La forja de un rebelde (136 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Nosotros, los de Madrid, no somos para ellos más que mierda, muchacho.

Había hecho bien con el coche y el coche se quedaba con nosotros mientras trabajáramos en la radio; con la radio no habría dificultades, al menos por ahora. El hablaría a Carreño España. Pero debía ganarme al nuevo gobernador de Madrid:

—Sí, muchacho, ya me han destituido de ser gobernador y me han dejado tan a gusto. La gente se estaba volviendo demasiado formal: esa chiquilla, Rosario, no vale gran cosa como mujer, ¿eh?, ha sido acreditada oficialmente ante mí, ante el gobernador civil, ante Carreño España, y ante yo no sé quién más, con toda la pompa y todos los honores. Va a tener todas las facilidades que tú no has tenido, pero para eso posee una colección preciosa de nombramientos oficiales, todos en orden. Los periodistas encontrarán que pueden recurrir a ella para todo.

Tendría que mirar las cosas despacio y obrar cautelosamente; si podía. Lo malo era que no iba a poder.

Después de su sermón, Miaja me invitó a beber con él. Lo dejé con el mismo peso, frío y nauseabundo, en la boca del estómago. Sí, nuestra posición era extremadamente precaria. Aún era el censor de la radio de Madrid y responsable de la estación EAQ por orden del general Miaja, pero ni el mismo Miaja creía que sus órdenes se iban a mantener mucho tiempo más. El hecho de que no tenía sueldo, ni gastos, posiblemente me daría algún tiempo más en que pudiera trabajar, pero era indudable que nadie iba a respaldarme. Ilsa no era más que mi ayudante voluntario en lenguajes que yo no comprendía, con conocimiento y aprobación de Miaja, pero sin nombramiento alguno. Seguiría haciendo el trabajo que había comenzado, es decir, la reorganización de las emisiones en idiomas extranjeros, hasta el momento en que uno de los ministerios decidiera convertirlo en un trabajo pagado. Podía ir a ver al nuevo gobernador civil de Madrid. Pero me faltaba el estómago para ir mendigando un favor, cuando yo había creado aigo en lo que creía y que estaba dando frutos espléndidos. Cientos de cartas de ultramar llegaban para La Voz Incógnita de Madrid, algunas abusivas, otras simples, la mayoría de ellas emocionantes; y todas mostraban que aquellas gentes escuchaban ávidamente algo personal y humano, que se salía de la rutina. Estaba convencido de haber escogido la manera adecuada de hablarles. Pero estaba determinado a no mover un solo dedo por mí. Si «ellos» —toda esa gente que estaba recreando una burocracia rígida— tenían tan poco interés en la esencia del trabajo, lo mejor que podían hacer era echarme abiertamente, como nos habían echado a Ilsa y a mí de la censura.

No hablaba a nadie sin que me fuera absolutamente necesario y, naturalmente, no hice las cosas más fáciles para quienes querían ayudarme. El día después de nuestra llegada, nos fuimos al hotel Victoria en la plaza del Ángel, donde el Ministerio de Propaganda tenía unas cuantas habitaciones reservadas; mientras trabajáramos para ellos (y el trabajo se amontonó inmediatamente después de nuestra llegada), nos tendrían que pagar la comida y el alojamiento. Como no existía oficina para la censura de la radio, me quedé en un cuarto vacío del Ministerio de Estado, esperando que me desalojaran de allí de un día a otro, aunque nunca lo hicieron. De mala gana, Rosario nos confirmó que tendríamos que seguir haciendo la censura de la radio. Lo hizo de mala gana, porque nuestra presencia en el ministerio creaba una gran dificultad para ella. Los corresponsales veteranos, muchos de los cuales estaban ausentes al tiempo de nuestro despido, tenían bastante experiencia en su trabajo para mantenerse en los mejores términos con las nuevas autoridades, pero seguían buscando a Ilsa como una colega, para discutir con ella las noticias; los censores venían a escondidas a pedirnos consejo; y nos hacíamos cargo de los huéspedes extranjeros para arreglar el que hablaran por radio. Era una división entre la autoridad oficial y la intelectual, dificilísima de sostener por ambas partes.

