el uniforme y saqué cigarrillos y cerillas. Se pasó una hora antes de que se me calmara el latir del corazón y que el sudor dejara de inundarme. Sólo entonces encendí el cigarrillo. No tenía sabor y el chupar de él era un esfuerzo doloroso; debía tener los labios terriblemente hinchados.

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