La forja de un rebelde (55 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Los soldados españoles en Marruecos tenían todos los motivos para sentirlo así.

En la víspera de nuestra marcha, tres soldados se presentaron a reconocimiento médico. Uno tenía una alta fiebre y hubo que dejarlo en la tienda. Otro, que se había herido ligeramente en un dedo con el alambre de espino, tenía la mano terriblemente hinchada. El tercero tenía gonorrea. Tuvieron que quedarse en Hámara hasta que se les evacuara al hospital del Zoco del Arbaa o de Tetuán. El resto de la compañía emprendió la marcha a Ben—Karrick.

El cornetín marchaba al lado de mi caballo. No sólo reanudaba así la intimidad de nuestras conversaciones bajo la higuera, sino que también podía descargar parte de su equipo sobre las ancas del caballo y agarrarse a su cola cuando escalábamos un cerro.

—Martínez tenía una mala fiebre —dije, por decir algo.

—Lo que tiene es frescura.

—¿Frescura?

—¡Cómo se ve que no conoce usted a esa gente! No le pasa nada. Ni a los otros dos tampoco.

—No me digas que estoy ciego o tonto. Martínez tiene fiebre. Sotero tiene la mano como mi bota y Mencheta está chorreando pus.

—Sí, sí. Y ninguno de ellos quiere ir adonde voy yo. Martínez se puso una cabeza de ajo bajo el sobaco durante la noche. Sotero se metió ortigas machacadas en el rasguño que tenía y Mencheta se ha puesto un sinapismo.

—¿Un sinapismo?

—Sí, señor. Uno de esos papeles untados de mostaza, que venden en la botica para los catarros. Hace usted un tubito delgado con ellos y se los mete en el caño de la orina y lo deja allí toda la noche; al día siguiente es un chorro. Ahora los tres irán al hospital, y cuando ya no puedan seguir más con sus trucos, las operaciones se han acabado. Yo lo he hecho muchas veces. Hay muchas cosas más que se pueden hacer: come uno tabaco y se vuelve amarillo, como si tuviera ictericia. Se calienta una perra gorda y se hace uno una úlcera en una pierna. Ahora estamos aquí en el campo y no se puede hacer nada, pero en Tetuán, seguro que toda la noche ha habido colas en las casas de zorras donde hay alguna enferma. En una semana, docenas van a ir de cabeza al hospital.

—¿Me supongo que sabes lo que se arriesga con esas cosas?

—Sí. Pero un balazo en la tripa es peor. Si le dan a uno, se acabó. Le da a usted peritonitis y revienta; porque los doctores se quedan en la retaguardia. Ya lo verá usted. Todos éstos vienen, la mayoría porque son tontos y otros porque no han podido ir a Tetuán. A veces, en víspera de operaciones hay docenas más.

—Entonces, tú, ¿por qué vienes? Podías haber usado uno de esos trucos.

—Yo ya no lo puedo hacer más. Tarde o temprano empiezan a fijarse en uno y se corre el riesgo de ir a presidio. Ahora, cuando toca ir de operaciones, me digo: «Sea lo que Dios quiera», y echo para adelante.

A primeras horas de la tarde llegamos a Ben—Karrick. En la época era una de las bases de operaciones. Era un pequeño campamento con un cuartel para los Regulares y la infantería, un depósito de intendencia y almacenes para los contratistas del ejército. Tenía varias cantinas bien abastecidas de vino, licores y comestibles en conserva. De vez en cuando, dos o tres mujeres venían de Tetuán y se pasaban allí unos días.

Armamos las tiendas fuera de la posición. Se estaba formando una columna de ocho mil hombres a las órdenes del general Marzo. Tendríamos que esperar un par de días, hasta que todo estuviera listo, y entre tanto Ben—Karrick se convirtió en una fiesta. No había más que comida y bebida, pero ¡cómo comimos y bebimos!

En el código español de relaciones personales, la borrachera se considera no sólo desagradable y molesta, sino también como una falta de virilidad. Un grupo de amigos acabará por expulsar al que no puede soportar su bebida o restringirse de acuerdo con su resistencia. Le echarán por exhibirse él mismo como «poco hombre». Pero en ciertas ocasiones esta regla no rige, como por ejemplo en Nochebuena o en la noche de Año Nuevo. Y en Ben—Karrick era lo mismo. Se bebía para emborracharse.

