La forja de un rebelde (51 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Dame coñac. Creo que quiero emborracharme hoy.

—¿Te sientes trágica? —le dije, llenando el vaso.

Cogió el vaso y lo miró a contraluz. Lo llevó lentamente a su boca y se detuvo, cuando casi tocaba sus labios.

—¿Trágica, yo? Chiquillo, tú no sabes lo que te dices. La tragedia la hacen otros para que yo me divierta.

Accionaba como una actriz perfecta. Y así, la cara se le cambió de repente en un gesto de locura violenta y llamó al timbre. El homosexual que había traído el café apareció instantáneamente.

—¿Ha venido ése?

—No, Luisa, no es su hora aún. Tienes tiempo de sobra.

—¿Tiempo para qué?

El marica tartamudeó temblón:

—Para nada..., para nada...

Luisa saltó sobre él y le sacudió furiosamente. Temblaba entre sus manos y parecía que de un momento a otro iba a estallar en sollozos como un chiquillo asustado.

—¿Para qué? ¿Tiempo para qué? —le chilló furiosa.

—Yo creía que querías estar sola para..., por un rato..., hasta que él viniera.

Le empujó fuera violenta y echó el cerrojo a la puerta.

—Si se atreviera, ése, como los otros, me matarían. Les falta coraje. Son cobardes, todos. Ésos por maricas y los otros igual. Todos los hombres son cobardes asquerosos.

Se quedó mirando insultante mi cara. Saqué un cigarrillo del bolsillo, deliberadamente, y lo encendí, mientras le miraba los ojos. ¿No los tenía un poco dilatados? ¿Estaba loca aquella mujer?

—¡Tú también eres un cobarde como los demás! Y rápidamente levantó la mano para abofetearme. Se la cogí en el aire y le retorcí los dedos en una torsión de jiu—jitsu. Se mordió los labios para no gritar. Aumenté la torsión, fría, deliberadamente, sintiendo el placer salvaje de hacer daño. Cayó sobre las rodillas y al fin chilló, intentando a la vez morder mi mano con sus dientes agudos. Le golpeé los dientes con su propia mano. Cuando la solté, se quedó en el suelo, en un montón, y se mordió furiosa un brazo. Bebí un poco de café, alerta a su próxima reacción. Se levantó, llenó otro vaso de coñac, se lo bebió de un golpe y se me quedó mirando con ojos profundos, amansados, de los que la locura se había ido. Así, dijo despacio:

—Eres muy bruto. Me has hecho daño.

—Lo sé. No me gusta pegar a las mujeres, pero no dejo que las mujeres me peguen a mí. Tú querías cruzarme la cara y es mejor que no lo hayas hecho. Sufrió un nuevo cambio:

—¿Qué hubieras hecho, di? ¿Te hubieras atrevido a pegarme? —Se golpeó el pecho, haciendo saltar asustado el rubí.

—¿Pegarte? No. Lo único que hubiera hecho es escupirte a la cara y marcharme.

—Hubiera sido capaz de matarte —dijo después de un silencio—. Mejor que me pegaras. ¿Sabes que a veces me gusta que me peguen?

—Para eso te buscas un chulo. Yo no sirvo.

Durante los últimos momentos de esta discusión se había producido una conmoción insólita en el burdel. En este momento alguien llamó a la puerta y Luisa abrió. El homosexual volvió a aparecer con los ojos llenos de miedo. Susurró algo casi a la oreja de Luisa, y ésta dijo:

—Ahora bajo, en un momento.

Me sentía cansadísimo. Sentía los párpados pesados como plomo después de la cena. Me bebí otro vaso de coñac. Hubiera querido marcharme, pero me invadía una pereza enorme ante la perspectiva de bajar a la ciudad a aquella hora de la noche en busca de un hotel. Me quedaría allí, solo, en una de las alcobas, y dormiría. Volvió Luisa:

—Ven. Han venido algunos amigos y quiero presentarte.