Rosario hizo cuanto pudo para asegurarme en la plaza: me llevó a un banquete dado por el gobernador civil de Madrid, esperando que yo arreglara con él la cuestión de la radio y pudiera tener una oficina propia, lejos de la censura de prensa. El día antes había estado yo en el frente de Carabanchel, y aquel día había estado luchando contra el sentimiento de náuseas cada vez que una granada había sacudido el ministerio. Me ardía la mente y me ahogaba la rabia contra aquella multitud llena de reverencias que se movía con remilgos de aristócrata, del buffet a las mesitas puestas a lo largo de la pared: todos muy afanosos en desprenderse del último olor de la «canalla» ruda, piojosa y desesperada que había cometido tantas atrocidades y que, incidentalmente, había defendido Madrid, cuando los otros lo abandonaron.

El gobernador civil era un socialista, bien alimentado y bien dispuesto, que estaba preparado a facilitarme el camino cuando Rosario me presentó a él. Pero yo no quería facilidades. Me bebí unas copas de vino, que ni me calentaron ni me enfriaron mi mente excitada, y en lugar de explicar el caso sobre la radio, me desaté en una arenga desesperada e incoherente, en la cual mezclé las ratas que había visto en la trinchera de Carabanchel, las gentes sencillas y estúpidas que creían que la guerra se estaba haciendo para asegurarles su felicidad y su paz futura, y me lancé en acusaciones contra los burócratas insensibles y reaccionarios. Quería ser «imposible», y fui imposible. Yo pertenecía a las gentes imposibles e intratables, no a los administradores untuosos. Cada vez que me encontraba con los ojos angustiados de Ilsa, gritaba más. Sentía que si cesaba de gritar, me echaría a llorar como un niño azotado. Era un consuelo saber que era yo quien me estaba rompiendo el cuello y no dejar que otros me lo rompieran.

Después, a las dos y cuarto de la madrugada me enfrenté con el micrófono en la cueva forrada de mantas y describí la trinchera de Carabanchel en la que nuestros hombres se habían instalado desalojando a la Guardia Civil de ella. Describí los refugios apestados a través de los cuales me había llevado Ángel, la carroña podrida del burro encajada por fuerza entre los sacos terreros destripados, las ratas, los piojos, y las gentes que allí vivían y luchaban. El secretario del Comité de Obreros, aquel hombre agrio de La Mancha que hacía pensar en las mujeres enlutadas y trágicas de la plaza del mercado de La Roda, se sonrió levemente y me dijo:

—Hoy, casi has hecho nueva literatura.

Mi viejo sargento carraspeaba y parpadeaba sin cesar, y el ingeniero de Vallecas, a cargo del control, llamó al teléfono para decirme que por una vez había hablado como si tuviera reaños.

Me sentía triunfante y alegre. Cuando salimos en la noche llena de estrellas, con su quietud puntuada por las explosiones de las granadas, nuestro coche no quería arrancar y los cuatro de nosotros, el sargento, Hilario, Ilsa y yo, le empujamos cuesta abajo en la desierta calle de Alcalá, cantando a voz en cuello el refrán de
La cucaracha
: La cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar porque le faltan, porque no tiene, las dos patitas de atrás...

Hubo noches en las cuales el éxito rotundo de una emisión ambiciosa, o de una nueva serie de charlas en inglés o italiano, me hicieron creer por un corto tiempo que se nos dejaría seguir con un trabajo que era claramente útil. Carreño España se había avenido a cubrir nuestros gastos básicos y a dejar al portugués Armando que comiera en el hotel Victoria, ya que no tenía casa ni quien pudiera guisar para él. El pan era muy escaso en Madrid entonces y lo mejor que el hotel podía proporcionar era sopa y lonchas delgadas de
corned—beef
. En las raras ocasiones en que había carne, no podía evitar el recuerdo de la procesión de mulas y burros enfermos a lo largo de la carretera de Valencia: «Carne para Madrid».

