Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Yo estaba atragantándome de risa un poco histérica. Claro, ¿qué otra herida podían haberle hecho a Ángel? La herida era como él. Ángel era indestructible. ¿Condenado? Tontería, estaba más vivo que yo. Apestaba a barro, a sudor, a sangre, a ácido fénico, pero estaba allí, guiñándome los ojos, pataleando sobre su tripa, contando el refugio que se había construido contra los morteros en su trinchera de Carabanchel, y qué borrachera iba a coger el primer día que saliera a la calle, porque el trasero no tiene nada que ver con emborracharse, ¿no es verdad? Ni con otras cosas tampoco.
Un muchacho muy joven, tendido en una cama opuesta a la de Ángel, comenzaba a irritarse con la verborrea de éste. Se lanzó en una tirada amarga y violenta. Le habían herido cerca del Jarama y su herida no era una broma. Su unidad, la brigada número 70, había sido mandada al frente sin apoyo alguno de los tanques y sin armas automáticas, nada más que porque ellos eran de la CNT, mientras que la brigada vecina, que era comunista, tenía de todo.
—Hemos atacado tres veces, compañero, y los fascistas nos han sacudido de firme. La tercera vez hemos cogido la posición, pero no nos hubiéramos quedado en ella si no hubiera sido por demostrar a esos granujas quiénes somos nosotros. Nos han jugado una mala pasada, pero ya vamos a saldarla un día a tiros con ellos.
Ángel se enfadó y torció la cabeza para enfrentarse con el muchacho:
—Tú, ¡idiota! Yo soy un comunista y no dejo que se nos insulte. Si hay que andar a tiros, nosotros también sabemos zumbar.
—Yo no me refería a ti, sino a los mandones vuestros. Los que pagamos siempre somos los pobres como tú y como yo y como muchos que se han quedado criando hierba.
—Qué mandones ni qué ocho cuartos —replicó Ángel—. A mí no me toma el pelo ningún mandón. Ahí tienes lo que me ha pasado con mi capitán. Ha sido mi vecino por más de diez años y es más joven que yo; lo han hecho capitán y ahora empieza a hablar de la disciplina del Partido y de la disciplina del ejército, porque somos un ejército, dice, y de qué sé yo cuántas cosas más. Bueno, tiene razón, todos somos soldados ahora, pero a mí no me da la gana de dársela. Con que, empiezan a asarnos a morterazos y nos dice que dejemos las chozas que habíamos hecho y que nos metiéramos en la trinchera. ¿Y sabes lo que le dije? Que a mí no me enterraban vivo y que la trinchera es mala para el reuma. Y le dije: «Mira, tú, cuando te daba miedo el padre confesor ya era yo un socialista y un comunista, o lo que sea, y a mí no me mandas». Se me puso muy serio: «¡Cabo García!» y me dijo que me metiera en un refugio contra los morteros, aunque fuera en el mismo infierno. «Un refugio, ¿eh? Pues me voy a hacer uno.» Me cogí un montón de puertas de las casas en escombro y un montón de somieres. Dentro de mi choza puse las puertas de pie, derechas como si fueran vigas, quité el techo de la choza, y encima de las puertas de canto hice un techo de puertas tumbadas. Luego até los somieres para que no se escaparan y ya está. Bueno, mi capitán decía que me había vuelto loco.
—¿Y no lo estabas, Angelillo?
—¡Vamos! Parece mentira que usted no lo entienda. Es una cuestión de balística. Mire: ahora cuando un mortero me cae encima del tejado, mientras estoy durmiendo, pues cae sobre los muebles y bota. Y pasa una de las dos cosas; o explota en medio del aire, y a mí eso no me importa, o vuelve a caer y sigue botando como una pelota de goma hasta que se le acaba la cuerda y se queda durmiendo en un somier. Y ya está. Por la mañana lo único que hay que hacer es recoger el mortero y mandárselo a ellos otra vez. Como ves, para que aprendas, he obedecido a mi capitán, disciplina y todo el cuento, pero he conservado mi libertad y no me entierran vivo en la trinchera. Los otros han empezado a buscar colchones y puertas. Y ahora, ¿qué me cuentas de los mandones? Nosotros somos un ejército revolucionario. —Se retorció sobre su tripa—: ¡Eso para que hables de la carne de cañón!
Ilsa y yo no podíamos contener la risa cuando volvíamos a nuestra oficina:
—A Ángel se le podría convertir en un símbolo como el Buen Soldado Schwejk —dijo Ilsa. Y me fue contando sobre el famoso libro del rebelde soldado checo que aún no conocía. Pero teníamos que seguir censurando despachos vacíos de sentido acerca de escaramuzas y bombardeos, escritos por gentes que no conocían a Ángel ni a los suyos. ¡Y cómo lo hacían!