Me llevó a la sala reservada para los oficiales. El cuarto estaba lleno de mujeres riendo y alborotando, la mesa cargada de botellas y vasos. Luisa, colgada de mi brazo, me arrastró al borde de la mesa. Oficiales y prostitutas nos dejaron pasar y todo quedó en silencio. Luisa se detuvo delante del general.

—Mi novio —le dijo.

Cogido de sorpresa, tartamudeé ridiculamente, bajo su mirada:

—A sus órdenes, mi general.

El general, con la cara roja de repente, se enderezó:

—Nada, nada, muchacho. Aquí no hay generales. En esta casa todos somos iguales tan pronto como se cierra la puerta. Beba usted algo, sargento. —Y volvió a sentarse, casi dejándose caer en la butaca.

En una voz muy baja, como si se lo dijera a sí mismo, exclamó:

—¡Esta chica, esta chica!

Un oficial de Regulares se me quedó mirando fijo. Instintivamente me puse firme.

—¿Conque usted es el capricho de Luisa, eh?

Debí reírme con una risa estúpida:

—Es una broma de ella, mi capitán. —¿Era un capitán? Los pliegues del albornoz cubrían la insignia.

Me arrastró gentilmente fuera de la mesa y me dijo en voz baja:

—¿Se da usted cuenta que ha insultado al general?

—¿Yo? ¿Por qué?

—¡Caray! ¿No lo sabe? ¿De dónde sale usted?

—He venido hoy del campo y nunca había estado en Tetuán. Fui allí directamente desde Ceuta y aquí no conozco a nadie.

—Pero, hombre de Dios... Luisa es el ojito derecho del viejo esta jugarreta se la paga usted. Ande, desaparezca de aquí antes que nadie le pregunte su nombre.

Pero el general se había levantado:

—Vamonos, señores —dijo.

Al pasar acarició la barbilla de Luisa. Los oficiales se marcharon tras él, escoltándole. Sobre la mesa quedaban aún muchas botellas llenas. Mientras el pataleo del grupo resonaba aún en el corredor, Luisa se volvió a mí y se echó a reír. Hubiera cogido a aquella mujer por la garganta que se hinchaba espasmódica con la risa, y le hubiera estrellado la cabeza contra la pared. Me marché a la calle sin que nadie me detuviera. Preguntando me fui al casino de sargentos. Eran las cuatro de la mañana. Córcoles estaba jugando bacará. Se levantó al verme.

—Oye, ¿es verdad que te has acostado con la Luisa?

Se interrumpió el juego y todos se me quedaron mirando curiosos:

—Sí, ¿y qué pasa? Vamonos a dormir.

—Espera un momento a que acabemos esta baraja.

Me senté en uno de los divanes y me dormí. Desperté allí cuando la mañana estaba ya bien avanzada. Unos soldados estaban barriendo la sala. Me marché a la calle en busca de un café o de algo que me reanimara. Todos los sargentos que me iban encontrando en la calle parecían conocerme de toda la vida:

—¿Es verdad que te has acostado con la Luisa? —preguntaban.

Capítulo 4

La higuera

Un barreno no es más que un agujero en la roca, un tubo ahuecado por la punta triangular de una barra de acero que va entrando en la piedra a golpes de martillo. En el fondo de este túnel perforado en la entraña de granito se pone un cartucho de dinamita, un fulminante y una mecha. Rellenáis el resto del tubo con tierra apisonada fuertemente; encendéis la mecha y la dinamita explota: la piedra se abre como un fruto maduro que reventara salpicando con su jugo.

—¿Qué es esta mota, aquí? —había preguntado el comandante.

—Una vieja higuera —le había respondido yo.

—Un barreno y un cartucho de dinamita.

Y ahora, Jiménez, un minero de Asturias, junto con dos soldados, está haciendo un barreno en el corazón de la higuera. Jiménez blasfema porque a cada golpe la barra de acero se clava en la raíz y él tiene que arrancar la barra, retorcerla y aguantar el segundo golpe, para que otra vez el acero muerda la madera.

