La forja de un rebelde (122 page)

Read La forja de un rebelde Online

Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
12.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

Comencé a hablar de los problemas que me atormentaban. García escuchó cuidadosamente y sus preguntas sutiles me empujaron a hablar más y más. Era un consuelo. Les conté la historia tal como yo la había visto, la censura antes del 7 de noviembre, el funcionamiento de la oficina en la Telefónica, el papel de la junta de Defensa, las órdenes de Valencia, la confusión, la negligencia, la fatiga de esta batalla estúpida. El camino a Valencia es largo, y yo hablé y hablé, para aclarar mi mente, para desahogarme, mientras García escuchaba y hacía preguntas. Cuando llegamos a la ciudad, fuimos directamente a un bar para comer algo y para beber un vaso juntos antes de separarnos. Y fue únicamente entonces cuando García dijo:

—Bueno, compañero, ahora dame las señas del fulano ese. Esta noche le vamos a hacer una visita.

—Caray, ¿para qué?

—Ah, no te preocupes, aquí en Valencia a veces la gente desaparece de la noche a la mañana. Se los llevan a Malvarrosa, al Grao o a la Albufera, se ganan un tiro en la nuca y el mar se los lleva. Bueno, algunas veces los devuelve porque le dan asco.

Lo dijo con la cara tan seria como la había tenido durante todo el viaje. Me asusté:

—No creo que merezca ni aun eso. Primero, no creo que Rubio sea un traidor a la República. Ha trabajado muchos años con Álvarez del Vayo, ¿sabes? Además, es uno de los pocos que conocen algo sobre la prensa extranjera. Perderíamos una ayuda y provocaríamos un escándalo fuera. Y por último, esto es una cuestión mía, personal.

García se encogió de hombros:

—Bueno, como quieras. Tú te lo guisas y tú te lo comes, pero yo te digo que un día te va a pesar. Conozco el tipo y por causa de ellos vamos a perder la guerra. ¿O tú crees que nosotros no sabemos las cosas que la censura deja pasar? Ese hombre es un fascista y ya le tenemos marcado hace mucho tiempo. Además, le hemos avisado más de una vez. Tú podrás decir lo que quieras, pero a ése le damos el paseo más tarde o más temprano.

Aquello me liberó de mi resentimiento apasionado contra el ministerio. Yo sabía demasiado bien que la censura de prensa extranjera cometía muchos más disparates por suprimir que por dejar pasar, noticias o comentarios. Veía ahora qué lejos estaba también de estos anarquistas y de sus sentimientos, a pesar del resentimiento y de la indignación que nos unía.

Fui solo a la oficina de prensa.

Era temprano en la mañana. Brillaba el sol en un cielo sin nubes. Después de las nieblas y de los vientos de Madrid, el aire de Valencia era como un vino fuerte. Marchaba despacio a través de un mundo extraño en el que la guerra no existía más que en unos carteles antifascistas, enormes, y en los uniformes de milicianos paseantes. Las calles estaban abarrotadas de gentes y de automóviles, las gentes bien vestidas, orgullosas y chillonas, con tiempo y dinero a su disposición. Las terrazas de los cafés estaban llenas. Una banda de música tocaba una marcha en una plaza. Los vendedores de flores llevaban manojos de claveles blancos, rojo y rosa. Los puestos del mercado estaban llenos de comida, pavos y gallinas, bloques de turrón, uvas, naranjas, granadas, dátiles, piñas. Me asaltó un limpiabotas y le dejé que puliera mis zapatos con polvo de Madrid. Las granadas no zumbaban en el aire, no. Pasó un camión lleno de evacuados de Madrid, y brinqué. Quería hablar a los chiquillos asombrados, tan asombrados como yo.

