La forja de un rebelde (66 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Capítulo 2

Frente al mar

La pesca me dio una excusa para escaparme de la vida del cuartel. Las diversiones que Ceuta ofrecía eran la taberna, el burdel o la mesa de juego del casino. Si alternaba con los de mi misma categoría, es decir con los otros sargentos, tenía la seguridad de que cada tarde acabaría al menos en uno, pero posiblemente en dos o en los tres de estos establecimientos. No es que yo fuera un puritano, pero la perspectiva de esta forma diaria de vida bastaba para aburrirme.

Me gustaban el vino, las mujeres y una partida de cartas de vez en cuando, pero no siete días en la semana, en una repetición monótona. Toda mi vida ha sido para mí un placer ir a la taberna en la tarde, al finalizar el trabajo, beber unos vasos de vino con los amigos, charlar y charlar de mil y una cuestiones, personales o no; luego irme a cenar. Pero me aburría sentarme alrededor de una botella con gente a la que he estado viendo hablar todo el día, aburrirnos juntos por no tener nada que decir, vaciar una segunda botella y una tercera, y dejar pasar las horas hasta que todos estábamos un poco más o menos borrachos. Me repugnaba ir todos los días a la misma casa de mujeres y allí oír y repetir las mismas frases y las mismas bromas. Me aburría sentarme cada día a la misma mesa de juego y pasarme los treinta días del mes en una cadena de buenas y malas rachas, prestando dinero a mis compañeros de mesa y pidiéndoles un préstamo.

En una habitación a espaldas de las oficinas vivíamos juntos los cuatro sargentos: el del almacén, el de la oficina de coronela, el de caja y yo. Teníamos allí nuestras camas, una mesa, media docena de sillas y nuestros baúles. Teníamos un ordenanza que se ocupaba de la limpieza, y un cocinero que guisaba para noso tros, y un comedor común para comer sus guisos. En las horas de trabajo estábamos en constante contacto unos con otros, a la hora de comer comíamos juntos en la misma mesa. Dormíamos en camas separadas metro y medio una de otra. Como el calor nos obligaba a dormir casi todo el año en cueros, nos sabíamos de memoria hasta los más mínimos movimientos de nuestra piel. Nos contábamos las más secretas aventuras y nos sabíamos de memoria las más secretas costumbres. Lo extraordinario fue que, a pesar de esto, nunca tuvimos una bronca que rompiera nuestra comunidad amistosa. Sin embargo, a mí me faltaba un eslabón que me uniera a ellos completamente.

Romero, el sargento del almacén, tenía treinta y ocho años y era un andaluz alegre, expansivo y ágil. Procedía de un pueblecito de la provincia de Córdoba, donde sus padres eran unos modestos labradores llenos de chicos, que defendían trabajosamente su vida. Para escapar de aquella miseria en casa, Romero se había quedado en el cuartel.

Oliver, el sargento de caja, era un castellano alto y robusto, con sus buenos treinta años, el hijo de un escribiente de ministro con poca paga. Cuando se murieron sus padres, un tío le recogió como de limosna. A los dieciocho años, Oliver fue suspendido en unos exámenes para oficial de Correos y el tío le indicó que la única carrera que le quedaba era sentar plaza en el ejército. Se alistó con la intención de tan pronto como fuera sargento, pasar a la Academia Preparatoria de Oficiales en Córdoba. Pero le convirtieron en secretario del cajero. La atmósfera de Ceuta y el dinero fácil, combinados con un temperamento muy sensual, arruinaron sus planes para siempre, dejándolos en un proyecto remoto.

Fernández, el sargento de coronela, tenía sólo veintidós años, pero llevaba viviendo en el cuartel al menos seis. Era el hijo de un coronel en activo. Nacido y criado en Madrid, había comenzado a estudiar leyes en la universidad, pero sus calaveradas eran tan salvajes que al fin el padre le metió un día de cabeza en el cuartel, para que «sentara la cabeza». Al principio se rebeló y desertó por una semana entera, con la consecuencia de que le condenaron a dos años de servicio en África. Allí le metieron en la oficina de escribiente; después le indultaron y al final lo ascendieron a sargento, parte por su inteligencia, parte por el influjo de su padre. Al fin se había acostumbrado al trabajo, pero seguía siendo el calavera de Madrid, de juerga perpetua. Sus únicas dificultades eran monetarias: cómo salir de trampas cada fin de mes y cómo seguir manteniendo su cartel de don Juan en todas las casas de putas de Ceuta. Tenía una buena figura y era cuidadoso hasta la exageración en el vestir. Tenía sus «amiguitas» en tres o cuatro burdeles y dejaba que le hicieran regalos, aunque nunca admitía dinero. Era el tipo del que las prostitutas se encaprichan, sin que llegara a ser un chulo.

Éstos eran mis compañeros. Vivíamos juntos y nos llevábamos bien, pero nada más. La compañía de los soldados estaba prohibida para mí. En el ejército español se mira con malos ojos la intimidad entre sargentos y soldados y aun cabos. Tampoco se mira bien que los oficiales intimen con los sargentos; les pueden guardar una estimación oficial, pero sin saltar la barrera que divide ambas clases.

