La forja de un rebelde (56 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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A mediodía la taberna estaba vacía. Una mujer o un legionario entraban un instante y se llevaban una botella de vino. A la caída de la tarde comenzaban a llegar los parroquianos. Algunas tardes yo había ido allí, cuando la taberna aún estaba desierta, a esperar a Sanchiz. El primero en llegar solía ser un legionario solitario que se sentaba cerca de la luz y escribía, sabe Dios qué. Después, una avalancha de hombres que había terminado su trabajo en la oficina de la Mayoría del Tercio en Ceuta. Se recostaban a lo largo del mostrador y discutían quién iba a pagar a quién. Al cabo de un rato, unos se enredaban en una partida de cartas, otros se sentaban en pequeños grupos con un frasco de vino presidiendo en medio, unos pocos se marchaban. Las mujeres venían sólo con las sombras de la noche, coincidiendo con el encendido de las lámparas. Muchas veces venían con alguno a quien habían obligado a pagar un vaso de vino como final de su accidental relación. Otras venían preguntando por alguien cuyo nombre gritaban desde la puerta entreabierta. Una voz las invitaba y entraban. Unas pocas, clientes habituales, venían simplemente a beber y tratar de encontrar alguno que pagara.

El restallar de las blasfemias, el lenguaje bárbaro, las luces humosas, la pintura roja y el vino metálico llenaban la taberna de una brutalidad desnuda y salvaje que no disminuían, sino acrecentaban, los uniformes. La nota destacada la daban las mujeres: la mayoría eran viejas, roídas por enfermedades, vestidas con harapos de colorines, sus voces roncas de alcohol y sífilis, sus ojos pitañosos. Cuando las mujeres venían, las blasfemias eran chasquidos de látigo en el aire en una batalla sexual entre machos y hembras. A veces un jaque abofeteaba la mejilla pintarrajeada de una mujer, otras veces se levantaba con furia una banqueta sobre la cabeza de un jugador.

Cuando la bronca sobrepasaba los límites del código del Licenciado, éste abandonaba lentamente su sitio tras el mostrador, con movimientos de oso, y ponía a los adversarios en medio de la plazuela, sin decir una palabra. Volvía y cerraba con parsimonia el picaporte de la puerta. La puerta no tenía cerrojo v era simplemente una vidriera con unas cortinillas de muselina roja. Sin embargo, nunca he visto que alguien intentara volver a entrar. El tabernero era tabú por una curiosa mezcla de miedo físico a su pasado criminal y de miedo instintivo de que se cerrara la taberna, que era una de las pocas donde podía campar libremente el Tercio.

La taberna tenía para mí la misma atracción que un manicomio para una persona normal en su primera visita: repulsión, miedo y la fascinación del terror desconocido de la locura. A través del código peculiar de los sin ley, yo era una persona sagrada allí, porque yo no era uno de los suyos y sin embargo era el amigo de uno de ellos. Pero su contacto me llenó de un miedo, casi diría terror, hacia el Tercio, que ha durado por toda mi vida.

En la víspera de una batalla siempre existe una tensión nerviosa que nace de la expectación del peligro que va a correrse. Aquella noche me costaba trabajo dormirme, pero mi tensión nerviosa, mi miedo, nacía del campo de cebada segado donde acampaba el Tercio y no del otro lado de los cerros, donde las avanzadillas se tiroteaban en la oscuridad.