La cantina del Malagueño era un sitio favorito de reunión de los sargentos, y el propietario, orgulloso de su clientela, ponía en la puerta a cualquier soldado que se atreviera a entrar. El Malagueño había comenzado como un cantinero que seguía a las columnas en marcha con un borriquillo cargado con cuatro damajuanas llenas de agua. Vendida a vasos, el agua se transformó en vino, las damajuanas en pellejos y el burro en mulo. Después levantó una barraca de tablas en la posición de Regaia. Ahora tenía un gran almacén en Ben—Karrick, lleno de jamones, chorizos, latas de sardinas, cerveza alemana, leche holandesa en lata, licores de todos los orígenes, vinos finos andaluces y una cocina en la que se podía hacer comida a cualquier hora. Junto al almacén había instalado un barracón donde mataba corderos y de vez en cuando una vaca, y de allí surtía las cocinas de todos los oficiales y sargentos de la guarnición con carne fresca.

Julián estaba en la misma situación que yo: iba a entrar en acción por primera vez en su vida. Su alegría natural de hombre gordo estaba nublada por sus pensamientos. Él, que acostumbrada a beber vino mezclado con agua en las comidas, estaba apurando vasos grandes de manzanilla.

—Te vas a emborrachar —le dije.

—Cuanto más borracho, mejor. Me quiero emborrachar. La culpa es de mi padre: si mañana me dan un tiro y me matan, ¿qué pasa?

—Nada, te enterramos y en paz. No te apures.

—Pobrecito —dijo Herrero—, está tan gordo que hace un blanco precioso. Te van a dar un tiro en la misma tripa.

—No te apures, tú te escondes detrás de mí —remató Córcóles, estirándose en toda su flacura.

Pero Julián no estaba para aguantar bromas. Se iba poniendo más y más moroso y bebiendo más y más. De repente estrelló el vaso contra el suelo y gritó:

—¡Me cago en mi padre!

El Malagueño conocía a Julián y a su padre y la historia de ambos. Levantó la trampilla del mostrador, se vino a nosotros y golpeó amistoso un hombro de Julián.

—Sí, señor. ¡Me cago en mi padre!

—Bien hecho. Si yo fuera tú, haría lo mismo. Y además le jugaría una mala pasada. ¿Sabes lo que yo haría, si fuera tú?

—¿El qué?

—Pues, mañana o al otro, el día que te encuentres ante los moros, si yo fuera tú, iba a echar para adelante y les iba a dejar que me dieran un tiro. Y mi padre se iba a arrancar las barbas de rabia.

Estallamos en carcajadas, pero Julián se puso lívido y le pegó una bofetada al Malagueño. El otro comenzó a soltar blasfemias horrendas y, agarrando el cuchillo de cortar el jamón, comenzó a gritar:

—¡Le mato! ¡Le voy a rajar las tripas! Ni el mismo Dios me ha pegado a mí en la cara. ¡Le voy a degollar como a un cerdo!

—Primero danos unos vasos de manzanilla. Después le rajas las tripas, si quieres. Pero lo mejor que podrías hacer era darle un vaso grande de coñac.

—Eso es una idea, compadre.

El Malagueño llenó nuestros vasos de vino y llenó el de Julián de coñac hasta los bordes.

—¡Bébetelo, hijo, bébetelo, a ver si se te cura la mala leche!

Julián vació el vaso de un golpe. Tres segundos más tarde estaba en el suelo como un talego. El Malagueño le levantó amorosamente en los brazos, le metió en la trastienda y le dejó sobre unos fardos del almacén. Nos mezclamos con un grupo de sargentos de infantería, todos hombres ya maduros, con largos años de servicio en África. Uno de ellos, un tipo flaco y amarillento, pareció cogerme simpatía:

—¡Con las ganas que tenía yo que empezaran las operaciones! —dijo.

—Qué, ¿te gusta el jaleo?

—No me hace mucha gracia, pero es la única probabilidad que tiene uno de un poco de suerte.

—¿De suerte para qué?