La oficina de prensa se había instalado en un viejo palacio. Sorbí la suntuosa y sucia escalera de mármol y me encontré en un
hall
con las paredes tapizadas de brocado, descolorido por los años; desde allí, un ordenanza me mandó a través de un laberinto de pasillos en el que se encadenaban habitaciones llenas de máquinas de escribir, de multicopistas, de sellos de caucho, de montañas de papel. Las gentes no me reconocían, ni yo conocía a la mayoría de ellas. Como un paleto di vueltas de un lado a otro hasta que Peñalver me encontró y me saludó como si fuera un resucitado de entre los muertos. Peñalver había sido ordenanza en Madrid.

—Tiene usted que vivir en casa mientras esté en Valencia —me dijo—. No se encuentra una habitación, y además su hermano duerme con nosotros. Voy a decirle a don Luis que está usted aquí.

Me recibió con toda solemnidad, como la verdadera cabeza del departamento a pesar de que la pompa era escuálida y llena de desorden. Afable, pulido, ni frío ni caluroso, los ojillos de lagarto escondidos a medias detrás de las gafas ahumadas, la punta oscura de su lengua paseándose veloz por sus labios. Y yo no dije nada de lo que pensaba decir cuando abandoné la Telefónica. En Madrid había planeado perfectamente cómo enfrentarme con sus palabritas suaves; aquí, en Valencia, él estaba en su propio campo, y yo no era más que un Quijote loco, incapaz de someterme, de conformarme o de tomar la decisión salvaje que me había ofrecido el anarquista García.

Rubio Hidalgo me dijo blandamente que lo sentía mucho, pero que no tenía tiempo aquella mañana para discutir conmigo la situación; que me marchara a ver la ciudad y que volviese al día siguiente. Me marché. En la valla de un solar estaban mirándome los ojos abiertos de los niños asesinados en Getafe, las caritas trágicas cuyas fotografías yo había salvado. Un cartel de propaganda. Un llamamiento eficaz a todos. Me lo había imaginado diferente, tal vez porque era yo el que pudo haberlos asesinado por segunda vez y había escogido darles vida nueva.

No sabía qué hacer conmigo.

Por la tarde me fui a ver a mis hijos y a Aurelia en el pueblecillo donde estaban alojados. El ferrocarril de vía estrecha que me llevó allí era tan lento como un carro de mulas. El pueblo estaba bajo la administración de un comité de anarquistas que había requisado las casas más grandes para alojar a los refugiados de Madrid. Encontré a Aurelia en una vieja casa solariega de vigas gruesas y paredes de piedra y yeso desconchadas, grandes salas enladrilladas, un número fantástico de escaleras, un jardín húmedo y sombrío y una huerta llena de ortigas con un puñado de manzanos y naranjos. No había allí más que madres con sus hijos, veintidós familias, componiendo un ciento de personas. El comité había requisado camas y ropas de cama y había convertido en dormitorios las habitaciones mayores. Parecía un hospital o una de esas viejas posadas que tienen dormitorios comunales.

En la sala donde estaba Aurelia se alineaban diez camas a lo la go de las dos paredes principales. Ella y los tres niños compartía dos camas de matrimonio a cada lado de un balcón por el que entraba un sol cegador. La habitación estaba encalada y muy limpia, las cuatro madres que allí estaban parecían llevarse muy bien. En el próximo cuarto de hora descubrí que entre los distintos dormitorios existía un antagonismo de grupo feroz. Las mujeres no tenían nada que hacer, más que limpiar la habitación, preocuparse de sus chicos y cotillear entre ellas. El comité proporcionaba leche para los chicos y la comida para todos. Una de las mujeres que estaba en el dormitorio de Aurelia, cuyo marido había sido muerto en los primeros días de la lucha, estaba atendida totalmente por el comité y recibía cada día una lluvia de regalos de la gente del pueblo ropas para los niños, flores, dulces.

Los chiquillos se habían adaptado felices al medio extraño que los rodeaba y jugaban todos en la huerta. Aurelia exhibió su marido a través de los dormitorios, «un marido que era algo en el Ministerio de Estado». Ya tarde me preguntó:

—¿Qué planes tienes para esta noche?

