Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Después de la primera semana de bombardeo de Madrid, cuando sus incidentes eran aún nuevos, los corresponsales comenzaron a irritarse por las restricciones impuestas a sus informaciones del frente. Ilsa mantenía que debíamos proporcionarles nuevo material, siguiendo el principio de que hay que alimentar a los animales que se tiene en la jaula; pero con excepción de nuestra oficina nadie tenía contacto con ellos. De los militares no podía esperarse que dejaran pasar más que lo que hacían. Los periodistas, por otra parte, buscaban la noticia sensacional y no les interesaba el aspecto social de nuestra lucha; o si les interesaba, lo convertían en propaganda cruda de izquierdas para lectores ya convencidos o en propaganda de derechas, en fantasmas amenazadores que asustaran a sus burgueses lectores. No podíamos sugerirles temas determinados, pero deberíamos facilitarles el poder escribir algo de la historia de Madrid. Era nuestra oportunidad, ya que éramos nosotros los que estábamos en el sitio más indicado para ello.
Un día que Gustav Regler vino del frente con botas altas de cuero, muy flamante en su nuevo cargo de comisario político en la XII Brigada —la primera de las Brigadas Internacionales—, se lanzó en un apasionado discurso en alemán con Ilsa como auditorio. Ilsa le escuchó atentamente y después se volvió hacia mí:
—Tiene razón. La Brigada Internacional es la cosa más importante que ha pasado durante años en el movimiento obrero y sería una inspiración tremenda para los trabajadores de todas partes, si supieran bastante sobre ello. Piensa en esto: mientras sus gobiernos están organizando la no intervención... Gustavo está dispuesto a llevar a los periodistas a su cuartel general y a hacer que el general Kleber los reciba. Pero no sirve de nada, si después nosotros no dejamos pasar sus historias. Yo estoy dispuesta a hacerlo.
Era otro paso audaz y tuvo también un éxito inmediato. Los corresponsales, comenzando por Delmer, del
Daily Express
de Londres, y Louis Delaprée, de
Paris—Soir
, regresaron con impresiones de lo mejor que existía en las Brigadas Internacionales genuinamente impresionados y llenos de historias y de noticias que llenarían las primeras planas. Habíamos echado a rodar la bola.
Sin embargo, después de una semana o cosa así resultó que sólo las Brigadas aparecían en los despachos de prensa, como si ellos solos fueran los salvadores de Madrid. Ilsa comenzaba a tener sus dudas; el éxito de su idea amenazaba destruir su finalidad. Yo estaba furioso, porque me parecía injusto que se olvidara al pueblo de Madrid, a los soldados improvisados de los frentes de Carabanchel, del Parque del Oeste y de Guadarrama, simplemente porque no existía una propaganda organizada que los mostrara al mundo. Aun antes de recibir instrucciones del Estado Mayor en Madrid y del Departamento de Prensa de Valencia, comenzamos Ilsa y yo a restringir los despachos sobre las Brigadas. A mí me produjo el incidente un sentimiento amargo de aislamiento entre nosotros, los españoles, y el resto del mundo.
En estos días Regler me pidió, como el único español con quien tenía contacto, que escribiera algo para publicarlo en el periódico del frente de su Brigada. Escribí una mezcolanza de alabanzas convencionales e impresiones personales. Di rienda suelta al miedo instintivo que había tenido al principio, de que las unidades internacionales fueran algo semejante al Tercio, desesperados dispuestos a jugarse la vida, sí, pero al mismo tiempo bárbaros y brutales, y a mi alegría al comprobar que en ellas existían hombres a los que sólo movía una fe política limpia y el afán de un mundo sin matanzas como la nuestra.
Aunque aún conversábamos en francés, Ilsa comenzaba a leer español con facilidad y se encargó de traducir al alemán lo que había escrito. Se metió de lleno a dar una versión de ello y de pronto exclamó:
—¿Sabes que tú podrías escribir? Bueno, es decir, si suprimes todas las frases pomposas, que me recuerdan el barroco de las iglesias de los jesuítas, y escribes en tu propio estilo. Hay aquí cosas muy malas y cosas muy buenas.