El teniente coronel Millán Astray salió de la tienda seguido por un par de oficiales. La multitud quedó en silencio. El jefe estiró su armazón huesuda, mientras las manos retorcían un guante volviéndose hasta mostrar su forro de pelo. El peso total de su voz estentórea llenó el campamento y los ruidos de las otras unidades se apagaron en susurros. Ochocientos hombres trataban de oírle y escuchaban:

—¡Caballeros legionarios! Sí. ¡Caballeros! Caballeros del Tercio de España, sucesor de aquellos viejos Tercios de Flandes. ¡Caballeros!... Hay gentes que dicen que antes que vinierais aquí erais... yo no sé qué, pero cualquier cosa menos caballeros; unos erais asesinos y otros ladrones, y todos con vuestras vidas rotas, ¡muertos! Es verdad lo que dicen. Pero aquí, desde que estáis aquí, sois Caballeros. Os habéis levantado, de entre los muertos, porque no olvidéis que vosotros ya estabais muertos, que vuestras vidas estaban terminadas. Habéis venido aquí a vivir una nueva vida por la cual tenéis que pagar con la muerte. Habéis venido aquí a morir. Es a morir a lo que se viene a la Legión. ¿Quiénes sois vosotros? Los novios de la muerte. Los caballeros de la Legión. Os habéis lavado de todas vuestras faltas, porque habéis venido aquí a morir y ya no hay más vida para vosotros que esta Legión. Pero debéis entender que sois caballeros españoles, todos. Como caballeros eran aquellos otros legionarios que, conquistando América, os engendraron a vosotros. En vuestras venas hay gotas de la sangre de aquellos aventureros que conquistaron un mundo y que, como vosotros, fueron caballeros, fueron novios de la muerte. ¡Viva la muerte!

El cuerpo todo de Millán Astray había sufrido una transformación histérica. Su voz tronaba, sollozaba, aullaba. Escupía en las caras de aquellos hombres toda su miseria, toda su vergüenza su suciedad y sus crímenes, y después los arrastraba en una furia fanática a un sentimiento de caballerosidad, a un renunciamiento de toda esperanza fuera de la de morir una muerte que lavara todas las manchas de su cobardía en el esplendor del heroísmo.

Cuando la bandera gritó con entusiasmo salvaje, yo grité como ellos.

—Es un tío grande, ¿no? —me dijo Sanchiz, apretándome el brazo.

Millán Astray iba recorriendo el círculo de legionarios, deteniéndose aquí y allá ante las caras más exóticas o más bestiales. Se detuvo frente a un mulato de labios gruesos, de ojos inmensos amarillentos de bilis, estriados de sangre.

—¿De dónde vienes tú, muchacho? —preguntó.

—¿Y a usted qué diablos le importa? —contestó brutal el hombre.

Millán Astray se quedó rígido, mirándole a los ojos:

—Tú crees que eres muy bravo, ¿no? Mira, aquí el jefe soy yo. Cuando uno como tú me habla, se cuadra y dice: «A sus órdenes, mi teniente coronel.

—No quiero decir de dónde vengo.

—Y está bien. Tú tienes perfecto derecho a no mentar tu país, pero no tienes derecho a hablarme como si yo fuera un igual tuyo.

—¿Y qué tienes tú más que yo? —escupió el hombre, con los labios húmedos de baba y rojos como sexo de perra en celo.

Hay veces que los hombres pueden rugir. A veces pueden saltar como si sus músculos fueran de caucho y sus huesos varillas de acero.

—¿Yo?... —rugió el comandante—. Yo soy más que tú, ¡mucho más hombre que tú! —Saltó sobre el otro y le cogió por el cuello de la camisa. Le levantó del suelo, le lanzó en el centro del círculo y le abofeteó horriblemente con ambas manos. Fue cosa de dos o tres segundos. Se golpearon uno a otro como los hombres de las selvas debieron hacerlo antes de que fuera fabricada la primera hacha. El mulato quedó en el suelo casi sin conocimiento, chorreando sangre.

Millán Astray, más rígido, más horrorífico que nunca, epiléptico, en una locura homicida furiosa, aulló:

—¡Firmes!

Los ochocientos legionarios y yo respondimos como autómatas. El mulato se levantó, arañando la tierra con las manos y las rodillas. La nariz chorreaba la sangre mezclada con polvo como la de un muchacho sucio chorrea mocos. El labio reventado era más grueso que nunca; deforme. Juntó los talones y saludó. Millán Astray le golpeó las espaldas macizas:

—Mañana necesito los valientes a mi lado. Supongo que te veré cerca de mí.