Pero en el ministerio, en las escasas horas en que trabajábamos allí para hacer la censura de la radio, el aire estaba cargado de tensión.

Torres, fiel y preocupado, me reprochaba que hubiera perdido la ocasión de convertirnos en empleados del Estado regulares, con todos los derechos de nuestro sindicato. Al mismo tiempo comenzó a hacer alusiones a los peligros que nos amenazaban. El sargento, como un perro grande y torpe, no sabía cómo demostrar su fidelidad; un día nos trajo solemnemente una invitación del cuartel de los guardias de asalto, nos llevó religiosamente a través de cada habitación y taller, y llenó los brazos de Ilsa de las flores llamadas «dragones», amarillos, salmón y escarlata. Nos avisó también de conspiraciones vagas y siniestras contra nosotros. Llizo trató de enseñar a Ilsa la manera andaluza de tocar la guitarra y se excusaba a cada momento de no estar más con nosotros, por no enfrentarse con la oposición de su jefe.

Un día, George Gordon vino, muy dulzón, y me dijo —su español era muy bueno— que se me podía permitir mantener la radio si estaba dispuesto a acercarme al Partido en la forma debida, aunque él pensaba que ya era un poco tarde. Por mucho tiempo habíamos estado haciendo lo que nos daba la gana y esto era una cosa peligrosa que se prestaba a muchas interpretaciones, o, ¡tal vez, a ser interpretado correctamente! La joven canadiense por la cual Ilsa había peleado con uñas y dientes, cuando la muchacha estaba sin trabajo y en situación difícil, recurría a toda clase de expedientes para no tener que saludarnos. La mujer australiana de nuestro locutor inglés, una joven comunista que Constancia había mandado de Valencia a petición nuestra, fue al menos decente: nos hizo ver perfectamente claro que para ella nosotros éramos herejes, peligrosos, como si tuviéramos lepra. Los de más experiencia entre los corresponsales estaban perturbados con lo que pudiera pasar, pero no extrañados de vernos en desgracia, porque cosas semejantes estaban pasando todos los días. Algunos de ellos pidieron a Ilsa que les ayudara en su trabajo, lo cual nos ayudaba financieramente y muchos de ellos se hicieron personalmente más amigos que nunca lo habían sido. Ernest Hemingway, a su regreso de Valencia, dijo con un ceño de preocupación:

—No entiendo una palabra de lo que pasa, es un lío indecente.

Y nunca cambió su actitud para con nosotros, en contraste con gentes muchísimo menos importantes, españoles y no españoles. Se estaba cerrando una tupida red sobre nosotros, lo sabíamos y nos teníamos que estar quietos.

Al final, después de semanas de una lucha sorda e intangible, un corresponsal inglés se sintió en la obligación de avisar a Ilsa, quien en los primeros tiempos había arriesgado su posición por defenderle a él de acusaciones políticas que hubieran tenido serias consecuencias. Le explicó lo que se estaba planeando: George Gordon estaba pidiendo a los periodistas que no tuvieran tratos con nosotros, porque éramos sospechosos y estábamos bajo vigilancia de la policía. La historia que había contado a los visitantes extranjeros, ignorantes de la situación, para mantenerlos efectivamente aparte de nuestro contacto, contenía detalles fantásticos: Ilsa era, o bien una trotskista y por lo tanto una espía, o había cometido actos imprudentes, pero de todas maneras se la arrestaría de un momento a otro, y lo menos que le podría pasar era que la expulsaran de España mientras que yo estaba de tal manera complicado con ella que durante mis charlas por la radio se cortaba la transmisión y yo seguía hablando delante de un micrófono desconectado sin darme cuenta de ello.