Yo le dije:
—Pero ¡yo siempre había querido ser un escritor! —tartamudeando como un colegial, encantado con ella y con su juicio.
Nunca se publicó el artículo, porque no era lo que el comisario político quería, pero el incidente tuvo para mí una importancia doble: desenterrar mi vieja ambición y, admitiendo mi resentimiento suprimido contra los extranjeros, sentirme liberado de él.
Aquel día se me puso esto mismo claramente de relieve a través de una caricatura: el líder socialista austríaco, Julio Deutsch, a quien se había hecho general por el Ejército Republicano español, en honor de las milicias de trabajadores de Viena que él había ayudado a organizar y que habían sostenido la primera batalla en Europa contra el fascismo, vino a visitar a Ilsa. Estaba recorriendo la zona con su intérprete Rolff y le había dado no sólo un coche, sino también la escolta de un capitán de las milicias como comisario político y guía. Mientras los dos primeros hablaban con Ilsa, tratando —como estaba viendo con furia— de convencerla de que abandonara Madrid y sus peligros, el guía español comenzó a charlar conmigo y lo primero que el hombre me dijo fue que «aquellos dos eran espías, porque siempre estaban hablando en su galimatías en lugar de hablar como cristianos». El hombre estaba realmente preocupado y excitado:
—Ahora dime tú, compañero, ¿qué se les ha perdido a éstos en España? No puede ser nada bueno. Te digo que son espías. Y la mujer esa seguro que lo es también.
El hombre me hizo estallar de risa, y traté de explicarle un poco las cosas, pero mientras le estaba hablando me encontré yo mismo contemplándome en un espejo: yo también era uno de esos españoles como él.
Delante de mí estaba Ángel con el uniforme típico de los milicianos, un mono azul encima de varias capas de jerséis llenos de rotos, un gorro con orejeras en cuyo frente estaba clavada una estrella roja de cinco puntas, un fusil en la mano y un enorme cuchillo envainado en la cintura; todo ello, y él también, lleno de barro seco, menos la cara alegre, partida en dos por una sonrisa de oreja a oreja:
—¡La madre de Dios! Ya creía yo que no iba a encontrarle nunca en este laberinto. Sí, señor, aquí estoy yo y no me he muerto, ni me han matado, ni nada. Y más fuerte que un roble.
—Angelillo, ¿de dónde sales tú?
—De por ahí, de alguna parte de un agujero. —Señaló por encima del hombro con el pulgar en una dirección indefinida—. Me estaba aburriendo en la clínica y como las cosas se estaban poniendo serias, pues me marché. Ahora soy un miliciano, pero de los de verdad, ¿eh?
A mediados de octubre, Ángel había sido destinado como ayudante a la farmacia de uno de los primeros hospitales de guerra. El 6 de noviembre desapareció de allí y nunca había vuelto a oír de él. La verdad es que creía que lo habían matado aquella noche.
—Sí, señor. En la tarde del 6 de noviembre me marché al Puente de Segovia y, ¿para qué contarle?, la paliza que les dimos, ellos a nosotros, los moros, los legionarios, los tanques y la repanocha. El fin del mundo. Por poco nos matan a todos y yo me creí varias veces que ya me habían matado.
—Bueno, pero te han dejado.
—Sí. Bueno..., no lo sé, porque la verdad es que no estoy muy seguro. Sólo ahora comienzo a darme cuenta. Alguien vino ayer y me dijo: «Angelillo, te van a hacer cabo». Y le dije: «Arrea, ¿por qué?», y el otro dice: «Yo qué sé; te han hecho cabo y nada más». Yo estaba pensando que se había colado o que era una broma, porque que yo supiera no estábamos en el cuartel, sino en un agujero en la tierra, cavando como locos para convertirlo en trinchera. Y entonces empecé a darme cuenta de las cosas. El Tercio y la Guardia Civil estaban dos casas más allá, mirándonos por las troneras y asándonos a tiros y allí estaba yo. No me había muerto. Y le digo a un camarada, bueno, un vecino de la misma calle que se llama Juanillo: «Oye, tú, ¿qué día es hoy?». Se me pone a contar con los dedos y a rascarse la cabeza y me dice: «Pues, chico, no lo sé. ¿Y para qué te hace falta saberlo?».