—De que caiga un ascenso. Con nosotros no pasa lo que en Ingenieros. Para llegar a suboficial, necesitamos diez o doce años. La única suerte que uno puede tener es que le den un tiro de suerte o que le maten a uno la sección. Es mucho más fácil ascender por méritos de guerra que por antigüedad.

—¿Y qué ibas a sacar? Diez duros más al mes.

—¿Que qué iba a ganar? Algo más que eso. De sargento no sacas nada más que cuando te nombran de cocina o cuando te mandan a un blocao. Pero de suboficial, eres tú quien te encargas del vestuario de la compañía. Imagínate, lo menos mil pesetas al mes y me quedo corto. Y con un poco de suerte en operaciones.

—¿Qué suerte? ¿Otro tiro?

—No, hombre, no seas idiota. Si yo soy el suboficial y me toca una de esas operaciones en que las cosas se ponen serias y me matan la mitad de la compañía, me pongo las botas. Al día siguiente doy parte de la pérdida del equipo de la compañía completo. Figúrate: doscientas mantas, doscientos pares de botas, doscientas camisas, doscientas guerreras...

Capítulo 7

El Tercio

Fuimos de los primeros en llegar. Solamente Artillería e Intendencia habían llegado antes que nosotros. Sobre la cima del cerro se veía la silueta de ocho cañones apuntando al valle. En la falda del cerro, Intendencia había levantado sus tiendas y de allí subía un fuerte olor a cuadra: paja y caballos. El capitán del listado Mayor que organizaba el campamento general nos señaló nuestro sitio en la ladera. Media hora más tarde, nuestras tiendas estaban montadas y las fogatas de la cocina encendidas.

El cerro se elevaba sobre una llanura amarillenta por el rastrojo de la cebada recién segada. En la lejanía se veían las chozas de la kábila que una semana antes se había rendido. A esta distancia, la fealdad repulsiva de sus cabañas se borraba y tenía un aire de aldea alegre en medio de los campos recolectados. Nuestras tiendas cónicas esparcidas por las laderas daban la impresión de que el pueblo se preparaba para celebrar su feria.

Nuestro capitán había sugerido al capitán del Estado Mayor que se nos dejara acampar en el llano. La respuesta había sido:

—Ese sitio está reservado para el Tercio.

Nuestro capitán se había puesto de mal humor. El Tercio llegó por la tarde, una bandera completa que iba a entrar en fuego por primera vez. Levantaron las tiendas rápidamente. En el extremo más lejano del campo se alineaban barriles de vino entre los tiendas cuadradas: la taberna y el burdel. Los soldados del Tercio comenzaron a agruparse alrededor de los barriles y de las tiendas para beber y parodiar el amor.

Los otros sargentos y yo contemplábamos cómo crecía a nuestros pies este campamento.

—Ésos son los nuevos americanos —dijo Julián—. Supongo que la mayoría no saben dónde han caído. A los pobres los han engañado.

—¿Engañado? No digas que aquí alguien viene por equivocación.

Córcoles apuntó:

—¡Bah! Aún quedan idiotas en este mundo. Les han largado unos floridos discursos sobre la Madre Patria y sus hijas de América y los nietos se han venido para acá. Bueno, me parece que no se van a divertir mucho en los cinco años y se van a cagar en su puta madre miles de veces.

Un legionario comenzó a subir la cuesta en nuestra dirección. Córcoles le señaló:

—¿Adonde va ése? Me parece que se ha equivocado de piso.

En aquellos días los legionarios y los soldados de Regulares no fraternizaban.

Cuando el hombre estuvo más próximo le reconocí. Era Sanchiz. Nos saludamos con un ademán el uno al otro. Córcoles dijo:

—¿Le conoces?

—Es un viejo amigo mío.

—Vaya unos amigos que tienes.

Mientras, Sanchiz había llegado a nosotros:

—Qué, ¿cómo van las cosas? He venido a buscarte. Tenemos un vinillo estupendo ahí abajo. Me han dicho que estaba aquí tu compañía, así que si estás libre, vente conmigo.

Nos fuimos juntos cuesta abajo: Sanchiz se había colgado de mi brazo. Los legionarios me miraban con hostilidad. Nos encontramos un sargento con cara de viejo presidiario que le preguntó agrio a Sanchiz:

—¿Adónde vas con ese fulano?

—Es un viejo amigo. Vente con nosotros y bébete un vaso.