Así, me fui de pesca para sentirme libre.

El borde del mar es una ancha franja de rocas bajas, que la marea alta cubre y la baja descubre, dejando charcos entre las piedras. Las rocas están tapizadas de un musgo espeso y duro, verde pálido, como blanqueado por la sal del agua del mar. Los cangrejos anidan allí y los peces escarban con sus bocas en busca de los gusanos escondidos entre las prietas raíces.

Vertéis un chorro de vinagre sobre el musgo, y los gusanos brotan en legiones, retorciendo locamente sus cuerpecillos frágiles y estirando el cuello como si se ahogaran faltos de aire. Pasáis la mano sobre el musgo y los recogéis a cientos; los ponéis dentro de una vieja lata de conservas medio llena de barro, y allí se entierran en seguida, para aliviarse de sus quemaduras. Ya tenéis el cebo. Claváis un gusano en el anzuelo, con cuidado de no aplastarlo y de dejarle libre la cola, para que pueda retorcerse en el agua tranquila, y en unos momentos las bogas, las sardinas y las doradas acuden voraces a la llamada, mientras un número infinito de otros peces mayores bogan cerca, sembrando el agua de chispas azules y negras, rojas y amarillas, oro y plata.

Los bloques de cemento del muelle estaban siempre llenos de pescadores de caña, pescando entre la pared lisa del muelle y la panza de los barcos anclados. Pero yo no estaba interesado en ir allí a pescar. Exploré las rocas que rodean el monte Hacho y encontré un balcón de piedra colgado sobre el mar.

El balcón era tres piedras, dos sobre el agua formando una V y una mayor, más alta, con la forma de un sillón frailero, el asiento pulido, y el respaldo musgoso y lleno de grietas. Bajo la V, la piedra se hundía vertical hasta una profundidad de seis u ocho metros, formando un estanque tranquilo, hondo como un pozo. Mar adentro, frente a frente, una hilera de rocas, casi invisible sobre el agua, servía de rompiente y mantenía el pozo en calma perpetua. Sólo en un temporal el mar saltaba sobre las tres rocas y las sumergía en un torrente de espumas.

Coleccionaba mis gusanos entre las rocas, cogía algunas sardinas o alguna boga y las usaba como cebo para mis líneas. Estas líneas consistían en cincuenta metros de cordón de seda con un plomo en un extremo. Allí las llaman «cordeles». Cerca del plomo se introduce un sedal con un nudo corredizo y un anzuelo grande, al que se fija la sardina, o la boga por la cola. Y así preparado, se voltea el cordel con el plomo en su extremo y se lanza como piedra de honda al mar libre. La sardina nada y se mueve libremente a lo largo del cordel, en busca de su libertad, y los grandes peces que nunca vendrían al lado de las rocas acuden al cebo. Lo demás es cuestión de suerte.

Cada día cebaba cuatro cordeles, los ataba a la roca y me sentaba en el sillón de piedra a leer, a escribir o simplemente a pensar; a veces ni aun eso. Si un pez mordía, un cascabel atado al cordel repiqueteaba desenfrenadamente.

Era un día de calma absoluta. Las aguas del Estrecho estaban quietas como las de un estanque de jardín. Reflejaban el cielo azul y ellas mismas eran azules, con un color límpido y profundo, lleno de centelleos. Sobre este espejo las corrientes marcaban riachuelos lechosos. Eran los signos externos de las corrientes profundas producidas por los dos mares que se encuentran allí, y que se reúnen en un ancho río que penetra en el puerto de Ceuta por el oeste y se escapa hacia el este. A veces este río y sus arroyitos cambian de dirección: el Mediterráneo se vacía en el Atlántico o éste trata de desbordar en aquél.

Abandoné el libro y me sumergí en esta oleada de calma perfecta. Veía en la distancia la costa de España y la silueta de Gibraltar; y todo estaba lleno de luz y de paz, como si el cielo fuera una cúpula enorme de vidrio con un reflector en la cima, y el mundo exterior no existiera.

Había llegado a un cruce de caminos con mi vida. Tenía veinticuatro años, no tenía bienes de fortuna, y seguía siendo aún el hijo de la señora Leonor, la lavandera, aunque mi madre hacía ya años que había dejado de romper el hielo del Manzanares con su pala de batir la ropa en las madrugadas de invierno o de tostarse al sol de mediodía en julio. En menos de un año terminaría el tiempo de mi servicio militar. Tenía que hacer un plan para el futuro.

Era un sargento del ejército. Si me reenganchaba en lugar de licenciarme, me quedaría en África, tendría cincuenta duros fijos de sueldo y las manos sucias para siempre. Había llegado al puesto de sargento de la oficina, un puesto envidiable y envidiado; podía vivir en paz y hacer dinero durante ocho o diez años, hasta que ascendiera a suboficial. Podía también entrar en la Academia Preparatoria de Córdoba, estudiar tres años y convertirme en un oficial.