—A sus órdenes, mi teniente coronel. —Los ojos, más sangrientos que nunca, más amarillentos de ictericia, flameaban fanáticos.

Rompía el amanecer. En el fondo del valle, donde corría el río, la luz empujaba contra el azul—negro profundo del cielo. De súbito se incendió una llama de sol y su disco rojo sembró de reflejos sangrientos el agua mansa. Desde la altura en que estábamos, la luz parecía trepar por las vertientes de las montañas y las sombras se alargaban a través del valle, inmensas y deformes. Las crestas se iluminaban por la luz viniendo de abajo y las copas de los árboles se encendían como si sus troncos se hubieran incendiado. Las columnas de humo de la kábila bombardeada se teñían de rojo, como si las llamas hubieran revivido.

Nuestra artillería protegía el avance. Veíamos los rápidos jinetes moros trepando cerro arriba y la infantería de Regulares corriendo entre las retamas y los palmitos. Pequeños copos algodonosos surgían acá y allá con un fogonazo que evocaba el magnesio de un fotógrafo. Los disparos de fusil se confundían en un ruido continuo lleno de chasquidos, que aumentaba rápidamente. El Tercio, en el centro, conducía el asalto contra la cima, donde en medio de un llano de roca pelada se encontraba la kábila rodeada de un parapeto de piedra. Las granadas volvían a caer en el recinto. Las ametralladoras sonaban como innumerables motocicletas acelerando en caminos lejanos.

A las diez se nos dio a los zapadores la orden de avanzar. íbamos a fortificar el cerro que la Legión acababa de asaltar. Lo íbamos a convertir en una posición bastante grande para contener una compañía de infantería y una batería de 75, protegidos por un círculo de diez mil sacos terreros. Cuando llegamos al borde de la cúspide, se nos ordenó echar cuerpo a tierra, cargar nuestros fusiles y dispersarnos. Un capitán del Estado Mayor iba y venía; mantenía una conversación en voz baja con nuestro comandante y galopaba hacia la cima, para reaparecer al poco rato con otro mensaje. Se nos volvió a ordenar avanzar. Avanzábamos despacio, cautelosos, y así alcanzamos el borde del llano, levantando curiosos nuestras cabezas. Detrás de cada piedra, en cada arruga de la roca desnuda, había un legionario disparando su fusil. De vez en cuando, uno de ellos intentaba incorporarse y caía fulminado. Unos pocos trataban de encontrar un abrigo mejor retrocediendo. Era una retirada individual y lenta, pero los legionarios estaban retrocediendo. Una y otra vez, uno de ellos llegaba más cerca de nosotros, agazapados, inmóviles y fascinados al abrigo del tronco de las encinas. El parapeto de piedra de la kábila parecía arder, en un disparo continuo. Las balas silbaban sobre nuestras cabezas, mientras nos pegábamos a la tierra, alargando el cuello para ver.

En medio del claro apareció un jinete galopando arriba y abajo; a su lado una figurilla corriendo incansable: Millán Astray y su cornetín. Hubo un alto momentáneo en la fusilada. El caballo se detuvo en seco. El jinete se enderezó sobre los estribos:

—¡A mí la Legión! ¡A la bayoneta!

Levantó un brazo manchado de sangre.

Los hombres saltaron el parapeto de piedra en manojos.

La sección de explosivos de la compañía estaba a mi cargo. Aquella tarde vinieron a buscarme. Un sargento de la Legión vino con uno de sus oficiales y me explicaron el caso. Estaban enterrando los muertos. Un legionario había dado un bayonetazo a un moro y le había atravesado la tabla del pecho, pero con tal furia que el fusil había penetrado en el hueso hasta el cerrojo. Era imposible arrancarle de allí salvo que se serrara el cadáver en dos. Pero el fusil aún estaba útil. Así que habían pensado en meter un explosivo dentro del fusil y destruirlo.