—No. Me toca de guardia esta noche y si empiezo a beber me empapo.

El cantinero era un viejo flaco y amarillento con las orejas luminosas de puro transparentes y una nariz de berenjena, tan sordo que había que pedirle las cosas a gritos y señalarle lo que se quería. Como una regla fija, el vino que se vendía a los soldados en África contenía una cantidad desvergonzante de agua y media docena de productos que evitaran su rápida fermentación. Pero este vino era excelente, seco y fuerte, que obligaba a chasquear la lengua en el paladar.

—¿Qué hacéis para que no ponga agua en el vino?

—El Sordo se guardaría muy bien. Si no, a lo mejor no encontraba un hueso sano en su cuerpo una mañana, por no decir otra cosa.

—Pero ¿cómo es que estás aquí? Yo te hacía en la oficina de Ceuta viviendo como un príncipe.

—La culpa la tiene el vino. Me emborraché y el capitán me mando aquí con estos tipos por un par de meses como castigo. He venido de instructor. Son una manada de piojosos. Hijos de negra y chinarros o pieles rojas. Mal tiro les den a todos. Te están hablando con tanta dulzura y tan pronto vuelves la cabeza te encuentras una navaja metida en las costillas. ¡Hijos de zorra! Míralos a la cara... No sé qué les va a decir mañana Millán Astray.

—¿Ha venido también?

—Sí, y mañana a las diez les va a echar un discurso. Vente a oírle. Es terrorífico cómo habla. Voy a ir a buscarte a tu tienda mañana.

El abstemio sargento se reunió con nosotros:

—Me habéis dado envidia. ¿Me pagas un vaso?

Se lo bebió con sorbos lentos mirándome:

—¿Es verdaderamente un amigo tuyo, Sanchiz?

—Como si fuera mi hermano. Bueno, mejor, como si fuera un hijo, porque puedo ser su padre.

El sargento me alargó una mano callosa, enorme.

—Si es así, tanto gusto en conocerle. —Bebió otro sorbo de vino—. Y si eres su amigo, ¿por qué no te vienes con nosotros? Si yo estuviera en su pellejo —le dijo a Sanchiz—, mañana era teniente.

—No seas idiota. No podría pasar de suboficial y gracias. Pero no sirve para nosotros. Le hemos asustado en la taberna del Licenciado.

La algarabía alrededor de las barricas de vino era ahora infernal. Era imposible oír uno al otro y Sanchiz y yo nos fuimos fuera de los límites del campamento del Tercio. Mientras ascendíamos la cuesta, mi vieja repugnancia al Tercio revivía violentamente, y los recuerdos de la taberna del Licenciado brincaban en mi memoria.

Las tabernas en España se pintan generalmente de rojo. Esta taberna en la Plaza de Nuestra Señora de África también estaba pintada de rojo. Un rojo furioso de bermellón que se había volcado sobre las puertas, las mesas, las banquetas, el mostrador y los anaqueles cargados de botellas. La taberna era como una puñalada sangrienta en la blancura de cal de la pared. Fuera, el sol blanqueó el color rojo y lo convirtió en un rosa sucio. Dentro, el humo lo había oscurecido hasta darle un tinte de sangre seca. El tabernero era un viejo ex presidiario del penal de Ceuta; andaba siempre con una camiseta sin mangas, sucia, a través de cuyas mallas surgían pelos recios. Su mote —el Licenciado—, hacía referencia a su pasado y a su conocimiento de las leyes. Sus parroquianos eran legionarios y putas. El vino tenía irisaciones verdes sobre el rojo y sabía fuertemente a sulfato de cobre. Para beber aquel vino, había que tener una sed como la que el Licenciado producía sirviendo tajadas de bonito seco con cada vaso. Los pescados colgaban de una viga que cruzaba la taberna a lo largo del mostrador. Cortados de arriba abajo y abiertos como murciélagos sobre una armazón de cañas, parecían pequeñas cometas. De la misma viga pendían de sendos ganchos dos enormes lámparas de petróleo montadas sobre alambres retorcidos. Por la noche, el Licenciado encendía las dos lámparas y su humo lamía lentamente los secos pescados hasta cubrirlos de un tinte negro; después, sabían a hollín y a petróleo.

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