—Angelillo, me parece que estás un poco curda.
—¡Ca, no lo creas, no estoy borracho! Lo que pasa es que tengo miedo. No he bebido más que tres o cuatro vasos con los amigos y luego me he dicho: «Me voy a ver a don Arturo; bueno, si no lo han matado». Su señora me dijo que no salía usted de aquí, y aquí me he venido. Pero esto no quiere decir que no me gustaría beberme un vaso con usted o los que se tercien... Bueno, más tarde. Y como decía antes, no tengo nada que contar. Nada. Explosiones y explosiones desde el 6, hasta hoy que hemos terminado la trinchera; y no es que se hayan callado, ca, siguen tirando, pero ahora es diferente. Antes nos cazaban a la espera, como a conejos en medio de la calle, detrás de la esquina y hasta dentro de las casas. Pero ahora tenemos un hotel, palabra.
—Pero ¿dónde estás ahora?
—Al otro lado del Puente de Segovia, y en un par de días en Navalcarnero; ya lo verá. Y a usted, ¿cómo le va?
Tan difícil era para mí como para él el contar lo que había pasado. El tiempo había perdido su significado. El 7 de noviembre me parecía una fecha muy remota y al mismo tiempo me parecía que había sido el día antes. Cosas vistas y hechas se me aparecían en destellos, pero sin guardar relación alguna con el orden cronológico de los acontecimientos. No podíamos contar las cosas que habíamos vivido, ni Ángel ni yo, sólo podíamos recordar incidentes. Ángel había pasado todos esos días matando, sumergido en un mundo de explosiones y blasfemias, de hombres muertos y abandonados, de casas derrumbándose. No recordaba nada más que el caos y unos pocos momentos lúcidos en los cuales algo impresionaba su memoria.
—La guerra es una cosa estúpida —dijo—, en la que no sabe uno lo que está pasando. Claro que algunas cosas se saben. Por ejemplo, una mañana un guardia civil asomó la cabeza detrás de una tapia y traté de cargármelo. No me estaba mirando a mí, sino a algo o alguien que había a mi derecha. Se arrodilló fuera de la pared y se echó el fusil a la cara; yo disparé y el hombre cayó como un saco con los brazos abiertos, y yo dije: «Toma, por cerdo». En este momento alguien al lado mío dijo: «Vaya un ojo que tengo... ¿eh?». Y yo le contesté: «Me parece que te has colado esta vez». Bueno, pues, por si lo había matado él o yo, terminamos a bofetadas allí mismo. Desde entonces vamos siempre juntos y tiramos por turno; le llevo tres de ventaja. Pero hablando de otras cosas, doña Aurelia me ha contado un montón de historias, que ella no puede seguir así, que usted se ha liado aquí con una extranjera, que va a hacer una barbaridad un día... ¡Ya sabe usted cómo son las mujeres!
Presenté Ángel a Ilsa. Se entusiasmó de golpe, me guiñó los ojos dos o tres veces y se lanzó a contarle historias sin fin en su más rápido y castizo madrileño. No entendía ella mucho, unas palabras aquí y allí, pero le escuchaba con la mayor apariencia de interés, hasta que me harté de la comedia y me lo llevé al bar de la Gran Vía, al otro lado de la calle. Estábamos bebiendo Tío Pepe cuando comenzaron a caer obuses.
—¿Les da esto muy a menudo?
—Todos los días y a cualquier hora.
