La forja de un rebelde (137 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—¿Qué crees tú que le pasa que no se puede quitar el sombrero? A lo mejor tiene la cabeza como un pepino puesto de punta.

Pero los días eran largos. El trabajo que Ilsa tenía que hacer para la radio no bastaba a llenarlos, ni a agotar sus energías. Comenzó a traducir al alemán y al inglés algunas de mis charlas y a coleccionar material de propaganda, y todavía proporcionaba a muchos periodistas, que venían a verla, comentarios sobre los acontecimientos o su visión de la situación política. Parecía ser imposible para ella el no ejercer su influencia intelectual en una forma u otra, pero todo aquello tenía que volverse en su contra. Cortada de la censura, rechazada por todos los que temían contagiarse de la infecciosa enfermedad de caer en desgracia, aún tenía una gran influencia sobre la propaganda extranjera de Madrid, lo que no era ningún secreto.

Torres me trajo recado de un amigo suyo que era capitán de guardias de asalto en la sección política de la policía. Me ofrecía uno de sus jóvenes agentes como protección para que vigilara a Ilsa, que corría el riesgo de ser detenida bajo un pretexto u otro y «que le dieran el paseo». El capitán, a quien conocí entonces por primera vez, era un comunista; el muchacho policía, que desde entonces acompañó a Ilsa cada vez que salía a la calle y que hacía guardia a la puerta del hotel cuando estaba dentro, había ingresado también en el Partido Comunista; y ¡era de los comunistas de donde amenazaba a Ilsa el peligro! Los dos policías estaban furiosos por la idea de que con intrigas complicadas de «unos cuantos extranjeros y unos cuantos burócratas semifascistas» —como ellos decían—, se tratara de hacer daño a alguien que había pasado por la gran prueba de noviembre en 1936, fuera miembro del Partido o no. Era curioso el ver cómo la creciente antipatía contra los «extranjeros metijones» desaparecía en el caso de Ilsa, a quien consideraban como uno de ellos y atada a ellos a través de la terrible experiencia de la primera defensa de Madrid.

Era tan amargo tener que aceptar esta protección, que no podía discutirse sobre ello; y era aún peor el pensar en la posibilidad que tratábamos de evitar. Luchaba por no pensar en ello y no podía hablar de ello abiertamente con Ilsa, para no descubrirle mis miedos. Ella seguía quieta, más quieta que nunca, y a mí me ahogaban la rabia y la desesperación. Cuando se marchaba con Pablo —el policía— hablando del libro que John Strachey había publicado sobre el fascismo y el cual ella le había prestado en la reciente traducción española, me sentía de alguna manera más aliviado. El muchacho estaba dispuesto a luchar por ella. Cuando regresaban, regresaba con ellos todo lo absurdo y falto de sentido de la situación.

¿Qué podía hacer? Traté de hacer algo. Fui a ver a Miaja y le expliqué la situación. Y Miaja me contestó que nadie tenía nada personalmente en contra mía, pero que había gente que estaba dispuesta a inutilizar a Ilsa y que yo era un estorbo para lograrlo; si no me mezclaba más con ella no había duda de que se me protegería y ascendería. No se atrevió a ir más lejos con su consejo. Me fui a ver a Antonio, mi viejo amigo, que por entonces había llegado a un puesto importante en la secretaría provincial del Partido Comunista. Se azoró profundamente al verme y comenzó a murmurar recuerdos sobre los tiempos de Asturias en que yo le había protegido escondiéndole en mi propia casa. Él seguía siendo mi amigo y lo sería siempre... y, hablando como tal, francamente, ¿por qué se me había ocurrido divorciarme? ¿Era necesario? Yo siempre había tenido mis líos antes, sin dar escándalo. Lo que había hecho con el divorcio no era una buena cosa en alguien recomendado por el Partido para un puesto tan importante como la censura. Y en cuanto a aquella mujer extranjera —él no sabía nada oficialmente, pero había oído que algunos camaradas alemanes o austríacos, de todas maneras gentes que la conocían—, la consideraban una especie de trotskista, aunque esto no se había podido probar porque ella era demasiado inteligente para dar ningún paso en falso dentro de España. Era la dificultad: era demasiado inteligente para poder tener confianza en ella. Y yo me había dejado coger por ella. Debía dejarla; al fin y al cabo no era más que mi querida.

Le pregunté si ésta era la opinión y el consejo oficial del Partido. Lo negó ansiosamente: no, no era más que su opinión y un consejo de buen amigo. Le contesté de mala manera y después me alegré de no haberme dejado llevar del impulso de abofetearle; me di cuenta de que, en su manera estúpida, en realidad estaba asustado e infeliz y trataba honestamente de ayudarme. Pero en aquel momento no lo creía así.