Un famoso periodista inglés que acababa de llegar escribió una «historia humana» para el departamento de Londres de la agencia España. Contaba la historia de Gloria, una de las muchachas de los ascensores, que había mostrado un valor excepcional manejando el ascensor y evacuando gentes de los últimos pisos mientras los cascos de metralla caían sobre el techo del vehículo. Era una de las historias clásicas de la Telefónica, pero tuvo que describir a Gloria, que era rubia, como una morena de pelo endrino, con una rosa tras del la oreja «porque los lectores de Londres piden un poco de color local y no quieren que se les robe su idea de Carmen».
Mientras, el periodista estaba tiritando embutido en su gabán de lana... Herbert Matthews me alargó al mismo tiempo que una crónica la cuenta que quería pasar a su editor y que incluía los gastos por el tratamiento de sabañones; y para demostrarme que aquello no era una clave, me mostraba sus dedos amorcillados, llenos de úlceras, y con uno de ellos, un sabañón púrpura descaradamente instalado en la punta de su nariz melancólica.
Fue aquel mismo día cuando el doctor Normal Bethune, el jefe dictatorial de la Unidad Canadiense de Transfusión de Sangre, entró dando grandes zancadas, seguido de sus ayudantes, todos jóvenes y todos tímidos. Ilsa tenía que ir con él en seguida. En el piso donde estaban alojados habían encontrado un montón de documentos escondidos. Pero la mayoría estaban en alemán e Ilsa tenía que verlos. Se marchó con ellos y volvió horas después con un paquete de cartas y de fichas. El fichero era el de los miembros del Frente de Trabajo Alemán en Madrid: empleados de la Siemens Halske, la Siemens Schuckert, la AEG y otras grandes firmas alemanas. Las cartas eran la correspondencia entre mi antiguo conocido el abogado Rodríguez Rodríguez y sus amigos en Alemania; entre ellas estaba la fotografía que me había enseñado un día tan orgulloso, presumiendo de su sitio de honor entre los nazis. Ilsa tradujo la carta de un alto oficial nazi, en la que defendía a Rodríguez Rodríguez contra la crítica de que un católico no debía pertenecer al Partido. Aquello era una cosa natural, ya que Falange correspondía en España al movimiento nazi en las condiciones de la vida española. Una porción de viejos incidentes de mi vida anterior en la oficina aparecían ahora claros; aquello era parte del material que probaba la red que los nazis tenían tendida sobre España. Pero Bethune consideraba los documentos como su presa. En un uniforme de campaña inmaculado, sus cabellos grises rizados tendidos hacia atrás sobre su cabeza larga y estrecha, balanceándose ligeramente sobre la punta de los pies, estaba allí, reclamándolos como su tesoro. Él, en persona, se los llevaría a Álvarez del Vayo en su ambulancia del servicio de transfusión. Él no sabía nada del inquilino del piso. Cuando se instaló allí estaba vacío.
Regresé a la oficina perturbado por una hora de conversación con María. Me había pedido, con una ternura impresionante, que al menos saliera con ella un ratito todos los días, ya que tenía miedo de perder lo único que tenía valor en su vida. Se negaba a aceptar mi unión con Ilsa; volvería a ella; al final yo mismo vería quién valía más; no podía ser que yo estuviera enamorado de una extranjera o que ella lo estuviera de mí.
Pero, aunque yo sabía que estaba desesperadamente sola, no era para mí ya más que una extraña que me llenaba de lástima. ¿Cómo terminar aquello?
En la Telefónica, Ilsa estaba tensa y excitada. Su marido había llamado desde París. Por una coincidencia desafortunada, nunca había recibido su carta desde Valencia en la cual le había explicado el fin de su matrimonio. En el teléfono lleno de atmosféricos, y en un francés exacto, Ilsa le había contado lo que le pasaba, porque no quería hablar con él ni un momento con pretensiones falsas; pero la crueldad de ello la había conmovido profundamente. Apenas si me habló. El muchacho que estaba de turno como censor se quedó mirándola a través de sus gafas y moviendo su cabeza caballuna a un lado y a otro:
—No podía evitar el oírlo —me dijo—, y en la forma que lo ha hecho es una de esas cosas que se leen en las novelas. Nunca he creído que pudiera pasar en la vida real. Debe de ser una gran cosa, pero yo no podría hacerlo.
Aquella noche volvió a telefonear a París y decidió ir allí en avión. La embajada española arregló el que tuviera un asiento reservado: iría a discutir asuntos de propaganda, y a la vez a entrevistarse con su marido y dejar la situación definitivamente resuelta.
Me entró un pánico tremendo, pero no tenía derecho a pedirle nada. Me parecía que en el momento en que saliera de España la arrastraría la otra vida. Sus muchos amigos y su trabajo político serían fuerzas suficientes para ello. Tenía además una afección profunda por Kulcsar, su marido, que estaba entonces trabajando como consejero en la embajada española en Praga. Tampoco podía imaginar, en mi cerebro español, que una mujer fuera capaz de ir a encontrarse con su marido para decirle en su cara que todo estaba terminado y que se había unido a otro hombre. ¿O es que mi vida llena de líos y mi humor triste habían llegado a cansarla? ¿Es que mi experiencia del amor era exclusivamente mía y no de los dos? ¡Por qué es tan difícil enamorarse, aunque sea tan fácil! No es una cosa que parezca verdad en la vida. ¿Se marchaba dejándome? No tenía derecho a preguntarle nada.
