Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Un soldado de sanidad entró y comenzó a marchar de cama en cama. Ponía un termómetro en la boca del enfermo, lo dejaba allí un rato, lo sacaba, lo frotaba con un trapo, lo ponía en la boca del inmediato. Escribía algo en la cabecera de cada cama. Otro ordenanza le seguía con un cubo vacío y otro lleno. Vaciaba las jarras de porcelana de cada mesilla de noche en el primero y las llenaba sumergiéndolas en el segundo. El hombre con el termómetro llegó a mí.
—¿Está usted mejor?
—Sí —le dije, moviendo la cabeza.
—Abra la boca.
—No. —Le señalé con la mano derecha mi sobaco izquierdo.
—No. Tiene que ser en la boca.
—No.
Me puso el termómetro en el sobaco y dobló mi brazo para cubrirle.
—Estése quieto ahora. ¿Quiere un poco de leche?
—No. Agua. —Pero no podía hablar y tuve que hacer un esfuerzo para indicarle por gestos lo que quería. Me entendió al fin.
—¿Agua? —Sí.
—No, leche; sólo leche. El agua está prohibida. —Quería darme la jarra que todavía goteaba de haberla sumergido en el cubo.
—No.
Dejó la leche sobre la mesilla de noche y las moscas se precipitaron zumbando sobre ella. El otro ordenanza me puso una píldora en la boca. Se me pegó al paladar hasta que se disolvió la envoltura, y la boca se me llenó de un gusto amargo. Quinina.
¿Tenía malaria?
Cuando se marcharon los dos sanitarios, me volví trabajosamente a leer la hoja clavada en la cabecera de la cama. Decía:
«Tifus ex». Debajo mi nombre y una fecha, y encima una curva de fiebre trazada sobre una cuadrícula. ¿Llevaba allí cuatro días? Y, ¿tifus exantemático?
Pero ¡yo estaba vacunado contra el tifus!
La mente de un enfermo grave es como la mente de un niño. Se agarra desesperadamente a una ilusión o se hunde en el pesimismo absoluto. Yo estaba inoculado contra el tifus, por tanto no podía morirme de tifus. No podía morirme. Todos los tratados de medicina del mundo lo afirmaban; y no me moriría. Naturalmente, si no me hubiera vacunado... Me invadió una calma infinita. Estaría malo una semana o dos o tres, pero no me moriría.
—Dame un pitillo —me dijo una voz débil— y enciéndemelo. —Una mano débil esquelética apareció bajo la sábana.
Encendí un cigarrillo y se lo di.
—¿Qué tienes? —dije. Me asombré de oír una voz bronca y tartamuda saliendo de mí, hablando con la lengua hinchada.
—Tisis.
—¡Caray! No fumes. Tíralo.
—Qué más da. Me voy a morir hoy... —lo dijo tan naturalmente que me convenció de que iba a morirse. Al atardecer movió una mano y dijo algo.
—¿Eh? —le pregunté.
—A—d—i—ó—s. —Pronunció muy claro y muy despacio.
Poco después, los dos sanitarios volvieron, uno con el termómetro, el otro con los cubos. Estiraron la sábana de la cama de mi vecino hasta la cabecera de hierro, cubriéndole completamente. Cuando habían terminado, volvieron empujando una de esas camillas de ruedas de los hospitales. Uno le cogió por los pies y otro por los hombros; sin retirar la sábana, recogieron bajo él los lados colgantes y le pusieron sobre la camilla. Desaparecieron a través de la puerta de atrás.
Aquella noche no pude dormir. Las moscas adormiladas caían sobre la blancura de las sábanas y sobre mi cara y mis manos. El calor era asfixiante. Las lámparas eléctricas colgadas de las vigas lucían con una luz rojiza a través de la capa de polvo que las cubría. Alguien al fondo de la sala comenzó a chillar, no, a aullar. Se tiró de la cama y anduvo a cuatro patas entre las dos hileras de camas. Pero antes de llegar a mi altura, se agarró a los hierros de una cama, se enderezó, vomitó y se desplomó. Ni un sanitario, ni un timbre. Se quedó allí toda la noche sobre el suelo de tierra apisonada. En la mañana le envolvieron en una sábana y se lo llevaron en la camilla de ruedas de goma.