—¡Leche!, es más fácil hacer un agujero en granito.

Los soldados se ríen:

—Pero si esto es manteca.

Para ellos el trabajo no es duro; golpean suavemente porque un golpe de lleno hundiría la barra como un clavo en la madera jugosa. Pero Jiménez, que tiene que retorcer y arrancar la barra tras cada golpe, suda. Los otros aguardan a que termine, descansando sobre los largos mangos de los machos.

Estaba sentado sobre una de las raíces de la higuera y los golpes vibraban dentro de mí como una queja. Me daba lástima el viejo árbol y hubiera querido salvarlo.

En la lejanía se formó un grupo sobre la pista. Jiménez y los soldados interrumpieron su faena y miraron:

—Tenemos visita —dijeron.

El grupo marchaba lento a lo largo del desmonte, deteniéndose acá y allá.

—¿Cómo van las cosas? —me preguntó el comandante cuando llegó a nosotros.

—Muy despacio, mi comandante. Es muy difícil taladrar la madera. El barreno se agarra.

El comandante golpeó el tronco con su látigo:

—Un buen árbol. Lástima que tengamos que arrancarlo. Bueno, véngase con nosotros. Vamos a ver cómo tendemos el puente sobre el barranco.

Nos fuimos juntos cerro arriba. Nos perseguía el ruido intermitente de los martillazos, sordo y cada vez más lejano, como una queja, como si fueran las propias entrañas de la tierra y no las del árbol las heridas a cada golpe.

Se me ocurrió la idea en la tienda del capitán mientras estudiaba el ferroprusiato de la pista. Estábamos discutiendo qué anchura habíamos de dar a una curva para que pudieran pasar uniones de diez toneladas. La higuera seguía siendo una mota sobre el papel, un diminuto manojo de rayitas blancas sobre el fondo azul.

—Ya está —dije—. Aquí hay agua.

El comandante me miró asombrado:

—Caramba, ¿qué le pasa a usted?

—Perdone, mi comandante. Estaba pensando en la higuera. No hay necesidad de destruirla.

—¿Qué otra cosa va usted a hacer? ¿Quiere usted un puente para pasar por encima?

—No, señor. Algo mejor. Una fuente.

—Bueno, bueno. Bébase algo; bébase una cerveza y sigamos.

—Pero estoy seguro de que aquí hay agua, mi comandante.

—Vino, vino, muchacho; no beba agua, que da las palúdicas.

El comandante encendió un cigarrillo y se me quedó mirando de arriba abajo. Debí ponerme terriblemente colorado.

—Bueno, cuéntenos su historia de la fuente y de la higuera.

El capitán se echó a reír y a guiñar sus ojillos bizcos. Le hubiera dado de bofetadas. Vergonzoso, comencé a explicar:

—Yo creo que aquí, al final de la barrancada, hay agua a flor de tierra. Hay un rincón que siempre está húmedo y cubierto de hierba y palmitos. Si encontramos la vena, podemos hacer una fuente; y así podría construir un pilón para beber los caballos y ensanchar un poco la pista para formar una plaza alrededor de la higuera. Al fin y al cabo, desde Tetuán hasta aquí no se encuentra agua en ninguna parte sin salirse del camino. Si me da usted permiso, hacemos una zanja en busca del agua. Total, no son más que unos golpes de pico.

El comandante se quedó pensando un momento y dijo:

—Bueno, inténtelo. Siempre nos queda tiempo de volar la higuera.

Cuando volví al lado del árbol después de haberse ido el comandante, Jiménez blasfemaba más furioso que nunca. Cuanto más profundo penetraba el barreno, más fuertemente se agarraban las raíces esponjosas a la punta triangular que ahora brillaba como plata.

—Dejad eso, ya no volamos la higuera.

Orgullosamente, les expliqué mi idea a los tres. En seguida formamos una cuadrilla de moros que comenzaron a cavar al pie del cerro. Al poco rato la tierra rezumaba y comenzamos a explorar en busca de la vena de agua. Aquella tarde la encontramos, y al anochecer quedó allí un arroyuelo que serpenteaba a través del tajo yendo a inundar las raíces de la higuera.