Se marchó al día siguiente, sola en un pequeño coche. Tenía miedo por ella y miedo de París. La Telefónica se convirtió en un cascarón vacío y el trabajo en una cosa sin sentido. No dormía, si antes no me rellenaba de coñac. Mi cabeza no hacía más que girar alrededor de las mil y una posibilidades de que ella no volviera, en contra de la única sola de que lo hiciera. Los ataques del enemig! en el suroeste de Madrid eran anuncio de un nuevo ataque para cortar la comunicación con Valencia. Podía volver y el chófer, conociendo el cambio en el frente, tomar una de las transversales cerca del Jarama y caer de boca en las líneas fascistas. Podía volver y matarla uno de los obuses que entonces llovían sobre la ciudad. Lo más fácil era que no volviera nunca y me quedara solo.
Volvió, al cabo de seis interminables días. Mi bienvenida fue pobre porque la emoción me había dejado exhausto. Su chófer me contó una larga historia, de cómo había obligado al gobernador militar de Alicante a darle un coche oficial y cómo habían obtenido gasolina contando a los guardias de los depósitos que era la hija de un embajador ruso; ¿no estaba chalada aquella mujer haciéndose conducir toda la noche a través de ventiscas de nieve en La Mancha y con todos los garajes cerrados? La última gasolina la había obtenido en El Toboso, como si fuera el símbolo final de la quijotada.
Ilsa había obtenido una promesa de su marido de que se conformaría con un divorcio tan pronto como ella lo pidiera después de terminarse la guerra en España. Había comprobado que estaba segura de sí misma, pero aún tenía la esperanza de que aquello no sería más que un enamoramiento pasajero. Las reacciones del mundo exterior la habían deprimido profundamente: en lugar de tratar de entender el espíritu de Madrid, que la prensa de izquierda ensalzaba en grandes titulares, muchísima gente se preocupaba tan sólo de saber si era verdad que los comunistas se habían apoderado de todos los puestos de mando. Sin embargo, más y más escritores políticos querían venir a Madrid y nosotros tendríamos que servirles de guía; hasta yo mismo tendría que hacer algo de trabajo periodístico para la agencia España de París hasta que mandaran un corresponsal nuevo.
No tenía mucho tiempo para arreglar mis asuntos personales, porque la ola de peligro y de trabajo aumentaba una vez más. Pero estaba decidido a obtener mi divorcio de Aurelia y a plantear claramente la situación con María; la tortura y la alegría que me había proporcionado el viaje de Ilsa me hacían imposible el continuar un lío de relaciones forzadas, falsas y sin sentido. No era bastante el que Aurelia no fuera mi mujer más que de nombre, ni que mi contacto con María se hubiera quedado reducido a una hora de charla en un café o a un paseo en la calle. Hasta ahora la gente aceptaba y respetaba mi vida con Ilsa, porque lo habíamos elevado por encima del nivel de un
affaire
vulgar con nuestra completa franqueza y naturalidad; pero sabía que esta indulgencia romántica no iba a durar indefinidamente y que iba a llegar un día en el que surgirían las dificultades o las situaciones equívocas. No hablé de esto con Ilsa; era mi propio problema aunque para ella no existiera y sólo resintiera mi debilidad. Pero precisamente cuando había hecho acopio de coraje para romper con María definitivamente, María vino llorosa a contarme la muerte de su hermano más joven en el frente y me faltó el valor de producir un nuevo dolor. Seguí saliendo con ella un día sí y otro no, para dar un paseo y tomar un café juntos, odiándome a mí mismo, lleno de resentimiento contra ella, tratando de ser tan cariñoso como era posible dentro de la crueldad de todo aquello.
Un día, en mi desesperación, llevé conmigo a María para investigar el daño que había hecho un solo avión Junkers volando bajito sobre las casuchas de Vallecas en la tarde del 20 de enero y dejando caer un rosario de bombas en una placita donde las mujeres estaban cosiendo al sol y los chicos jugando a su alrededor. Había encontrado al padre de tres niños asesinados allí y pensaba que podía hacer lo que los periodistas nunca hacían, porque estas incursiones ya no tenían importancia para ellos. La casita del hombre —que era un vendedor ambulante de pescado— había sido destruida por siete bombas pequeñas. La mujer había caído muerta en la puerta con el niño de pecho agarrado al seno. Las dos chicas mayores habían sido muertas en el acto. Un chiquillo, a quien habían amputado el pie en el hospital General, de cuatro años, tenía su cuerpecito cubierto con más de cien heridas de metralla pulverizada. El chico mayor con los oídos sangrando, reventados por la explosión, lo había llevado a cuestas a la casa de socorro. Fuimos a visitar al chiquillo, a quien habían amputado el pie en el hospital General, y a escuchar la historia de labios del padre, Raimundo Mallanda Ruiz, mientras el niño nos escuchaba con los ojos muy abiertos y la mirada opaca.