Hasta entonces había encontrado mi consuelo en las charlas que radiaba noche tras noche. En ellas olvidaba el lado personal de las cosas que bullían en mi cabeza y hablaba del pueblo que encontraba en casa de Serafín, en las calles, en las tiendas, en el frente o en el jardincito de la plaza de Santa Ana, donde los obuses no conseguían echar a las parejas de enamorados, ni a las viejas haciendo calceta, ni a los gorriones. Pero cuando las noches se volvieron frías, en uno de los primeros días del mes de octubre, se presentó en la oficina, preguntando por mí, un hombre que traía instrucciones escritas de Valencia: era el nuevo censor y responsable de la radio.

Era un comunista alemán llamado Albin, a mis ojos muy prusiano, algo como un puritano inquisidor a juzgar por su cara huesuda. Con Ilsa escasamente se dignó ser cortés: escuchó su información sobre las emisiones extranjeras que estaban anunciadas, hizo sus notas y se marchó. Hablaba un español bueno, pero recortado y seco. «Haría el favor de someterle mi próxima charla, ¿no?» Lo hice y la aprobó. Di dos charlas más antes de preguntarle si iba a seguir dándolas o no, para aclarar la situación. Si hubiera dicho que sí, seguramente hubiera seguido, porque estaba enamorado de mi trabajo. Pero me replicó fríamente que se había acordado suprimir las charlas de La Voz Incógnita de Madrid.

Algunos días más tarde se presentaron dos agentes de policía a registrar nuestra habitación, mientras Ilsa aún estaba en el lecho. Pablo, su guardián, subió inmediatamente y les dijo claramente que estaba allí porque su sección estaba dispuesta a que se nos tratara con toda legalidad, ya que ellos nos garantizaban. Los agentes habían llevado con ellos a un muchacho alemán flacucho y azorado que debía traducir cada papel que encontraran escrito en alemán o francés. Mientras lo hacía, nos dirigía a Ilsa y a mí miradas agonizantes, contorsionando brazos y piernas en gestos lastimosos. Los documentos, que ilustraban la clase de trabajo que Ilsa y yo habíamos hecho durante el sitio, impresionaron y desconcertaron a los agentes. Se llevaron algunos de mis manuscritos, la mayoría de nuestra correspondencia, todas las fotografías y mi copia de una fábula mexicana
Rin—rin, renacuajo
, un poema que me había entusiasmado oyéndolo recitar durante la visita de los mexicanos intelectuales a Madrid, pocas semanas antes. Pero el presidente Azaña había hecho famosa la frase de «los sapos que croaban en sus charcas» y ¡seguramente la fábula contenía un doble sentido político! Se llevaron también un ejemplar de
Paralelo 42
de John Dos Passos, porque estaba dedicado a nosotros por el autor y Dos Passos se había declarado en favor de los anarquistas y del POUM catalanes. Y esto era sospechoso. Me confiscaron la pistola y el permiso de uso de armas. Pero después ya no sabían qué hacer. No se atrevían a arrestarnos. La denuncia que estaban investigando apuntaba a graves conspiraciones organizadas por Ilsa, pero encontraban nuestros antecedentes impecables, todos los documentos hablando en nuestro favor, y a mí, un viejo y ejemplar republicano. Además, no querían tener disgustos con otro grupo de policía. Miraron a Pablo, nos miraron a nosotros, y decidieron que lo mejor era que bajáramos a comer juntos y después ya verían lo que hacían. Al final de la comida nos estrecharon las manos y se marcharon.

Se había aclarado la nube amenazadora y el anticlímax nos hacía reír. No era fácil que en adelante usaran ya la policía para deshacerse de Ilsa. Yo presenté una queja airada contra los denunciantes y no escatimé mis opiniones sobre las personas que sospechaba estaban detrás de todo. En aquella comida, mientras charlábamos amistosamente con los agentes, había visto a George Gordon enrojecer y rehuir el mirarnos de frente. Un par de días más tarde hizo un movimiento como si fuera a saludarnos y le volvimos la espalda.

Quería alegrarme un poco. Me llevé a Ilsa a la vuelta de la esquina del hotel, al colmado Villa Rosa, donde el viejo camarero Manolo me recibió como un hijo perdido que vuelve, examinó escrupulosamente a Ilsa, le dijo que yo era un calavera, pero no de los genuinos, y que ella era la mujer exacta para meterme en cintura. Se bebió con nosotros un chato de manzanilla, temblándole el pulso, porque la guerra le había hecho viejo de golpe. No tenía comida bastante, tenía hambre. Cuando le di unas cuantas latas de conservas que nos había dado un amigo de las Brigadas, se mostró tan humildemente agradecido que me daban ganas de llorar. Por la tarde fuimos a casa de Serafín y nos sumergimos en la atmósfera cálida de los viejos amigos. Vinieron con nosotros, «para celebrarlo», Torres, Luisa y su marido. Pensaban todos que nuestras dificultades se habían terminado y en breve tendríamos otra vez trabajo en Madrid.

Pero Agustín, que cada día venía a visitarnos, le gustara a Rosario o no, me dijo brutalmente que tenía que marcharme de Madrid. En tanto que nos quedáramos allí, habría gente que lo resentiría. Las intrigas no siempre iban por caminos oficiales y a lo mejor se encontraba uno un tiro detrás de una esquina; por otra parte, no íbamos a tener un guardia de vigilancia para siempre. Además, en su opinión, yo me estaba volviendo loco allí.