Después vino el doctor. Pasaba rápidamente de una cama a otra.
—¿Cómo estás hoy, muchacho? —me preguntó.
—Mejor, mi capitán.
—¡Caray! ¡Pues es verdad! —Se volvió al lecho vacío—: ¿Y éste?
—Se murió ayer.
—Bueno. Seguid dándole quinina al sargento. Anímate, muchacho, esto no es nada.
Aquel día se murieron dos. Al siguiente, cinco. Uno de ellos murió de viruela negra en las primeras horas de la noche.
Al amanecer estaba en plena descomposición. Náusea, miedo y horror se habían apoderado de mí. Por la mañana le dije al médico:
—Mi capitán, ¿podría evacuarme a Ceuta?
—Cómo, ¿no estás bien aquí?
—Sí, señor. Pero tengo familia en Ceuta.
—Ah, bueno. Eso es otra cosa. Esta tarde te pondré una inyección y te mandaremos en una ambulancia. Comprendo que quieras ir allí.
Me pusieron una inyección en un brazo, me envolvieron en mantas y me pusieron en una camilla en un coche de sanidad, íbamos seis, tres a cada lado. Debieron darme morfina, porque cuando el coche comenzó a moverse, me mareé y perdí el conocimiento.
Me desperté en otra cama al lado de una ventana abierta de par en par. Había árboles cerca de la ventana llenos de pájaros chillones. Estaba en la cresta de un cerro y en la distancia se veía el mar. El barracón contenía sólo seis camas, cinco de ellas vacías. Había tres ventanas más y el sol inundaba la habitación. «Es una buena cosa la morfina», pensé. Pero no eran los efectos de la morfina.
Estaba en Ceuta, en el hospital Docker para enfermedades infecciosas, a dos kilómetros de la ciudad, sobre un cerro que domina el estrecho de Gibraltar. Un viejo, vestido con un blusón blanco, estaba sentado cerca de la puerta leyendo un periódico. Volvió la cabeza, me miró y vino a mí renqueando.
—Qué, muchacho, ¿te encuentras mejor? Voy a darte un poco de leche.
Se metió en un cuartito pequeño al lado de la puerta y vino con un vaso de leche fría. La bebí con ansia.
—Bueno, ahora estáte quieto. El comandante está al llegar.
He olvidado el nombre del comandante, como se olvida siempre el nombre de los que nos ayudaron, mientras recordamos a los enemigos. Era un hombre alto y delgado con sienes grises, una cara joven y sensitiva y las manos de un prestidigitador. Era un gran cirujano y gran psicólogo.
Se sentó en la cama, sacó el reloj y me tomó el pulso; me auscultó largamente. Quitó la sábana y me reconoció el vientre con dedos inteligentes. Lo sentía como si estuviera cogiendo uno a uno mis intestinos y haciéndoles preguntas. Me tapó y dijo:
—¿De dónde eres, muchacho?
—De Madrid, mi comandante.
—¿Fumas?
—Sí, señor.
Sacó una pitillera, me dio un cigarrillo y encendió otro para él:
—¿Te gustan las chicas?
—Bastante.
—Bien. Supongo que como todos habrás corrido un poquito, ¿no? ¿Has tenido alguna vez algo?
—No, señor.
—Eso es bueno. Y cuando chiquillo, ¿qué te acuerdas tú haber tenido?
En un cuarto de hora sacó de mí una confesión general de todos mis pecados y una historia de mi vida. Al final dijo:
—¿Sabes lo que tienes?
—Tifus, creo. Pero estoy vacunado.
—Sí, tifus. Y estás muy débil. Pero no te preocupes. Te sacaremos adelante.
A mediodía, el viejo puso un cubo de agua a los pies de mi cama. El comandante vino, me tomó el pulso y le dijo al viejo:
—Vamos con ello.