Organicé la explosión como mejor pude. Dejé caer cuidadosamente por el cañón del fusil unos cuantos pistones de fulminato de mercurio, de los que usábamos para explotar los barrenos. El cañón del fusil sobresalía de la espalda haraposa del moro. Era un cuerpo esquelético envuelto en una chilaba gris, empapada de sangre.

El mulato con el labio aún monstruosamente inflamado, las manos colgantes, me miraba curioso, mientras yo dejaba caer los pistones dorados uno a uno. Se echó atrás cuando di la orden. Encendí la mecha en la boca del fusil y salí corriendo. Las entrañas del moro se abrieron de par en par.

El mulato se reía a carcajadas, haciendo muecas a la vez por el dolor del labio roto.

Cuando regresé a la tienda, me bebí un vaso grande lleno de coñac y conseguí evitar el vómito.

Caía la tarde. En el fondo del barranco, al otro lado de la montaña, los moros habían cesado de disparar. Había un gran silencio sobre los campos. Sólo en nuestra posición el fuego aún crepitaba entre la algarabía de los vencedores que elevaban sus tiendas, ataban sus caballos, cantaban, se quejaban de sus heridas y gritaban órdenes.

Se levantó una voz en el fondo del barranco, entonando la plegaria de la tarde. Veía las figuras distantes, color de tierra, de los moros haciendo sus zalemas al sonido del canto bárbaro, ululante, con sus fusiles al lado. De la falda de las montañas en sombra comenzó a subir la neblina del río, envolviendo las figuras en plegaria. Sólo el canto continuaba sobre el manto de la niebla, como si la niebla misma estuviera gimiendo. Fuera del parapeto, sobre el calvero, yacía un moro muerto, boca abajo, los brazos en cruz, las manos engarfiadas en la piedra, aparte las flacas y negras piernas. El gran mechón de pelo sobre su cabeza afeitada flameaba en el viento azul de la noche.

Capítulo 8

Desastre

Son las tres de la tarde y aún estamos esperando la orden de avanzar y empezar la tarea de fortificar.

Al amanecer, las columnas nuestras se volcaron en el valle de Beni—Arós como un ejército de hormigas emigrantes: nosotros, la columna de Ben—Karrick, desde el norte, la columna de Larache desde el oeste. Los dos ejércitos convergen ahora hacia el centro del valle y podemos ver las chozas de Zoco—el—Jemis de Beni—Arós, uno de los mercados más importantes de toda la zona. Las posiciones de la zona francesa cierran el valle al sur, los montes del yébel Alam y una columna de apoyo estacionada en Xauen cierran el este. Las fuerzas del Raisuni están en—trampilladas por los cuatro costados y su única salida es a través de la frontera francesa o la huida a las alturas del yébel Alam.

Los moros se defienden furiosamente detrás de cada piedra y de cada mata. Los ataques de nuestra vanguardia, los Regulares y el Tercio, se estrellan contra un enemigo impalpable que se encuentra en todas partes. Ahora la caballería mora nos desafía. Contemplamos la carga de la caballería nuestra contra los jinetes moros que galopan en retirada a través de la pradera del Zoco, arrastrando a sus perseguidores al sitio donde sus tiradores están emboscados tras las piedras. Vemos a nuestra caballería romper sus filas y retirarse. Alguien debe haber dado la orden de cañonear las guerrillas enemigas, porque las granadas están cayendo exactamente sobre nuestros jinetes. Los heliógrafos están lanzando llamaradas de sol en todas direcciones. Seguro que enfrente de nosotros, a diez kilómetros de distancia, los franceses están contemplando, como nosotros, el espectáculo que se desarolla a sus pies.

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