Sentía en los huesos que tenía razón. Pero aún no quería dejar Madrid. Me sentía atado a él con todas mis fibras, aunque dolorosamente. Estaba escribiendo una historia sobre Ángel. Si no me dejaban hablar más por la radio, hablaría a través de la letra impresa. Creía que podía hacerlo. Mi primer cuento —la historia del miliciano y su mosca— había sido publicado en el
Daily Express
de Londres y lo que habían pagado por ello me había desconcertado, conociendo cómo se pagaba a los escritores españoles. Me daba cuenta de que la historia se había publicado sobre todo porque Delmer se había entusiasmado con ella y le había dado la ocasión de hacer una crónica suya, presentándola: «Esta Historia Se Escribió Bajo Los Obuses Por El Censor De Madrid», en grandes tipos y con un irónico comentario sobre el censor que había perdido sus inhibiciones de escritor censurando sus despachos. Pero de todas maneras, mi cuento había llegado a gentes que tal vez, a través de él, tendrían una visión de la mente de «tal pobre bruto», el miliciano. Quería seguir, pero lo que quería decir tenía sus raíces en Madrid. No iba a dejarlos que me echaran, y no podía marcharme antes de que se disipara de mi cabeza la niebla roja de ira que me invadía cada vez que miraba a Ilsa, aunque tuviera el consuelo de que estaba viva, libre y conmigo. Toda mi violencia interna surgía a la superficie cuando la veía aún amarrada a su galera y aún azotada por la actitud repugnante de gentes de su mismo credo. Y aún tan serena.

El hombre que me ayudó más entonces, como me había ayudado a través de todas las semanas infernales que habían pasado antes, fue un sacerdote católico, y de todos a quienes he encontrado a través de nuestra guerra, es el hombre para quien guardo mi mayor amor y respeto: don Leocadio Lobo.

No recuerdo cómo fue que llegáramos a hablar por primera vez. El padre Lobo vivía también en el hotel Victoria, y poco después de instalarnos nosotros allí, se convirtió en un concurrente habitual a nuestra mesa, juntamente con Armando. La confianza mutua entre él e Ilsa fue instantánea y profunda; yo sentí inmediatamente la gran atracción de un hombre que había sufrido y aún seguía creyendo en los seres humanos con una fe simple y grande. Sabía, porque yo mismo se lo había contado, que yo no era un católico practicante, sabía que me había divorciado y que vivía con Ilsa «en pecado mortal» y que intentaba casarme con ella en cuanto el divorcio fuera firme. No le ahorré mis discursos violentos sobre la clerecía política en complicidad con los poderes ocultos, ni mis discursos sobre la ortodoxia estúpida que me habían inculcado en mi edad escolar y me habían obligado a rechazar violentamente. Nada de esto pareció afectarle, ni impresionarle, ni menos aún cambiar su actitud hacia nosotros, que era la de un amigo cariñoso y cálido.

No llevaba sotana, sino un traje de alpaca negra que acentuaba su aspecto sacerdotal. Sus facciones regulares y bien modeladas habían sido surcadas por sus pensamientos y luchas; su cara tenía un sello de profundidad íntima que le colocaba aparte, aun en sus momentos de mayor expansión. Era una de esas gentes que os dan la impresión de que sólo dicen lo que es su verdad interior y no están dispuestos a hacerse cómplices de lo que creen una mentira. Me parecía una reencarnación del padre Joaquín, el sacerdote vasco que había sido mi mejor amigo durante mi niñez. Curiosamente, el origen de ambos era similar: el padre Lobo, al igual que el padre Joaquín, era el hijo de simples campesinos, de una madre que había parido muchos hijos y que había trabajado sin descanso toda su vida. A él también le habían mandado al seminario, niño aún, bajo la protección de los señores, porque en la escuela era un chiquillo que descollaba y porque sus padres se alegraban de verle escapar de la miseria de ellos. El también había dejado el seminario con la ambición, no de vestir la púrpura, sino de ser un sacerdote cristiano al lado de los que tienen hambre y sed de pan y de justicia.

Su historia era bien conocida en Madrid. En lugar de quedarse en una parroquia elegante, eligió una parroquia de obreros pobres, rica en rebelión y blasfemias. No dejaron de blasfemar por él, pero le querían porque pertenecía a su pueblo. Al principio de la rebelión había tomado su lado, el lado del Gobierno republicano y había continuado su ministerio. Durante los más salvajes días de agosto y septiembre había ido, de día o de noche, a oír la confesión o a dar la comunión a quien se lo pidiera. La única concesión que hizo fue suprimir la sotana para no provocar incidentes. Había una historia famosa de que una noche dos anarquistas llamaron a la casa donde estaba viviendo, con sus fusiles montados y un coche a la puerta. Preguntaron por el cura que vivía allí. El amo de la casa negó que allí hubiera cura alguno. Insistieron amenazadores y el padre Lobo salió de su habitación.

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