Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Cuando estaba más deprimido, un español a quien no conocía me visitó. Había leído el manuscrito de
La forja
, como lector de la editorial francesa a quien lo había sometido, y quería discutirlo conmigo. El hombre era un hombre débil, dividido dentro de sí mismo, con sus raíces en la vieja España y su mente atraída por la nueva, asustado del dolor que el choque final de las dos ideologías había producido en él y en los demás. No le gustaba mucho mi manera de escribir, porque, como él decía, le asustaba mi brutalidad; pero había recomendado la publicación del libro porque encontraba que contenía fuerza de liberar cosas que él, y otros como él, mantenían cuidadosamente enterradas dentro de ellos. Vi su excitación, el alivio que mi libertad de lenguaje le había proporcionado, y vi con asombro que me envidiaba. El editor retuvo el libro y nunca dio una respuesta. Pero no importaba mucho. Otro hombre había dicho que el libro era una cosa viva.
En los últimos días del año 1938, cayó sobre París una tremenda helada. Las cañerías se helaron en muchas casas. Tuvimos suerte, porque la calefacción central de nuestra casa siguió funcionando. Y cuando un joven polaco, con quien había hecho amistad —estaba en camino de convertirse en un talentoso escritor realista de buena prosa francesa, restringida por la influencia de André Gide—, me llamó para preguntarme si no podíamos recogerle a él y a su esposa de la prisión en que se había convertido su casa inundada, helada y sin agua corriente, me alegré de poder invitarle a pasar las Navidades con nosotros. A la mañana siguiente, dos agentes de policía se presentaron en el piso preguntando por nuestros huéspedes. No habían informado a la comisaría de su distrito de que iban a pasar la noche fuera del domicilio en que estaban registrados; y no se los llevaron detenidos gracias a que el joven polaco poseía documentos de haber servido en el ejército y estar sujeto a movilización. Todo esto, en un pomposo lenguaje oficial y en las peores maneras posibles. Y a nosotros se nos avisó severamente que no dejáramos dormir en nuestra casa a extranjeros sin conocimiento de la policía, siendo extranjeros nosotros mismos. Nuestros huéspedes tendrían que presentarse ante la prefectura y esto se tendría en cuenta contra ellos. No, no podían quedarse hasta que se deshelaran las cañerías sin un permiso especial de la comisaría de su distrito.
Cuando salí a la calle aquel día, mi portero me invitó a entrar en la portería.
—Lo siento mucho, pero tenía que comunicar a la policía que había gentes extranjeras en su cuarto toda la noche sin que se me hubieran dado sus documentos. ¿Sabe usted?, si yo no lo hubiera hecho, alguien hubiera ido con el cuento. Hasta el administrador está en contra mía con todas estas historias. Ya le he dicho que las cosas se estaban poniendo difíciles y ¡cada uno tiene que mirar por sí mismo!
Unos pocos días más tarde me encontré con un muchacho vasco a quien conocía ligeramente del bar del Dome. Me contó que la policía le había pedido sus documentos tres veces en una sola noche, la última cuando estaba con una amiguita en un hotel
meublé
. Tenía un salvoconducto del Gobierno de Franco que su padre —un famoso fabricante de San Sebastián— había obtenido para él a fin de que escapara de la guerra.
El documento no tenía validez más que para la policía de frontera en Irún, pero viéndolo, uno de los agentes de la policía francesa le había dicho: «Usted perdone, contra usted no va nada, pero ¿sabe?, es hora que limpiemos Francia de todos los rojos».
Cuando fuimos a la prefectura para pedir la prolongación de nuestros
récépissés
, el oficial nos sometió a un largo interrogatorio. ¿No éramos refugiados? No, teníamos pasaportes legales del Gobierno de la República y podíamos volver a España. Pero ¿no sería mejor que nos registráramos como refugiados? Porque volver a España no íbamos a volver, ¿no? No, no queríamos registrarnos como refugiados; insistíamos en nuestro derecho como ciudadanos españoles. Al fin, malhumorado, nos dijo que, quisiéramos o no, tendríamos que registrarnos muy pronto como refugiados y entonces se revisaría nuestro caso. Pero por aquella vez, nos prolongaría el permiso de estancia.
En el pasillo escuálido y maloliente me encontré con varios españoles que esperaban su turno. Me contaron que a la mayoría se les había expulsado de París y se les había ordenado fueran a las provincias del norte de Francia. Entonces vi una cara familiar:
—Parece que el pobre está desesperado —dije.
—Anda, ¿no sabes que le arrestaron y le han tenido encerrado unos cuantos días, precisamente por haber sido un ministro de la Generalitat de Cataluña?
Era Ventura i Gassols, el poeta catalán a quien el París intelectual había festejado unos pocos años antes. Se escurrió escaleras abajo, como un animal perseguido.
Todo el edificio gris olía a podre.