Empapó una sábana en agua y entre los dos me envolvieron en la sábana húmeda y en varias mantas. La humedad fría sobre mi piel húmeda de fiebre dolía; a los pocos minutos estaba seco. Me quitaron la envoltura humeante y me envolvieron en otra sábana húmeda, dándome un vaso de leche y una pildora. Me dormí profundamente. De esta forma se pasaron los días. Cada día el comandante venía a ayudar al viejo. Mis manos sobre la sábana se habían vuelto transparentes. Perdí toda noción del tiempo.
Un día el viejo me envolvió en una manta y me llevó en brazos como un niño a un sillón cerca de la ventana. Me dejó por una hora mirar al mar y a los árboles y escuchar a los pájaros. Había olvidado cómo andar. El viejo me enseñaba un ratito cada día. Después comencé a andar los pocos pasos que había hasta la sombra del árbol más cercano en la cima del cerro, y me quedaba allí respirando hondo el aire del mar; pero estaba tan débil que los cincuenta pasos desde el barracón hasta el árbol me costaban un río de sudor. Pesaba treinta y siete kilos y medio.
Un día me pusieron en una ambulancia y me llevaron al hospital Central, de Ceuta. Había un tribunal de cinco médicos; leyeron mi nombre y el comandante explicó mi caso; cuchichearon entre sí los cinco y uno de ellos dijo:
—Dos meses.
Vino un sargento y me preguntó: —¿Dónde quieres ir? Te han dado dos meses de permiso.
Una mañana volví a mi cuartel, preparé una maleta y embarqué para España. Antes de marcharme, el comandante mayor Tabasco, el jefe de la oficina del regimiento, me dijo:
—Cuando vuelvas, tengo una sorpresa para ti.
Se habían pasado casi dos años desde que había salido de España, dejando tras mí la vida civil y mi propia vida, para sumergirme en el anonimato de la vida militar en África. Esta vida militar no estaba aún terminada; me quedaba por delante poco más de un año todavía. Pero volver a España, aun en uniforme, era como una resurrección. Y por dos meses hasta el uniforme me iba a quitar; haría lo que me diera la gana: comer, dormir, ir donde y como quisiera. Sería libre y tenía dinero.
A medida que el barco avanzaba en el Estrecho y el anfiteatro de casitas blancas que era Ceuta se iba perdiendo a lo lejos, mientras la roca de Gibraltar crecía más y más, todo aquello —África, Melilla, Tetuán, Ceuta, el ejército— iba haciéndose borroso y escapándose de mi mente.
Tan pronto como el barco atracó en Algeciras tuve mi primer encuentro con una realidad de la cual mi largo aislamiento durante la campaña y la enfermedad me habían tenido ignorante. Sobre el muelle había coches de la ambulancia, muchachas en uniforme de la Cruz Roja, doctores y sanitarios. Examinaron mis documentos:
—¿Enfermo? —preguntó uno de los médicos de sanidad; se volvió a una muchacha que llevaba la cruz roja sobre la toca blanca y dijo—: Para ti, Luisa.
La muchacha vino a mí, me palmeó suavemente un hombro y exclamó:
—¡Pobrecito! Ha estado usted en Melilla, ¿no?
—Sí, al principio.
Me condujo a un rincón de la estación del ferrocarril y me ofreció un vaso de leche hirviendo, una cosa que odio.
—Bébase esto. Le hará bien y le ayudará a sudar.
¿Sudar? Había sudado bastante con mi fiebre y rechacé la bebida. Me miró ofendida.
—¿Usted sabe? —le dije—. He tenido que beber tanta leche cuando estaba en el hospital que ahora la aborrezco. Últimamente ya no me la dan, pero sí en cambio un vasito de jerez con dos galletas a media mañana.
Luisa me trajo un vaso de jerez y galletas. Eran buenos. Se sentó a mi lado y comenzamos a charlar.
