La forja de un rebelde (117 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Era esta misma la impresión que se recibía al mirar a la calle desde las ventanas altas de la Telefónica. A veces se desgarraba el silencio de ciudad muerta lleno de estos ruidos pavorosos: el pozo estallaba en alaridos, ráfagas de luz cruzaban las calles acompañando el aullido de las sirenas montadas sobre las motocicletas, y el bordoneo de los aviones llenaba el cielo.

Comenzaba la hecatombe de cada noche; temblaba el edificio en sus raíces, tintineaban sus cristales, parpadeaban sus luces. Se sumergía y ahogaba en una cacofonía de silbidos y explosiones, de reflejos verdes, rojos y blanco—azul, de sombras gigantes retorcidas, de paredes rotas, de edificios desplomados. Los cristales caían en cascadas y daban una nota musical casi alegre al estrellarse en los adoquines.

Estaba en el límite de la fatiga. Había establecido una cama de campaña en el cuarto de censura de la Telefónica y dormía a trozos en el día o en la noche, despertado constantemente por consultas o por alarmas y bombardeos. Me sostenía a fuerza de café negro, espeso, y coñac. Estaba borracho de fatiga, café, coñac y preocupación.

Había caído de lleno sobre mí la responsabilidad de la censura para todos los periódicos del mundo y el cuidado de los corresponsales de guerra en Madrid. Me encontraba en un conflicto constante con órdenes dispares del ministerio en Valencia, de la junta de Defensa o del Comisariado de Guerra; corto de personal, incapaz de hablar inglés, ante una avalancha de periodistas excitados por una labor de frente de batalla y trabajando en un edificio que era el punto de mira de todos los cañones que se disparaban sobre Madrid y la guía de todos los aviones que volaban sobre ía ciudad.

Miraba los despachos de los periodistas tratando de descubrir lo que querían decir, cazando palabras a través de diccionarios pedantes para descifrar el significado de sus frases de doble sentido, sintiendo y resintiendo la impaciencia y la hostilidad de sus autores. No los veía como seres humanos, sino como muñecos gesticulantes y chillones, manchones borrosos que surgían de la penumbra, vociferaban y desaparecían.

Hacia la medianoche sonó el alerta y salimos al pasillo que en un rincón, al lado de la puerta, ofrecía un resguardo contra los vidrios proyectados por las explosiones. Continuamos allí terminando de censurar unos despachos a la luz de nuestras lámparas de bolsillo.

Por el extremo opuesto del pasillo vino hacia nosotros un grupo de personas.

—¿Es que no pueden parar estos periodistas ni en los alertas? — regruñó alguien.

Era una partida de periodistas que acababa de llegar de Valencia. Alguno de ellos ya había estado en Madrid hasta la mañana del siete. Nos saludamos en la penumbra. Entre ellos venía una mujer.

El alerta pasó pronto y entramos en el despacho. La lámpara, envuelta en papel morado, me impedía ver bien las caras y entre esto y la llegada de otros periodistas con despachos urgentes sobre el bombardeo, tenía una impresión confusa de quiénes habían venido. La mujer se sentó frente a mí al otro lado de la mesa: una cara redonda, con ojos grandes, una nariz roma, una frente ancha, una masa de cabellos oscuros, casi negros, alrededor de la cara, y unos hombros anchos, tal vez demasiado anchos, embutidos en un gabán de lana verde, o gris, o de algún color que la luz violada hacía indefinido. Ya había pasado de los treinta y no era ninguna belleza. ¿Para qué demonios me mandaban a mí una mujer de Valencia? Ya era bastante complicado con los hombres. Mis sentimientos, todos, se rebelaban contra ella.

Tenía que consultar frecuentemente el diccionario, no sólo por mi escaso inglés, sino también por el
slang
o jerga periodística y las palabras nuevas que creaba la guerra a cada momento con su armamento jamás usado. La mujer me miraba curiosa. De pronto cogió uno de los despachos del montón y dijo en francés:

—¿Quieres que te ayude, camarada?

Le alargué silenciosamente una página llena de una cantidad de «camelos». Me malhumoró y me hizo sospechar ligeramente el ver la rapidez y facilidad con la que recorría las líneas con sus ojos, pero tenía que quitarme de encima un montón enorme de despachos y la consulté varias veces. Cuando nos quedamos solos le pregunté:

—¿Por qué me has llamado «camarada»?

Me miró con gran asombro:

—¿Por qué me ha llamado «camarada»?

—No creo que lo diga por los periodistas. Algunos de ellos son fascistas declarados.

—Yo he venido aquí como una socialista y no como corresponsal de un periódico.

—Bueno —dije displicente—, entonces, camaradas. —Lo dije de mala gana; aquella mujer iba a crear complicaciones.

Comprobé y respaldé sus documentos; la mandé alojada al Gran Vía, el hotel exactamente enfrente de la Telefónica, y pedí a Luis el ordenanza que la acompañara a cruzar la oscura calle. Se marchó a lo largo del pasillo, tiesa y terriblemente seria, embutida en su severo gabán. Pero andaba bien. Una voz detrás de mí dijo: «¡Ahí va un guardia de asalto!».

