La forja de un rebelde (116 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Los guardias transportaron el enorme proyectil, ahora inofensivo, al patio. Alguien tradujo la tira de papel que se había encontrado en el hueco entre la espoleta y el corazón de la bomba. Decía en alemán: «Camaradas: no temáis. Los obuses que yo cargo no explotan. —Un trabajador alemán». Se abrieron de par en par las grandes puertas de hierro y sobre una mesa colocamos el obús, para que todos lo vieran. Vinieron miles a contemplar el obús y la tira de papel escrita en caracteres góticos. Ahora que los obreros alemanes nos ayudaban íbamos a ganar la guerra. «¡No pasarán, no pasarán!» Un avión, deslumbrante en la luz del sol como un pájaro de plata, volaba muy alto sobre nuestras cabezas. Las gentes se lo señalaban unos a otros: «¡Uno de los nuestros! Un ruso. ¡Viva Rusia!». El avión trazó una curva airosa, descendió sobre los tejados y dejó caer un rosario de bombas en el centro de la ciudad. La multitud se dispersó por un momento y volvió a conglomerarse para restaurar su fe, contemplando sobre la mesa el obús muerto, los guardias de asalto haciendo centinela.

Me fui a casa y recogí las fotografías de los niños asesinados en Getafe. Me las llevé al Partido Comunista para que se usaran en carteles de propaganda.

En la mañana del 11 de noviembre, Luis vino a decirme que dos extranjeros me estaban aguardando en la oficina de Rubio Hidalgo.

Cuando entré en el cuarto oscuro y mustio, con las señales todavía vivas de la huida reciente, me encontré con un hombre aún joven, de facciones enérgicas, móviles y bien coloreadas, gafas de concha y un tupé de pelos castaños rizados sobre la frente, paseándose de arriba abajo, y una mujer pálida y frágil, con labios desdeñosos y un moño de pelo ratonil, recostada contra la mesa. No tenía la más mínima idea de quiénes podían ser. Periodistas, no, desde luego. El hombre golpeó un manojo de papeles sobre la mesa y dijo en mal español, con un acento gutural:

—¿Quién es el responsable de todo esto? Tú, supongo, ¿no? — Hizo la pregunta en un tono agresivo que me revolvió. Contesté agrio:

—¿Y quién eres tú?

—Mira, camarada. Éste es el camarada Kolzov de
Pravda
e
Izvestia
. Venimos del Comisariado de Guerra y queremos saber algunas cosas sobre ti. —Ella hablaba con un marcado acento francés. Miré el montón de papeles. Eran los despachos de prensa mandados sin el sello de la censura el 7 de noviembre.

El ruso se volvió a mí y gritó:

—Esto es una vergüenza. Quien quiera que sea el responsable de esta clase de sabotaje, merece que le fusilen. Los hemos visto en el comisariado cuando alguien del ministerio los llevó para que se enviaran a Valencia. ¿Eres tú quien ha dejado a los periodistas decir estas cosas? ¿Tú sabes lo que has hecho?

—Lo único que sé es que soy yo quien ha evitado que esto siguiera pasando —repliqué—. Nadie se ha preocupado de ello, y tú me parece que también te has enterado un poco tarde. —Y comencé a explicar toda la historia, menos molesto por la manera imperativa de Kolzov que satisfecho de que al fin alguien se ocupara de nuestro trabajo. Terminé diciéndole que hasta entonces estaba encargado de la censura sin autoridad alguna, con excepción de la mía y la del improvisado Comité del Frente Popular, consistente en nueve personas.

—La autoridad de quien tú dependes es el Comisariado de Guerra. Vente con nosotros y Susana te dará una orden del comisariado.

Me llevaron en un coche al Ministerio de la Guerra donde encontré que la mujer, a quien llamaban Susana, estaba actuando como secretaria responsable del Comisariado de Guerra de Madrid; aparentemente sin más razón que el haber mantenido su cabeza firme, porque hasta entonces no había sido más que una mecanógrafa. Grupos de oficiales de las milicias entraban y salían, gentes entraban violentamente gritando que no les había llegado el armamento que les estaba destinado; y tal hombre, Kolzov, se mezclaba en cada discusión y gritaba con toda la autoridad de su vitalidad y de su arrogancia.

Me alegraba caer bajo el Comisariado de Guerra. Álvarez del Vayo, que era mi jefe supremo en su calidad de ministro de Estado, había sido nombrado comisario general. Aún no le conocía personalmente, pero estaba bien predispuesto por el sentimiento popular hacia él; había sido el primero de los ministros que había vuelto a Madrid y había hecho contacto con el frente de batalla de la ciudad sitiada. Todo el mundo narraba cómo él solo se había enfrentado con el grupo de anarquistas de Tarancón como un hombre. Las gentes recordaban que era él quien había dicho la verdad acerca de nuestra guerra a los diplomáticos, reunidos en Ginebra. Esperaba que, en las condiciones del estado de sitio, la censura de prensa extranjera se mantendría libre de interferencias de la burocracia del Ministerio de Estado emboscada en la retaguardia de Valencia.