Lo absurdo e imaginario de estos detalles no podía disminuir la realidad de nuestro peligro. Yo sabía de sobra que si algunas gentes pertenecientes a los grupos comunistas extranjeros querían deshacerse de Ilsa por razones políticas o personales, se unirían con los españoles que, con razón o sin ella, me odiaban, y a través de ellos encontrarían los medios de utilizar la policía política.

Durante aquellos días, el bombardeo de Madrid aumentó en intensidad después de un período flojo. Hubo una noche en la que los servicios de bomberos y socorro dieron el parte de haber caído más de ochocientos obuses en diez minutos. El jugo de la náusea no abandonaba mi boca, pero no sabía si estaba producido por una recaída de mi choque nervioso o por la rabia desesperada e impotente de lo que nos estaba pasando. Me sentía otra vez enfermo, temeroso de estar solo y temeroso de estar entre la multitud, obligando a Ilsa a bajar al refugio de los sótanos del hotel y odiándolo a la vez, porque allí no podía oír las explosiones y sí sólo sentir la vibración de la tierra.

Y no sabía cómo protegerla. Estaba muy quieta, con una cara finamente dibujada y unos ojos grandes, serenos, que me herían más que un reproche. Con su realismo y con todo su poder de frío análisis, ella misma se veía perdida, pero no lo decía; y esto era lo peor.

Todos sus amigos trataban de demostrarle que no estaba sola. Torres trajo unos amigos suyos, una pareja, para que le hicieran compañía por las tardes; él, un capitán en un regimiento de Madrid, y su mujer, Luisa, la organizadora de un grupo de las mujeres antifascistas. La muchacha, llena de vitalidad y deseosa de aprender, se sentía feliz de poder hablar con otra mujer sin las subcorrientes de envidia y celos que envenenaban su amistad con las mujeres españolas de su misma edad, e Ilsa estaba contenta de ayudarla, escuchándola y dándole su opinión. Luisa había organizado un taller de costura y de arreglos de ropa para los soldados en el mismo edificio que las oficinas del regimiento, y se torturaba cuando veía que su marido gastaba bromas a una de sus oficialas que era muy guapa. Se encontraba cogida entre las viejas leyes de conducta y las nuevas, mitad pensando que, como un macho, su hombre tenía que seguir el juego con las otras mujeres, y mitad esperando que él y ella pudieran ser amigos completos y amantes. Las mujeres viejas de la casa de vecindad donde vivían le decían que no la quería él mucho cuando la dejaba ir sola por las tardes a sus mítines de Partido; y Luisa nunca estaba cierta de si no tenían un fondo de razón.

—A ti te lo puedo contar —decía—, porque eres una extranjera. Si fueras española, tratarías de quitármelo. Estoy segura de que me quiere y que quiere que trabaje con él. Tú sabes que a veces pasa así. Arturo te quiere mucho, ¿no? —Y miraba a Ilsa llena de esperanza de aprender el secreto.

En las tardes vacías, Ilsa se sentaba al enorme piano del hotel y cantaba canciones para los camareros y para mí. Tenía una voz grave, sin educar, amplia y suave cuando no la forzaba, y a mí me gustaba oírla cantar Schubert. Pero los anarquistas entre los camareros se sintieron felices de que sabía cantar su himno, después de no oír más que la
Intenacional
y el
Himno de Riego
, y era obligado que accediera a sus peticiones. Después, cuando nos sentábamos en el comedor, los camareros nos contaban historias de todos los recién llegados. Recuerdo una delegación americana que produjo un revuelo porque una de las mujeres, la humorista Dorothy Parker, se sentó a la mesa con un sombrero color ciclamen que tenía la forma de un pilón de azúcar, seguramente el único sombrero existente aquel día en Madrid. El camarero se inclinó hacia mí y me dijo bajito:

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