Cuando volvió Luis, exclamó:

—¡Eso es una mujer para usted!

—¡Caray! ¿Le ha gustado, Luis? —pregunté asombrado.

—Es una gran mujer, don Arturo. Tal vez demasiado buena para un hombre. Y vaya una idea. ¡Venir a Madrid precisamente ahora! No sabe ni cinco palabras de español, pero si la dejan sola por la calle no se pierde, no. Ya tiene reaños esa mujer.

Al día siguiente vino a la censura a que le diera un salvoconducto y tuvimos una larga conversación en nuestro francés convencional. Habló francamente de ella misma, ignorando o tal vez no enterándose de mi antagonismo: era una socialista austríaca con dieciocho años de lucha política detrás de ella; había tomado parte en la revolución de los trabajadores de Viena en febrero de 1934 y en el movimiento ilegal que siguió; después había escapado a Checoslovaquia y vivido allí con su marido como una escritora política. Había decidido venir a España cuando estalló la guerra. ¿Por qué? Bueno, a ella le parecía que era la cosa más importante para los socialistas que ocurría en el mundo y quería ayudar. Había seguido los acontecimientos en España a través de los periódicos socialistas españoles, los cuales descifraba con la ayuda de sus conocimientos del francés, del latín y del italiano. Tenía un grado universitario como economista y socióloga, pero por muchos años se había dedicado sólo a trabajo de educación y propaganda en el movimiento obrero.

«¡Buena pieza me había caído en suerte! ¡Revolucionaria, intelectual y sabihonda!», pensé para mis adentros.

Y desde el momento que había decidido venir a España, pues, aquí estaba. Dios sabía cómo: con dinero prestado, con la excusa de que algunos periódicos de la izquierda, en Checoslovaquia y en Noruega, le habían prometido tomarle los artículos para informaciones telefónicas, nada más que unas cuantas cartas que mandara, pero sin darle un sueldo, ni menos aún dinero de presentación. La embajada en París la había mandado al departamento de prensa y éste había decidido pagarle los gastos de estancia. Rubio Hidalgo se la había llevado a Valencia con su convoy, pero, puesto que Madrid no había caído, ella se había empeñado en que al menos tenía que haber un periodista de izquierda en Madrid, y exigió volver. Escribiría sus artículos y serviría como una especie de secretaria—mecanógrafa a unos periodistas franceses e ingleses que estaban dispuestos a pagarle bien. Así que todo lo tenía arreglado. Se había puesto a la disposición del Departamento de Prensa y Propaganda y se consideraba ella misma como bajo nuestra disciplina.

Un discurso bonito. No sabía qué hacer con ella: o sabía demasiado o estaba loca como una cabra. Su historia, a pesar de todas sus cartas de presentación, me parecía un poco fantástica.

Entró en el cuarto un periodista danés, regordete y alegre, que había venido con ella desde Valencia. Quería que le censurara un largo artículo para
Politiken
. Lo sentía mucho, yo no podía censurar nada en danés, tendría que someterme un texto en francés o en inglés. Se puso a hablar con la mujer y ésta recorrió con la mirada las cuartillas escritas a máquina y se volvió a mí:

—Es un artículo sobre los bombardeos de Madrid. Déjeme que lo lea por usted. Ya he censurado otros artículos de él en danés cuando estaba en Valencia. Sería muy difícil para él y para su periódico si tuviera que traducirlo al inglés o al francés y después retraducirlo allí.

—Pero yo no puedo pasar un idioma que no entiendo.

—Llame a Valencia a Rubio Hidalgo y ya verá cómo me deja hacerlo. Al fin y al cabo es en nuestro propio interés. Luego volveré y ya me dirá lo que Rubio le ha dicho.

No me hizo mucha gracia su insistencia, pero le di cuenta a Rubio Hidalgo en el curso de la conferencia que teníamos siempre a mediodía. Me encontré con que no sabía pronunciar el nombre de la mujer, pero no había otra mujer periodista en Madrid. Y con la mayor sorpresa por mi parte, Rubio Hidalgo dio inmediatamente su conformidad y preguntó:

—¿Y qué está haciendo Ilsa?

—No lo sé exactamente. Va a escribir unos artículos, dice, y parece que va a escribir los despachos de Delmer y Delaprée, para sacar algún dinero.

—Ofrézcale un puesto en la censura. La paga corriente, trescientas pesetas al mes, más el hotel. Puede sernos muy útil. Conoce muchos idiomas, y es muy inteligente. Sólo que es un poco impulsiva, y confiada. Propóngaselo hoy mismo.

Cuando la invité a que se convirtiera en un censor, dudó por unos momentos. Después dijo:

—Sí. No es bueno para nuestra propaganda que ninguno de vosotros no pueda hablar con los periodistas en su lenguaje profesional. Acepto.