La orden escrita que recibí del Comisariado de Guerra el 12 noviembre decía así:

Teniendo en cuenta el traslado a Valencia del Ministerio de Estado y de la necesidad indispensable de que el departamento de prensa de dicho ministerio continúe funcionando en Madrid, el comisario general de Guerra ha decidido que el dicho departamento de prensa dependerá de ahora en adelante del comisario general de Guerra y, por otra parte, que Arturo Barea Ogazón será responsable del mismo, con la obligación de rendir un informe de sus actividades al comisario general de Guerra.

En la tarde de aquel mismo día, Rubio Hidalgo llamó desde Valencia. Venía a Madrid para arreglar las cosas. Informé al comisariado. Me dijeron que no le dejara tocar un solo papel y que le llevara al Ministerio de la Guerra; ya se encargarían ellos de él.

—¿Y suponiendo que no quiera ir?

—Te lo traes entre dos guardias de asalto.

Hasta entonces había rehusado utilizar el despacho de Rubio. Era una habitación dispuesta para el jefe de sección que podía sentarse allí con todos los honores de su cargo, sin que le molestara el trabajo de otros. Por otra parte, odiaba el olor de la habitación. Pero cuando Rubio Hidalgo llegó de Valencia, le recibí en su propio despacho, sentado a su mesa, e inmediatamente le transmití la orden del Comisariado de Guerra. Palideció más de lo que era y guiñó sus ojos ganchudos:

—Bueno, vamos.

En el comisariado escuchó en silencio la reprimenda agria y cruda; después puso sus cartas sobre la mesa. Él era el jefe de prensa del Ministerio de Estado; el Comisariado de Guerra tenía que oponerse a cualquier acción desorganizada y brutal, puesto que reconocía la autoridad del Gobierno y su propio jefe era un miembro de él. La posición legal de Rubio era inatacable. Se acordó que la Oficina de Prensa y Censura en Madrid seguiría dependiendo de él en su calidad de jefe de prensa. Estaría bajo el Comisariado de Guerra en Madrid para las instrucciones inmediatas, y, a través del comisariado, bajo la junta de Defensa. El Departamento de Prensa del Ministerio de Estado seguiría pagando los gastos de la oficina de Madrid, los despachos censurados se seguirían enviando a Rubio Hidalgo. Estuvo suave y convincente.

Cuando volvimos al ministerio discutió conmigo los detalles del servicio: las reglas generales para la censura sobre cuestiones militares me serían dadas por las autoridades de Madrid. Acordamos que el servicio debía trasladarse en bloque a la Telefónica. Los periodistas pedían el cambio; la mayoría de ellos vivían en hoteles cercanos a la Telefónica y encontraban muy inconveniente el ir y venir todos los días al ministerio a través de un Madrid salpicado de cañonazos. Teníamos también el interés de liberar a los censores de la Telefónica de su trabajo eventual como censores de prensa y en organizar los turnos de trabajo con nuestro escaso personal. Rubio prometió mandarme desde Valencia otro censor. Se marchó con apreciaciones entusiastas para el trabajo arduo que habíamos hecho y con acendradas protestas de amistad. Me quedé convencido de que me odiaba, aún mucho más que yo a él.

Cuando nos hubimos instalado en la Telefónica, me fui por unas horas. Era mi primer descanso desde el 7 de noviembre. Tenía el cerebro acorchado y quería respirar un poco de aire. Ir a casa no había ni que pensarlo. Me marché Gran Vía abajo, hacia el barrio de Arguelles y el paseo de Rosales, el barrio que había sido casi demolido por el bombardeo concentrado en los primeros días de sitio, cuando los tanques alemanes de los rebeldes se preparaban trepar hasta la plaza de España. Habían comenzado a subir la cuesta de San Vicente, pero habían sido rechazados cuando casi llegaban a ver la estatua de bronce de don Quijote. Toda la parte de Argüelles alrededor del paseo de Rosales y de la calle de Ferraz, que debía haber sido la brecha abierta en la muralla de defensa, estaba entonces evacuada y declarada zona de guerra, como parte frente.

Se había disipado la niebla de la noche anterior y el cielo era despiadadamente azul. Contemplé cada brecha y cada agujero en el Cuartel de la Montaña. Los jardines al pie estaban pelados y sucios. Algunos de los agujeros servían de marco al sol en los patios. El edificio era ahora una cáscara vacía y silenciosa que recibía los ruidos del frente y los devolvía amplificados y terribles. El tableteo de las ametralladoras allá abajo repercutía en las galerías del cuartel.

Hasta aquí llegaban los signos de vida humana, el ruido de gentes en algún rincón abandonado del cuartel, compañías de milicianos marchando por las avenidas hacia el frente, centinelas de guardia en puertas rotas. Quise seguir en dirección al paseo de Rosales, pero un soldado me hizo retroceder.

—No se puede pasar, compañero, está barrido por las ametralladoras.