—Ahora, cuénteme: ¿cómo era en Melilla? Terrible, ¿no? A mí me hubiera gustado ir a un hospital allí, pero papá no me ha dejado. ¡Hemos tenido unas broncas por eso! Figúrese, la duquesa de la Victoria, que es de la familia real, ha ido allí, y a mí no me han dejado. Mi papá es así. Bueno, no realmente, es mamá la que es muy rara: «¿Vas a ver esas heridas horrorosas que hacen los moros? Peor aún, yo sé bien que las enfermeras tienen que limpiar el trasero y sus partes a los soldados y ver cada cosa. No, hija, no; una señorita como tú no puede ver eso. ¡Nunca!». Esto fue lo que dijo, pero yo quería tanto ser una enfermera. Todas mis amiguitas lo eran y además el uniforme me sienta muy bien, ¿no? Así que papá, que a Dios gracias tiene buenos amigos, se encargó de ello y aquí estoy en el Comité de Recepción de los Heridos en África. Una tiene que hacer su poquito, ¿no? Naturalmente, no estoy en el hospital, porque no tengo estudios, pero una amiga mía está allí y lo ve todo. —El torrente de palabras se interrumpió un momento—: Sabe usted, un día me tocó un teniente. Como el capitán médico es un amigo de casa, pues, siempre me da lo mejorcito que viene. Si es un capitán, pues el capitán. Hoy le ha tocado a usted, no venían oficíales. Ahora, cuénteme, ¿cómo son los moros?
—Pues..., bueno, muy sucios y feos; muy largos y flacos, en fin, salvajes, completamente salvajes.
—¿Y Abd—el—Krim?
—Pues, a decir verdad, nunca he visto a Abd—el—Krim. Pero las gentes dicen que es un tipo con una barba muy negra y unos ojos feroces, que atormenta a los prisioneros y luego les pega un tiro.
—¡Qué horrible, qué horrible! Nosotros tenemos un primo ¿quién sería nosotros?—, un primo segundo, ¿sabe?, que era teniente de infantería y ahora es piloto y vuela en Melilla. Nos gustaría tanto verle. Dios me perdone, pero casi me alegraría que le hirieran, claro, no grave, para que nos lo mandaran a casa tuviéramos que cuidarle y cambiarle los vendajes cada mañana. Estoy segura que no me desmayaba. No lo parezco, pero realmente soy muy fuerte; tengo buenos nervios. Ahora que ya sé lo que iba a pasar: mi hermana y yo nos íbamos a pelear por él, porque a las dos nos gusta. Ahora tenemos a nuestro hermano en casa. No ha ido, porque papá compró un sustituto para él, pero como ahora se están llevando a todos... Aunque desde luego a él no le van a llevar allí, aunque llamen a su regimiento. Papá ya lo ha arreglado todo.
La señorita Luisa me estaba dando sobre los nervios y cuando su amiga, Encarnita de no sé cuántos, se juntó a nosotros, temía que iba a estallar:
—¡Qué suerte tienes, hija! —dijo—. A mí me han largado un soldado de Cáceres con la cabeza abierta y lleno de suciedad. Es horrible verle la cara. Y ¡tan sucio! Creo que si se le mira de cerca, se le encuentran piojos... ¿Y usted ha estado en Melilla?
—Sí.
—¿Herido?
—No. Tifus.
—¡Oh, tifus! Pero, eso se pega, ¿no? Yo he oído que todos los que tienen el tifus infestan al que se arrima... —interrumpió—. Bueno, Luisa, guapa te tengo que dejar; mi soldadito me está esperando. Tengo que ponerle en el tren. El pobrecillo es más feo. !Si vieras!
Y la señorita Encarna huyó a toda prisa de los bacilos del tifus. La señorita y yo nos fuimos al tren. Me dio una lata de leche condensada y un paquete de cigarrillos.
En el compartimento, enfrente de mí, estaban sentados tres gitanos. Un matrimonio entre los treinta y cuarenta y un viejo que indudablemente era el padre del marido. Cuando la señorita Luisa se marchó, el viejo se quedó mirándome:
—¿De dónde viene? De África, ¿eh? ¿Herido?