Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Después de los dos primeros minutos de instrucción, uno de los reclutas salió de la fila y dijo:
—Bueno, mira, todo eso que estás contando son historias. Lo único que necesitamos saber es cómo se tira con un fusil y, luego, que nos den el fusil y nos digan dónde hay que ir. Aquí no hemos venido a jugar a los soldados como en el cuartel.
Suspendí la instrucción y los llevé a todos al
hall
. Me subí a la plataforma:
—Bueno, mirad. Todos queréis un fusil y todos queréis ir al frente para empezar a dispararlo cuanto antes y matar fascistas. Pero ninguno queréis aprender un poco de instrucción militar. Muy bien, vamos a suponer que ahora mismo os doy un fusil a cada uno, os meto en un par de camiones y os planto en un pico de la Sierra, enfrente del ejército de Mola, con sus oficiales y sargentos que están acostumbrados a mandar y con sus soldados que están acostumbrados a obedecer órdenes y que saben lo que cada orden significa. ¿Qué haríais? Supongo que cada uno comenzaría a pegar tiros y manejárselas como mejor le pareciera. ¿Es que creéis que los hombres con quienes os vais a enfrentar son conejos? Y aun suponiendo que fuerais a cazar conejos, no me vais a negar que para ir una partida de diez o doce, es necesario saber lo que se hace para no acabar matándose unos a otros.
Volvimos al campo de tenis y continuamos la instrucción. Pero las interrupciones eran constantes:
—Estamos perdiendo el tiempo —exclamaba uno—, todos sabemos cómo tirarse al suelo cuando hace falta.
Ocurría lo mismo con cada nueva tanda de voluntarios. A pesar de todo, poco a poco comenzó a formarse una unidad, aunque aún no teníamos más que las dos docenas de rifles que pasaban de pelotón a pelotón. Fue el principio del batallón La Pluma.
Durante aquellos días, Ángel, prácticamente, vivía en mi piso. Desde que se marchó su mujer, ayudaba a Aurelia en la casa, con los chicos o con la compra, igual que lo había hecho en las primeras semanas. Conocía tanta gente en el barrio, en el que había nacido y vivido, que siempre encontraba algo para comer. Un día apareció empujando un carrito de mano con dos sacos de patatas y seguido por una cola de mujeres. Se paró a la puerta de casa y comenzó a gritar:
—Ponerse en cola, ¡todas!
Las mujeres se alinearon obedientes y Ángel sacó, como por arte de magia, un peso:
—Ahora, un kilo para cada una y ¡tener cuidado vosotras de que nadie se meta dos veces en la cola!
Cuando desaparecieron las patatas del primer saco, Ángel abrió el segundo y miró a lo largo de la interminable cola:
—Bueno, muchachas, a mí también me hacen falta patatas. Éstas son para mí. —Pesó diez kilos y los puso en el primer saco. —Y ahora, vamos a terminar las que quedan, hasta donde lleguen.
Ángel se iba por las patatas al mercado de los Mataderos, donde se descargaban los trenes de aprovisionamiento. Con su charla viva, se hizo amigo de los encargados de distribuir las patatas a los verduleros establecidos.
—Yo también soy un verdulero, aunque venda en la calle —decía.
Era con lo que se ganaba la vida, y la gente de Lavapiés tenía también derecho a comer patatas.
—Mira, compañero. Ahora mismo le estás dando patatas a un frutero del barrio de Salamanca para que pueda dar de comer a los señoritos y a los fascistas; y a mí, ¿no me vas a dar dos sacos?
Un día, los anarquistas en la calle de la Encomienda intentaron apoderarse de los dos sacos de patatas, pero las mujeres se amotinaron contra ellos y el final fue que Ángel obtuvo la protección de los anarquistas.
Después llegaron los días en que ni aun Ángel encontraba patatas, por la sencilla razón de que no llegaban más patatas a Madrid. Aurelia se llevó un día los niños a casa de sus padres para quedarse allí. Cuando iba a salir de casa, sin saber qué hacer, Ángel me dijo:
—Si quiere usted, véngase conmigo a casa.
Le acompañé a la calle de Jesús y María. La calle empieza en la plaza del Progreso, con una serie de casas para gente algo acomodada y en los primeros cincuenta metros sus habitantes son pequeños comerciantes, altos empleados y obreros especializados. En toda esta extensión la calle está pavimentada con adoquines de pórfido perfectamente colocados; pero allí termina y cambia su fisonomía: el empedrado se convierte en canto redondo, las casas son escuálidas y raquíticas y la gente que vive allí son simples jornaleros y prostitutas de lo más bajo. Las mujeres se pasan el día en el umbral de las puertas llamando a los transeúntes y llenando la calle con sus querellas frecuentes.