Comenzó aquella misma noche. Trabajamos juntos, uno enfrente del otro, sentados a cada lado de la amplia mesa. La sombra de la pantalla caía sobre nuestros perfiles y sólo cuando nos inclinábamos sobre los papeles nos veíamos uno al otro la punta de la nariz y la barbilla, distorsionadas y planas, por el contraste del cono de luz contra las sombras. Trabajaba rapidísimamente. Podía ver que los periodistas estaban encantados y se enzarzaban en rápidas conversaciones con ella como si fuera uno de los suyos. La situación me molestaba. Una vez, dejé el lápiz y me quedé mirándola, absorta en lo que leía. Debía de ser una cosa divertida porque la boca se curvaba en una sonrisa suave.

«Pero... tiene una boca deliciosa», me dije a mí mismo. Y me asaltó de pronto una curiosidad irresistible por verla en detalle.

Aquella noche charlamos por largo rato sobre los métodos de propaganda del Gobierno republicano, tal como los veíamos a través de las reglas de la censura, que le había explicado, y tal como ella había visto el resultado en el extranjero. Las dificultades terribles que atravesábamos, sus causas y sus efectos tenían que suprimirse en las informaciones de prensa. Su punto de vista era que aquello era una equivocación catastrófica, porque así se convertían nuestras derrotas y nuestras querellas internas en algo inexplicable; nuestros éxitos perdían su importancia y nuestros comunicados sonaban a ridículo, dando así a los fascistas una victoria fácil en su propaganda.

Me fascinaba el sujeto. Por mi experiencia personal con propaganda escrita, aunque esta experiencia nunca había sido más que desde un ángulo puramente comercial, creía también que nuestro método era completamente ineficaz. Tratábamos de conservar un prestigio que no poseíamos y estábamos perdiendo la posibilidad y la ocasión de una propaganda efectiva.

Los dos, ella y yo, veíamos con asombro que ambos queríamos la misma cosa, aunque nuestras fórmulas fueran diferentes y sus raíces de origen absolutamente distintas. Acordamos que trataríamos de convencer a nuestros superiores de que cambiaran sus tácticas, ya que para ello estábamos en una posición clave en la censura de prensa del Madrid sitiado.

Ilsa no se marchó a dormir al hotel. Confesó que la noche antes, cuando los Junkers habían sembrado sus bombas incendiarias, la había disgustado encontrarse sola en el cuarto del hotel, aislada e inútil. Le ofrecí la tercera cama de campaña que teníamos en la habitación y me alegré que aceptara. Desde aquel momento comenzó adormir a ratos y censurar a ratos, lo mismo que hacía yo, mientras Luis roncaba suavemente en su rincón.

Al día siguiente trabajamos sin cesar, charlando en cada rato que teníamos libre. Rafael me preguntó qué era lo que podía hablar con ella sin cansarme. Manolo le dijo que su conversación debía de ser fascinante porque me tenía atontado. Luis movía la cabeza afirmativamente con el aspecto de quien posee un secreto. Cuando se marchó, para escribir sus propios artículos en compañía de algunos periodistas ingleses, me quedé inquieto e impaciente. Las noticias del frente eran malas. El ruido de las trincheras había golpeado los cristales de nuestras ventanas todo el día.

A medianoche me eché en la cama de campaña bajo la ventana e Ilsa se hizo cargo de la censura de los despachos de madrugada.

No podía dormir. No sólo porque no dejara de entrar y salir gente, sino porque estaba en ese estado de agotamiento nervioso que le hace a uno girar en un círculo vicioso, sin descanso posible, mental y físicamente. Durante las noches pasadas no había dormido por los bombardeos y hasta me había tocado hacer de bombero cuando comenzaron a caer bombas incendiarias en uno de los patios de la Telefónica. Ahora estaba repleto de café puro y coñac. El no dormir me provocaba una irritación sorda que iba en aumento.

Ilsa se levantó de la mesa y se dejó caer en la otra cama puesta a lo largo de la pared de enfrente y se durmió casi inmediatamente. Era la hora más quieta, entre las tres y las cinco. A las cinco vendría uno de los corresponsales de las agencias con su crónica interminable de cada mañana. Me sumergí en un estupor semilúcido.

A través de mis sueños comencé a oír un ronroneo tenue y muy lejano, que se acercaba rápidamente. Así que, ¿tampoco iba a dormir aquella noche porque venían los aviones? A través de la penumbra púrpura del cuarto vi que Ilsa abría los ojos. Los dos nos incorporamos, la cabeza descansando sobre una mano, medio tumbados, medio sentados, frente a frente:

—Al principio me creía que era el ascensor —dijo. Los grandes ascensores habían estado zumbando sin cesar al otro lado del pasillo.

Los aeroplanos estaban trazando círculos sobre nosotros y el sonido se aproximaba más y más. Descendían, bajo y deliberadamente, trazando una espiral alrededor del rascacielos que era el edificio. Escuchaba estúpidamente el doble zumbido de sus hélices, una nota alta y una baja: «Dor—mir—dor—mir—dor—mir...».

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