—Me vuelvo a Valencia en el último tren. Peñalver me deja un cama en su casa. En cuanto pueda vendré otra vez a veros.

—No. Esta noche te quedas aquí. Ya lo he arreglado todo.

—Pero aquí no tengo sitio.

—Te digo que sí. Ya lo he arreglado yo. Las mujeres se van dormir a otro dormitorio esta noche, en cuanto sus chicos se queden dormidos, y nosotros nos quedamos solos.

—Quédate, papá...

Me subía a la garganta una repugnancia infinita y al mismo tiempo una ola de cariño y de piedad. Habíamos perdido la casa en Madrid, habíamos perdido todo lo que hace agradable la vida; me rodeaban los chicos, me tiraban del pantalón, no me dejaban ir. Los ojos de Aurelia suplicaban. Me quedé.

Pero aquella noche no dormí. Mentir es muy difícil.

El cuarto inmenso estaba alumbrado por dos lámparas de petróleo cuyo resplandor llenaba el cuarto de sombras. Al alcance de mi mano los niños dormían plácidamente en la otra cama. Aurelia lado a lado de mí. Estaba mintiendo cada momento que estaba allí. Había mentido a los niños pretendiendo una armonía con su madre que no existía. Había mentido a la madre, mintiendo una ternura que estaba muerta y que ya no era más que repulsión física. Había mentido a Ilsa, allá en Madrid. Me mentía a mí mismo construyéndome, una a una, justificaciones falsas de por qué estaba en una cama donde no quería estar, donde no debía estar, donde no podría estar más.

En la mañana tomé el primer tren a Valencia y dormí en el compartimiento cerrado y asfixiante, hasta que los otros viajeros me despertaron. Me fui a la casa de Peñalver y me acosté hasta la hora de comer. Por la tarde Rubio Hidalgo me repitió que no tenía tiempo y que dejaríamos el hablar para el día siguiente. Al día siguiente se había ido a Madrid. Cuando volvió, me enteré por otros que había nombrado a Ilsa la cabeza oficial de la oficina de Madrid. No me dijo nada, sólo que hablaríamos y arreglaríamos mi situación un día u otro. Esperé sin forzar las cosas; esperé un día y otro. Otra vez Rubio Hidalgo se marchó a Madrid en un viaje urgente. Cuando volvió era abiertamente hostil hacia mí, con un tono insolente en su voz. Tuvimos una bronca agria, pero al fin me callé y esperé. Mi batalla, tan clara en Madrid, en Valencia era sin esperanza y sin finalidad; en Valencia estaba solo y desesperado.

Se pasó una semana, lenta y tensa. El cielo estaba uniformemente claro, las noches uniformemente pacíficas, la vida de la ciudad inalterablemente divertida y alegre. Cada noche, mi anfitrión Peñalver, con su cara tallada a escoplo, sacaba después de cenar una baraja y una botella de aguardiente. Mi hermano Rafael, que había ido a Valencia después de la evacuación de su familia, se sentaba, silencioso y serio. A medianoche, Peñalver se iba a la cama un poquitín borracho. Yo seguía sin poder dormir.