«Y ahora, madre —escribía yo en mi carta—, hemos puesto un tubo de hierro y sale un chorro tan grueso como mi brazo. Vamos a hacer un pilón para que beban los caballos y una plaza alrededor de la higuera.»

El tubo de hierro existía sólo en mi imaginación. Pero yo no le podía contar a mi madre que el manantial estaba allí vertiendo agua día y noche, encharcando la tierra e inundándola, sin que nadie se preocupara.

Porque la historia de la higuera constituía el tema de la carta de mi madre. Le había prometido una carta al menos cada semana, y Dios sólo sabe el trabajo que me costaba escribir y encontrar algo que decir. En aquella carta el sujeto era la higuera, «mi higuera», y naturalmente la historia tenía que tener un final feliz: un caño de hierro fundido y un pilón de piedra y cemento. Una multitud de caballos bebiendo con toda la sed de África. Nosotros tampoco pasaríamos más sed.

Había otra razón también: mi madre era una mujer simple con conocimientos escasos. Leía con trabajo y escribía mucho más trabajosamente aún. Tenía ya sesenta y cuatro años y el trabajo y las penas la habían desgastado. África era para ella una pesadilla horrible, un desierto con unas pocas palmeras solitarias, donde los soldaditos españoles eran asesinados despiadadamente. Mis descripciones nunca la convencían. ¿Cómo podía creer que Ceuta no era ni más ni menos que un pueblo andaluz al otro lado del estrecho? Su mente estaba atiborrada con una mezcolanza de historias y tradiciones: piratas berberiscos, cautivos redimidos por frailes de la Merced, esclavos a bordo de una galera, remando incansables bajo el látigo del cómitre moro que se pasea arriba y abajo entre los blancos de forzados. ¡Oh, sí! Ella nunca decía estas cosas; la gente se reiría de ella. Lo pensaba a solas. Su cerebro estaba lleno de historias de viejos libros que ella había leído de joven, en voz alta, junto al hogar de la casona del pueblo.

Yo mismo, cuando era un muchacho, solía leerle en las tardes La cabaña del tío Tom y ella nunca se cansaba de escuchar. Había conocido aun los esclavos negros. Me contaba historias de la guerra de Cuba, historias terribles llenas de cadáveres de españoles que habían sido macheteados o morían de la peste bubónica y del vómito negro. Todos estos horrores los trasplantaba al África desierta. La travesía de Algeciras a Ceuta suponía para ella atravesar el océano, enfrentándose con el mar embravecido, arriesgando el ser destrozado contra las rocas de la costa.

Pero aquella carta —lo sentía entonces y lo supe después —por cierto—, la carta con la historia del manantial y de la higuera, mi madre la conservó entre sus viejos papeles. La releyó infinitas veces, sus gafas balanceándose en la punta de su nariz, envolviéndose en la frescura del viejo árbol y el caño de hierro cantarín que vertía su agua en el pilón profundo donde los caballos bebían ansiosos.

Pusimos una tubería de cinc encauzando el manantial. Hicimos un pilón circular con piedras y cemento. Los moros hacían allí sus abluciones de la mañana; me saludaban:


Salaam aleicum
.

—Aleicum salaam
.

Un día, un soldado que estaba picando tierra en la pista gritó: un escorpión había clavado un aguijón en la planta de su pie a través de la suela de cáñamo de sus alpargatas. Había muchos escorpiones negros, de unos doce centímetros de largo, ocultos bajo la superficie de la tierra, que se volvían furiosos cuando se les molestaba. El pie del soldado comenzó a hincharse casi instantáneamente. Le llevamos a la posición y pedí al sanitario de la compañía, un muchacho de Cáceres sordo como una tapia, que me trajera el estuche de cirugía de urgencia. Me alargó una caja llena de instrumentos completamente oxidados.

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