—¡Caray, me vuelvo a mi trinchera! Allí tenemos mejores modales. No me hace maldita la gracia venir con permiso y que me hagan piltrafas aquí... Y hablando de la guerra, ¿qué dicen las gentes aquí sobre ello? Aunque de todas maneras esto se acaba en unos días. Con la ayuda de Rusia, no dura ni dos meses. Se están portando. ¿Ha visto usted los cazas? En cuanto tengamos unos pocos más de ellos, se les acabó el cuento a los alemanes amigos de Franco. Ésta es una de las cosas que yo no puedo entender. ¿Por qué tienen que mezclarse estos italianos y alemanes en nuestras cuestiones, si a ellos no les hemos hecho nada?
—Yo creo que están defendiendo su propio lado. ¿O no te has enterado aún de que esto es una guerra contra el fascismo?
—Anda, ¿que no me he enterado? Y por si se me olvida, me lo están recordando a morterazos a cada minuto. No crea usted que soy tan estúpido como todo eso. Naturalmente que entiendo que todos los generalotes del otro lado se dan la lengua con los generalotes alemanes e italianos, porque son lobos de la misma carnada. Pero lo que no entiendo es por qué los otros países se quedan tan quietos, mirando los toros desde la barrera. Bueno, sí, lo puedo entender en los de arriba que son los mismos en todas partes, alemanes o italianos, ingleses o franceses. Pero hay millones de trabajadores en el mundo, y en Francia tienen un gobierno de Frente Popular, y... bueno, ¿qué es lo que están haciendo?
—Mira, Angelillo, confieso que yo tampoco lo entiendo.
No me hizo caso y siguió:
—Yo no digo que nos tienen que mandar el ejército francés, somos bastantes para terminar con todos estos hijos de mala madre. Pero al menos nos debían dejar comprar armas. De esto usted no sabe nada, porque está aquí, pero donde nosotros estamos, nos estamos peleando a puros puñetazos y esto es la pura verdad. A lo primero, no teníamos apenas un fusil y teníamos que guardar cola para coger el fusil del primero que mataran. Después, los mexicanos, y Dios los bendiga, nos mandaron unos fusiles, pero luego resultó que nuestros cartuchos eran un poco grandes para ellos y se atascaron. Después se nos dieron granadas de mano, o al menos las llamaban así. Eran unos canecos como cantimploras para llevar agua en una excursión y las llamaban bombas Lafitte; había que sacarles un alambre como una horquilla de mujer, tirarlas y salir corriendo, porque le explotaban a uno en las narices. Después nos dieron cachos de cañería llenos de dinamita que había que encenderlos con la colilla del cigarro; y así todo. Y mientras, en el otro lado, nos asan a morterazos que ni Dios se entera cuándo le caen a uno encima. ¿Ha visto usted un mortero de los suyos? Es como un tubo de chimenea con un punzón en el fondo. Ponen el tubo en un ángulo y dejan caer dentro una bomba pequeñita que tiene alas para que vuele bien. El punzón les agujerea el trasero y salen tubo arriba como un cohete y te caen encima de la cabeza. Y no se puede hacer nada como no se pase uno el día mirando a lo alto, porque le caen a uno encima sin hacer ningún ruido. Lo único que se puede hacer es cavar la trinchera en ángulos y meterse en los rincones. Matan a uno, pero no la hilera de todos, como hacían al principio.
—Bueno, calla un poco y descansa. Parece que te han dado cuerda como a un reloj.
—Es que cuando se lía uno a hablar de estas cosas, se le enciende la sangre. Yo no digo que los franceses no hayan hecho nada, porque nos han mandado algunas ametralladoras y la gente dice que unos cuantos aeroplanos viejos también, pero la cuestión es que no tienen riñones para hacer las cosas cara a cara, como Dios manda. Si Hitler le manda aviones a Franco, ¿por qué no nos los pueden mandar ellos a nosotros y con más derecho? Después de todo, les estamos defendiendo a ellos tanto como nos defendemos nosotros mismos.