Iba coleccionando historias de unos y otros: con el peso de Madrid en mi mente, trataba de entender el proceso de organización de la guerra. Pero mientras estaba esperando, desocupado y excedente, no podía encontrarme con las gentes que sin duda estaban entonces trabajando febriles. No veía más que los emboscados, los peces chicos de la burocracia tratando de justificar su existencia para sentirse seguros en su refugio, los empleados insignificantes del Ministerio de Estado que habían salido de Madrid, porque se lo habían mandado o porque tenían miedo. No tenían nada que hacer y criticaban y contaban historias llenas de malicia. A veces esta malicia se volvía contra nosotros, los que nos habíamos quedado en Madrid, los «locos» que habían echado las cosas a perder. Me hablaban así porque estaban convencidos de que yo había venido a Valencia para quedarme, después de intrigas sin fin para escapar de aquel infierno. Según ellos, los altos empleados del Estado estaban muy disgustados de que los que habían organizado la defensa de Madrid se portaran como si ellos fueran héroes y los evacuados oficialmente a Valencia cobardes. «Tiene usted que admitir que esas gentes se han arrogado poderes que no tenían», me dijo alguien muy redicho. «Sí, porque ustedes habían dado a Madrid por perdido», contesté. Pero era claro que, dijera lo que dijera, caería en el vacío, porque sonaba hueco y declamatorio. Me acordaba del anarquista García con un sentimiento inquieto, mezcla de camaradería y de odio; caía en largos silencios, escuchaba y miraba.

Me contaron que Rubio Hidalgo había afirmado que me iba a mandar a la censura de correos de Valencia «para que me pudriera allí» y que no se me permitiría volver a Madrid. Me contaron que había contado indignado cómo yo había usurpado su sillón en el ministerio. Decían que a Ilsa la dejarían en Madrid hasta que las cosas se arreglaran, si antes «no metía la pata hasta el corvejón». Rubio la manejaría perfectamente, porque no era más que una extranjera sin nadie que la garantizara y sin ningún conocimiento de España, y tendría que depender de él. Otros me contaron que políticamente era sospechosa y que se la expulsaría de España en seguida, si continuaba siendo tan amistosa con los periodistas extranjeros. De todas formas, Ilsa se había convertido en una leyenda.

Visitaba a mis chicos regularmente pero no volví a quedarme otra noche en el pueblo. Después de un altercado serio no hablé más con Aurelia y ella sabía que todo había terminado definitivamente.

Me sentaba con mi hermano en la terraza de un bar, atontado por el ruido. Me iba a la playa a contemplar las gentes revolotear alrededor de los restaurantes de moda o me quedaba contemplando las enormes sartenes en la cocina al aire libre de La Marcelina, donde se cocían las paellas bajo guirnaldas de mariscos rojo—cromo y trozos de pollos dorados a la sartén. El arroz que yo había comido días y días en Madrid había sido una masa rojiza como vomitona de borracho. Sobre las plataformas de tabla elevadas en la arena de la plaza, frente al mar, donde las mesas se pedían con anticipación, las mujeres evacuadas de Madrid mantenían una batalla furiosa de lujo exhibicionista con sus colegas valencianas. Se derrochaban fortunas en mantener una alegría ficticia, una seguridad que nadie tenía. Infinidad de gentes se habían hecho ricas de la noche a la mañana, contra el fondo de los cartelones gigantes que pedían sacrificios para ganar la guerra y para salvar Madrid.

Las oficinas estaban invadidas por una legión de nuevos organizadores: Peñalver, un ordenanza del Ministerio de Estado toda su vida, se despertó una mañana con una idea: crear un batallón ciclista. Los reclutas serían los ordenanzas ciclistas de los innumerables ministerios. No irían al frente, claro. Se entrenarían y organizarían para cuando hicieran falta. Él tenía bicicleta y sabía montar en ella; sus dos hijos eran ciclistas del Departamento de Prensa. Comenzó a divulgar la idea en otras oficinas, y al cabo de unos pocos días apareció en casa vestido con un flamante uniforme de capitán, una orden escrita autorizándole a organizar el batallón ciclista y otra orden autorizándole los gastos necesarios. Desde aquel momento comenzó a pensar en abandonar el ministerio en cuanto tuviera reclutas bastantes. ¡Y las bicicletas que iba a comprar! Bueno, por el momento tenía su sueldo de capitán.

Other books

Blood Rubies by Jane K. Cleland
Feral: Book One by DeHaven, Velvet
Facade by Kim Carmichael
Consider Divine Love by Donna J. Farris
Bronze Pen (9781439156650) by Snyder, Zilpha Keatley