Seguí por la calle paralela, la calle de Ferraz. Estaba desierta. Conforme avanzaba, la calle muerta se iba apoderando de mí. Había casas absurdamente intactas, lado a lado de montones inmensos de basura y escombro. Había casas cortadas limpiamente por un hachazo gigante que mostraban sus entrañas como una casa de muñecas abierta. En los pocos días que habían transcurrido, las nieblas habían estado trabajando en silencio: habían pelado el papel de las paredes y lo habían convertido en largas tiras pálidas que flameaban al viento. Un piano caído sobre su cojera mostraba sus dientes blancos y negros. Se balanceaban las lámparas del comedor con las pantallas pretenciosas de faldillas bordadas, ahogadas de vigas desnudas. Detrás de una ventana flanqueada de erizados cuchillos de roto cristal, un espejo intacto, desvergonzado, reflejaba un diván que dejaba escapar sus intestinos.

Pasaba bares y tabernas: uno cuyo piso había sido tragado por la boca oscura y aún hambrienta de la cueva, otro con las paredes intactas, pero el mostrador de cinc arrugado, el reloj en la pared, una retorcida masa de ruedas y muelles y una cortinilla roja agitándose delante de nada. Entré en una taberna que no estaba herida, sólo abandonada. Sillas y banquetas continuaban alrededor de las mesas pintadas de rojo, las botellas y los vasos estaban aún como los dejaron los parroquianos. En la pila del mostrador, el agua era espesa y llena de lodo en el fondo. Por la boca de un frasco de vino, cuadrado, renegrido de posos secos de vino, apareció lentamente una araña, se afirmó sobre el borde con sus dedos peludos y se me quedó mirando.

Me marché de prisa, casi corriendo, perseguido por el grito y por la mirada de las cosas muertas. Los carriles del tranvía, arrancados del pavimento de piedra, retorcidos en rizos convulsos, me cerraban el paso, como serpientes llenas de furia. La calle no tenía fin.

Capítulo 2

En la Telefónica

Cuando se corre peligro de muerte se tiene miedo: antes, en el momento o después. También, en el momento crítico de peligro, se sufre el fenómeno que yo llamaré de «visibilidad». La percepción de todos los sentidos y de todos los instintos se aguza hasta un límite que permite «ver» —es decir, profundizar— en lo más hondo de la propia vida. Pero cuando el peligro de muerte adquiere caracteres permanentes por un largo período de tiempo y no es personalmente aislado, sino colectivo, o se cae en la bravura insensata o en el embrutecimiento pasivo; o la visibilidad subsiste y se aguza más y más aún, como si fuera a romper las fronteras entre la vida y la muerte.

Aquellos días del mes de noviembre de 1936, todos y cada uno de los habitantes de Madrid estaban en constante peligro de muerte.

El enemigo estaba en las puertas y podía irrumpir de un momento a otro; los proyectiles caían en las calles de la ciudad. Sobre sus tejados se paseaban los aviones impunes y dejaban caer su carga mortífera. Estábamos en guerra y en una plaza sitiada. Pero la guerra era una guerra civil, y la plaza sitiada, una plaza que tenía enemigos dentro. Nadie sabía quién era un amigo leal; nadie estaba libre de la denuncia o del terror, del tiro de un miliciano nervioso o del asesino disfrazado que cruzaba veloz en un coche y barría una acera con su ametralladora. Los víveres no se sabía qué mañana habrían dejado de existir. La atmósfera entera de la ciudad estaba cargada de tensión, de desasosiego, de desconfianza, de miedo físico, tanto como de desafío y de voluntad irrazonada y amarga de seguir luchando. Se caminaba con la muerte al lado.

Noviembre era frío y húmedo, lleno de nieblas, y la muerte era sucia.

La granada que mató a la vendedora de periódicos de la esquina de la Telefónica lanzó una de sus piernas al centro de la calle, lejos del cuerpo. Noviembre recogió aquella pierna, la refregó con sus barros y la convirtió de pierna de mujer en un pingajo sucio de mendigo.

Los incendios chorreaban hollín diluido en humedad: un líquido negro, seboso, que se adhería a las suelas, trepaba a las manos, a la cara, al cuello de la camisa y se instalaba allí persistente.

Los edificios destripados por las bombas exhibían las habitaciones rotas, mojadas por la niebla, sus muebles y sus ropas hinchados, deformes, desfilando los colores en una mezcla sucia, como si la catástrofe hubiera ocurrido años hacía y las ruinas hubieran quedado allí abandonadas. Por los cristales rotos de las casas en pie de los vivos entraba la niebla algodonosa y fría.

Tal vez os habéis asomado en la noche al brocal de uno de esos viejos pozos en el fondo de los cuales dormita el agua. Dentro está todo negro y en silencio y es imposible ver el fondo. Tienen un silencio opaco que sube de la tierra, de lo profundo, oliendo a moho. Si habláis, os responde un eco bronco que surge de lo hondo. Si persistís en mirar y en escuchar, acabaréis por oír el andar aterciopelado de las alimañas por sus paredes. Una cae de súbito al agua, y entonces el agua recoge una chispa de luz de alguna parte y os ciega con un destello fugaz, lívido, metálico; un destello de cuchillo desnudo. Os retiráis del brocal con un escalofrío.

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