Si me licenciaba al cumplir, tenía que volver a la vida civil y buscarme una colocación inmediatamente. En Madrid había entonces miles de empleados de oficina sin trabajo. Después de mis tres años en el ejército, perdido el contacto con el mundo de los negocios, con certificados de trabajo viejos, lo más seguro era que me convertiría en uno más de los sin trabajo. Y aunque encontrara trabajo inmediatamente, no ganaría más de treinta duros al mes como máximo.

Sin embargo, éstas eran las dos únicas soluciones prácticas que se me ofrecían, una de ellas segura, el ejército, la otra problemática. ¿Quién iba a mantenerme, si tenía que estar en Madrid seis meses o más sin encontrar trabajo?

Existían aún dos caminos potenciales, mucho más de acuerdo con mis deseos; pero ambos tan difíciles de realizar que eran prácticamente imposibles: yo hubiera querido ser un ingeniero mecánico o un escritor.

Mi ansia de ser un ingeniero era tan vieja como yo mismo. Cuando la muerte de mi tío cortó de raíz toda esperanza y ello me convirtió en un chupatintas para poder vivir, seguí manteniendo mi ilusión. Los jesuitas habían establecido una escuela técnica en Madrid, que era infinitamente mejor que la escuela oficial. Los hijos de las familias más ricas estudiaban allí la carrera; al fin de los cursos, pagaban las matrículas al Estado, pasaban los exámenes oficiales y se convertían en ingenieros con título. Al mismo tiempo, la escuela de los jesuitas ofrecía enseñanza gratuita a los hijos de familias pobres que fueran católicos garantizados. Mis parientes de Córdoba, conociendo mis ambiciones, me enviaron una introducción para el rector del colegio cuando yo tenía diecisiete años. Fui allí. Tuvimos una conversación interminable. Me mostró toda la escuela, que entonces era una maravilla de técnica y de organización, y al final planteó ante mí la cuestión con toda franqueza. Un muchacho inteligente como yo estaba en condiciones inmejorables para hacer la carrera de ingeniero en la escuela. Cuando terminara, la escuela me daría un certificado de estudios que indudablemente era una garantía absoluta de empleo en la industria española. Desde luego, este certificado no era un certificado oficial, un verdadero título de ingeniero, que costaba miles de pesetas. Sería simplemente un certificado de una escuela, acreditando que su titular poseía los mismos conocimientos que un ingeniero con título, o más. Los industriales españoles aceptaban este certificado, porque sabían hasta qué grado el colegio garantizaba a sus discípulos. No tendría ninguna dificultad en encontrar trabajo; las posibilidades eran ilimitadas.

Había aprendido bastante en mis años de meritorio en el banco para conocer el poder de la Compañía de Jesús en España. Sabía que el Sagrado Corazón estaba entronizado en muchas fábricas del norte, que los grandes navieros tenían por confesores a los padres jesuitas, que los grandes bancos estaban de tal manera liados con la Orden que a algunos de ellos se les consideraba simplemente como sus testaferros. Había visto que una carta de recomendación de un jesuíta abría todas las puertas de la industria española, y también, que una simple indicación del mismo origen tenía el poder de cerrarle a uno estas puertas para siempre.

Podría trabajar en cualquier fábrica de España como un ingeniero mecánico sin título legal, pero se entendería tácitamente que seguiría en contacto con la Orden, confesaría mis pecados a un jesuita y obedecería sus instrucciones, a no ser que quisiera quedarme sin trabajo de la noche a la mañana. ¿Y dónde iba a ir entonces con un certificado que, sin el plácet de la Compañía de Jesús, no era más que un papel mojado?

Bajo tales condiciones, rechacé la invitación de convertirme en un estudiante del colegio de Areneros. Volví al banco a llenar columnas de números y archivé mis ilusiones.

Más tarde, cuando fui secretario de don Ricardo Goytre en los Motores España de Guadalajara, un día encontré que podía ayudarle también en los croquis de sus proyectos. Me mandó que estudiara en unas clases nocturnas qué habían abierto en Guadalajara, creo que los padres agustinos.

La Orden había visto una oportunidad de influir sobre los obreros tan pronto como se estableció la fábrica, y había abierto una escuela técnica con clase para dibujo y matemáticas. Fui allí.

En España, un sacerdote no necesitaba título para dirigir una escuela, ni para enseñar, y los buenos hermanos de Guadalajara se habían embarcado en una enseñanza técnica sin más preparaciones. Al cabo de una semana, había visto claramente que yo allí no era más que un elemento de discordia. Con mi escaso conocimiento técnico, sabía más dibujo mecánico y más matemáticas que todos los maestros juntos. El rector me llamó un día:

—¿Nos quisiera usted ayudar, hijo mío? Aparte de nuestros trabajos en favor de los pobres, hemos abierto este instituto que no es más que una escuela elemental en su clase. Necesitaríamos poder dar una enseñanza un poco más avanzada que lo que hacemos, como ocurre con usted. Y no es que yo quiera decirle que no venga más a nuestras clases, todo lo contrario; pero venga usted a ayudarnos. Su ayuda nos sería muy valiosa.

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