¿Cómo había sido tan estúpido para creer que esta gente, estos agentes y sus amos, nos iban a admitir para cooperar en la guerra que se echaba encima de Francia? No. Estaban preparando la Línea Maginot de su casta, y nosotros éramos sus enemigos. Intentarían usar la guerra como su instrumento. Al final, la guerra los devoraría a ellos, y a su país, pero primero seríamos nosotros los que pagaríamos el precio. Pero yo no quería ser carne de cañón de un fascismo francés. No quería que nos cogieran en una trampa, derrotados dos veces.
Si queríamos vivir y luchar, y no pudrirnos y ser cazados como alimañas, teníamos que abandonar Francia, huir de la ratonera. Huir a Inglaterra —un esfuerzo desesperado podría proporcionarnos el dinero, aunque hubiera que pedirlo a amigos otra vez—, y quedarnos allí. No a la América latina, porque nuestra guerra iba a resolverse en Europa, pero sí fuera de esta podredumbre.
Allí mismo, dentro de las desconocidas paredes, olientes a moho, de la prefectura, me asaltó la urgencia de escapar donde hubiera libertad.
Los ruidos de la gran ciudad, amortiguados por los gruesos muros, me golpeaban en el fondo del cerebro, y los horrores de la destrucción estúpida volvían a volcarse sobre mí.
El agente de la policía se inclinó y dijo:
—Pasaportes, hagan el favor.
Mientras buscaba en mi bolsillo, sentía que la frente y las palmas de las manos se me cubrían de sudor. El miedo de las últimas semanas, cuando la jauría cazaba en plena furia, lo sentía en los tuétanos. Y aquél era nuestro último encuentro con la policía francesa.
El hombre miró por encima de los documentos y puso su sello de caucho en ambos pasaportes. Después nos los devolvió, nos dio las gracias muy atento, y cerró la puerta del compartimento con exquisito cuidado. Las ruedas del expreso sonaban isócronas. Ilsa y yo nos mirábamos uno a otro en silencio. Esta vez pertenecíamos al grupo de los afortunados; las leyes y los tratados internacionales estaban aún del lado nuestro. La visión de miles y miles de los otros, de los desgraciados, llenaba el compartimento hasta nublar mi vista.
Desde el fin de enero la frontera española era un dique roto a través del cual una ola de refugiados y soldados en derrota inundaba Francia. El 26 de enero Barcelona había caído en manos de Franco. En la misma fecha comenzó el éxodo en todas las ciudades y pueblos de la costa. Mujeres, chiquillos, hombres y bestias, marcharon a lo largo de los caminos, a través de campos helados, sobre la nieve mortal de las montañas. Sobre las cabezas de los huidos, los aviones sin piedad; un ejército borracho de sangre empujando detrás; una pequeña banda de soldados luchando aún para contenerlo, retirándose sin cesar y luchando cara al enemigo, para que pudieran salvarse algunos más. Pobres gentes con petates míseros, gentes más afortunadas en coches sobrecargados abriéndose camino en las carreteras congestionadas, y a las puertas de Francia una cola sin fin de fugitivos agotados, esperando que les dejaran entrar y estar seguros. Seguros en los campos de concentración que esta Francia había preparado para hombres libres: alambradas de espino, centinelas senegaleses, abusos, robo, miseria y las primeras oleadas de refugiados admitidos, encerrados entre el alambre en rebaños como borregos, peor aún, sin techo sobre sus cabezas, sin abrigo contra los vientos helados de un febrero cruel.
¿Es que Francia estaba ciega? ¿Es que los franceses no veían que un día —muy pronto— iban a llamar a estos mismos españoles a luchar por la libertad de su Francia? ¿O es que Francia había renunciado de antemano a su libertad?
La cubierta del pequeño barco estaba casi desierta. El mar estaba revuelto y la mayoría de los pasajeros había desaparecido; Ilsa se había tumbado en una cabina. Un inglés flaco y despreocupado se había sentado sobre una de las escotillas, los pies colgando, y parecía disfrutar con la espuma que el viento le lanzaba a la cara. Yo, y dos marineros, nos habíamos refugiado de la furia del viento contra uno de los mamparos. Nos ofrecíamos unos a otros cigarrillos y charlábamos. Comencé a hablar, a hablar, tenía que hablar. Hablé de la lucha en España, y me llenaron de preguntas. Al final me dejé llevar de la ira que me abrasaba y volqué sobre ellos todas mis quejas contra Francia.
—¿Es que vosotros, los franceses, estáis ciegos o es que ya habéis renunciado a ser libres?
Los dos hombres me miraron gravemente. Uno de ellos tenía ojos claros, azules y una cara fresca de muchacho rubio; el otro tenía ojos negros, profundos, facciones talladas rudamente por el mar y un pecho desnudo lleno de vello fuerte. Los dos hablaron a la vez, de un tirón, casi con idénticas palabras:
—Oh, no. Nosotros lucharemos. Los otros son los que no lucharán. —Y en su énfasis sobre las palabras «los otros» marcaban el abismo profundo entre las dos Francias. El viejo agregó:
—Mire, amigo, no se vaya amargado de Francia. Aún lucharemos juntos.
Detrás de nosotros, la costa de Dieppe se fundía en la bruma del mar.
Otoño 1944. Rose Farm House, Mapheclusham, Oxfordshire.