Ángel vivía en el piso bajo en una pequeña casa de vecinos, incrustada entre los prostíbulos. Su piso era una simple habitación grande y destartalada, convertida en comedor, alcoba y cocina por unos simples tabiques de panderete. En la alcoba no había más que una cama de matrimonio y una mesilla de noche; el comedor estaba idénticamente desnudo; la cocina tenía el tamaño de la alcoba. La luz y el aire entraban allí a través de la puerta y de una ventana enrejada, ambas abiertas a un patio de cuatro metros cuadrados, en el que había un retrete para los dos inquilinos del piso y bajo una fuente para todos los inquilinos de la casa. El cuarto, abandonado ahora, olía a moho y orines. Esperé, mientras Ángel se cambiaba de ropa en la alcoba.
De pronto, una explosión bamboleó la casa. Ángel salió peleándose con la americana. Fuera, en la calle, sonaban alaridos y carreras de gentes que huían despavoridas. A unos cuantos metros de la casa, varias mujeres yacían en el suelo gritando. Una de ellas se arrastraba sobre un vientre del que desbordaban las entrañas. Las paredes de las casas y los adoquines de la calle estaban salpicados de sangre. Ahora, todos corríamos hacia los caídos.
En el último edificio de la parte ancha de la calle había una clínica de la Gota de Leche, para asistir a las embarazadas. A aquella hora había una larga cola de mujeres, muchas de ellas llevando un niño, que esperaban la distribución diaria de leche. Unos metros más abajo, las prostitutas ejercitaban el comercio. Una bomba había caído en medio de la calle y sus cascos habían rociado por igual a las embarazadas y a las prostitutas. Una mujer se enderezó sobre un muñón sangriento que había sido un brazo, dio un grito y se dejó caer pesadamente. Inmediato a mí había un montón revuelto de faldas y enaguas, entre las que sobresalía una pierna doblada en un ángulo absurdo sobre el vientre hinchado. Se me fue la cabeza y me puse a vomitar en medio de la calle. Un miliciano al lado mío blasfemó y comenzó a vomitar; comenzó a temblar y estalló de pronto en carcajadas. Alguien me dio un vaso lleno de coñac que bebí automáticamente. Ángel había desaparecido. Ahora algunos hombres se afanaban en recoger a los heridos y los muertos y meterlos a toda prisa en la clínica. Un hombre asomó la cabeza en la puerta de la clínica, una cabeza de pelo blanco y gafas sobre una blusa blanca roja de sangre, pateó y gritó:
—¡No hay sitio para más! ¡Llevarlos a la calle de la Encomienda!
De la plaza del Progreso llegaban también gritos. Ángel estaba a mi lado sin que yo supiera de dónde había surgido, con el traje y las manos manchados de sangre.
—¡En la plaza del Progreso ha caído otra bomba!
Llegaban grupos de gente corriendo calle abajo en franca huida, y pares de hombres llevando entre ellos un cuerpo, y mujeres con un chico en brazos gritando y llorando. No veía más que brazos y piernas y manchas de sangre en remolinos y la calle giraba ante mis ojos.
—¡A Encomienda, a Encomienda! ¡Allí han tirado otra!
El remolino de brazos y piernas, envuelto en gritos, desapareció por la calle de la Esgrima.
Volvimos a la casa de Ángel y nos lavamos. Ángel se mudó otra vez. Cuando salimos de la casa, los vecinos nos contaron que un aeroplano había volado bajo sobre Madrid desde el sur al norte, regando de bombas el camino. Había dejado un rastro de sangre desde la Puerta de Toledo a Cuatro Caminos. Por accidente o porque el piloto se guiara él mismo por los espacios abiertos entre las calles, la mayoría de las bombas habían caído en las plazas públicas y muchos chiquillos habían sido las víctimas.
Esto fue el 7 de agosto de 1936. Aquella tarde y aquella noche, los fascistas recomenzaron a disparar desde balcones y buhardillas. Se hicieron centenares de detenciones y aquella noche se ejecutó en masa a los sospechosos.
Cuando fui a casa por la tarde me encontré una llamada de Antonio. El radio estaba organizando piquetes para pintar aquella misma noche todos los faroles con color azul y organizar la supresión de luces que pudieran servir de guía a los aviones. Fuimos los tres, Rafael, Ángel y yo. Trabajábamos en pequeños grupos, cada grupo protegido por dos milicianos armados; pero era casi imposible organizar la supresión de luces en Madrid en el mes de agosto. Las casas cerradas eran asfixiantes y en los lugares públicos era iposible estar con los cierres echados. Hubo que llegar a un compromiso. Las habitaciones con balcón o ventana se quedarían a oscuras y las únicas habitaciones alumbradas serían las interiores, y esto sólo con velas. Las gentes se echaron a la calle como todas las noches, pero eran casi invisibles en la oscuridad, masas negras sin forma, de las que salían voces y a intervalos las chispas cegadoras de un encendedor, o la brasa roja de un cigarrillo que delineaba un grupo de cabezas.
Llegaron algunos camiones llevando milicianos procedentes de la Sierra y del frente de Toledo y lanzaron sus faros sobre la multitud; las gentes aparecían lívidas y como desnudas. Se alzó un grito unánime:
—¡Apagad los faros! —Chirriaron los frenos y los camiones descendieron despacio entre el ruido de sillas arrastradas y algunos botijos rotos. La luz roja de la trasera de los camiones brillaba como ojos malignos inyectados de sangre. En la oscuridad parecía como si monstruos de pesadilla se deslizaran, prontos a saltar.
A medianoche todo el barrio estaba sumergido en completa oscuridad. En la calle de la Primavera nos detuvimos bajo un farol que había sido olvidado. Uno de nosotros gateó, mientras otro le alargaba una brocha empapada en azul. Sonó un disparo y una bala se estrelló contra la pared detrás del farol. Alguien había disparado contra nosotros desde una de las casas de enfrente. Los que tomaban el fresco en la calle se retiraron a toda prisa al abrigo de los portales. Hicimos salir a todos los inquilinos de las cuatro casas de donde el disparo podía haber salido. El portero y los vecinos los iban identificando. Separamos de los otros los que habían estado en la calle y comenzaron a registrar cada piso. Todos los inquilinos querían venir y acompañarnos a sus casas; todos querían aparecer inocentes y al mismo tiempo tenían miedo de que cualquier extraño se hubiera refugiado en su domicilio. Buscamos a través de buhardillas y de desvanes llenos de telarañas y muebles viejos, subimos y bajamos escaleras, nos llenamos de polvo y suciedad, nos golpeamos contra vigas o nos hicimos rotos con viejos clavos. A las cuatro habíamos terminado; estábamos sucios y dormidos, era de día y no habíamos encontrado el «paco». Alguien trajo una jarra llena de café hirviendo y una botella de aguardiente. Bebimos con ansia.
Uno de ellos dijo:
—Este pájaro ha salvado el pellejo.
Como si fuera una respuesta, Ángel exclamó:
—Vamonos a Mataderos a ver los que han liquidado esta noche.
Al principio me negué a ir, pero de pronto accedí. Era más fácil. Le di a Ángel un puñetazo en el costado y le dije:
—Eres un animal, sobre todo después de las escenas de ayer.
—Precisamente. Vamos, y se le va a quitar el amargor de boca de los chiquillos despanzurrados ayer. ¿Se acuerda usted de la mujer preñada con la pierna doblada sobre el ombligo? Pues aún estaba viva y parió en la clínica. Después se murió. Parió un chico. Y ahora nadie la conoce en el barrio, ni saben quién es...
Las ejecuciones habían atraído mucho más público del que yo hubiera imaginado. Había familias enteras con sus chicos, excitados y aún llenos de sueño. Milicianos cogidos del brazo de muchachas, novias o mujeres, y bandadas de chiquillos. Todos yendo Paseo de las Delicias abajo, todos en la misma dirección. A la entrada del mercado y de los Mataderos, en la Glorieta, se agolpaba un verdadero gentío. Mientras carros y camiones cargados de legumbres iban y venían, piquetes de milicianos se mezclaban con los curiosos y pedían la documentación a quien se les antojaba.
Detrás de los Mataderos había una larga pared de ladrillo y una avenida con arbolillos resecos, no agarrados aún en la tierra arenosa, bajo el sol despiadado. La avenida corría a lo largo del río y el paisaje era árido y frío con la desnudez del canal de cemento, de la arena y de los parches de hierba seca, amarilla.
Los cadáveres yacían entre los arbolillos. Los curiosos iban de uno a otro y hacían observaciones humorísticas; un comentario piadoso hubiera provocado sospechas.
Había esperado los cadáveres y su vista no me impresionó. Había unos veinte, ninguno profanado. Había visto cosas peores en Marruecos y el día antes. Pero me impresionó terriblemente la brutalidad colectiva y la cobardía de los espectadores.
Llegaron los camiones de la limpieza del Ayuntamiento de Madrid que venían a recoger los cuerpos. Uno de los chóferes dijo:
—Ahora vamos a regar esto y lo vamos a dejar como la patena para el baile de esta noche. —Se echó a reír, pero sonaba a miedo.
Alguien nos dejó montar en un coche hasta Antón Martín y nos fuimos a desayunar al bar de Emiliano. Sebastián, el portero del número siete, estaba allí con un fusil arrimado a la pared.
Cuando nos vio, dejó el vaso de café sobre el platillo y comenzó a explicar con gestos extravagantes:
—¡Vaya una noche! Estoy reventado. ¡Once me he cargado hoy!
Ángel le preguntó:
—¿Qué has estado haciendo? ¿De dónde vienes?
—De la Pradera de San Isidro. He estado allí con los compañeros del sindicato y nos hemos llevado unos cuantos fascistas con nosotros. Luego han venido otros amigos de otros grupos y les hemos echado una mano para acabar antes. Creo que hemos suprimido más de ciento esta vez.
Se me contrajo la boca del estómago. Aquí había alguien a quien yo conocía casi desde que era niño. Le conocía como un hombre alegre y trabajador, enamorado de sus chiquillos y de los chiquillos de los demás; seguramente un poco rudo, con pocas luces, pero honrado y decente. Y aquí estaba convertido en un asesino.
—Pero, Sebastián, ¿quién le ha metido a usted en semejante cosa? —Empleé intencionalmente el «usted» en lugar del «tú» que todos usábamos.