La forja de un rebelde (114 page)

Read La forja de un rebelde Online

Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
4.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hacia las dos de la mañana alguien trajo la noticia de que los fascistas habían cruzado tres de los puentes sobre el Manzanares, el de Segovia, el de Toledo y el del Rey, y que se peleaba cuerpo a cuerpo dentro de las tapias de la cárcel Modelo. Esto significaba que estaban dentro de la ciudad. Me negué a pasar la noticia mientras no tuviera una confirmación oficial, y me marché a la sala de conferencias para advertir a los censores en los micrófonos. El americano, enorme —dos metros de altura y más de cien kilos de peso—, que había estado bebiendo sin cesar toda la noche, se enfureció conmigo: Franco había entrado en Madrid y él se lo iba a comunicar a su periódico, por buenas o por malas. El censor de la República se había terminado. Me cogió de las solapas y me sacudió como un pelele. Saqué la pistola, y se lo llevaron dos milicianos. Se dejó caer en una de las camas de campaña y comenzó a roncar instantáneamente. Cuando el último corresponsal hubo mandado su último despacho, el censor del teléfono y yo nos quedamos solos en la inmensa sala con aquel bulto informe roncando ruidosamente.

Todos los nervios los teníamos concentrados en el oído. Escuchábamos el ruido creciente de la batalla; el americano dormía su whisky estrepitosamente. Alguien le había echado encima una manta gris y sus dos pies, enormes, calzados con zapatos de gruesas suelas, sobresalían quietos y erectos como los pies de un cadáver.

No hablábamos. Teníamos los dos los mismos pensamientos y lo sabíamos.

La Gran Vía, la ancha calle en la que está la Telefónica, conducía al frente en línea recta; y el frente se aproximaba. Lo oíamos. Estábamos esperando oírlo de un momento a otro bajo nuestras ventanas, con sus tiros secos, su tableteo de máquinas, su rasgar de granadas de mano, las cadenas de las orugas de sus tanques tintineando en las piedras. Asaltarían la Telefónica. Para nosotros no había escape. Era una ratonera inmensa y nos cazarían como a ratas. Teníamos una pistola y unos cuantos cartuchos cada uno. Trataríamos de abrirnos camino a tiros a través de los corredores y las escaleras que conocíamos tan bien. Si perdíamos, mala suerte. Pero no esperaríamos a que nos mataran ellos fríamente. Nos defenderíamos hasta lo que pudiéramos.

Un muchacho joven, diminuto, el repórter en Madrid de la agencia Fabra, entró en el cuarto, con una cara lívida que se contraía en muecas. Me llevó en silencio a un rincón y balbuceó:

—Barea, ¡el Gobierno ha huido a Valencia!

—Ya lo sé. No te asustes y cállate. Lo sé desde las seis de la tarde, y no podemos hacer nada.

Se echó a temblar y a hipar, a punto de estallar en lágrimas. Le rellené con coñac, como se rellena una botella vacía, mientras lloriqueaba sobre la suerte de sus hijos. Vomitó y se quedó dormido al lado del americano.

El ruido de la batalla había disminuido. Abrimos las ventanas que daban a la Gran Vía. Era un amanecer gris. Mientras la niebla fría penetraba en la habitación, una nube densa, azulada, de humo de tabaco y de calor humano se escapaba en oleadas por la parte alta de las ventanas.

Me fui a dar una vuelta a través de los diferentes despachos. La mayoría de los periodistas se habían ido, unos pocos dormían en camas de campaña. Su cuarto estaba saturado de humo frío y vapores alcohólicos: abrí una de las ventanas, silenciosamente. Los cuatro censores de los aparatos estaban ahora todos despiertos, esperando su relevo. Las muchachas de los cuadros eran ya las del turno matinal y tenían los labios recién pintados y los cabellos aún húmedos. Los ordenanzas nos trajeron café negro, espeso, de la cantina y echamos un chorro de coñac en cada taza.

Uno de los censores del teléfono, un hombre canoso y quieto, deshizo un pequeño cucurucho de papel y sacó dos terrones de azúcar:

—Los últimos —dijo.

Al otro lado de la calle, a la puerta del hotel Gran Vía, había una hilera de automóviles. Decidí ir a despedir a Rubio Hidalgo. Los vendedores de periódicos comenzaban a vocear las primeras ediciones de la mañana. Ya no era un secreto que el Gobierno se había ido a Valencia. Madrid quedaba bajo el mando militar y se encargaría de su defensa una entidad de nueva creación: la junta de Defensa de Madrid.

—Y ahora, ¿qué, don Luis? —pregunté a mi jefe—. Madrid no ha caído.

—No importa. Usted haga lo que yo le he dicho ayer. El trabajo se ha terminado, ahora ocúpese de usted mismo. Deje usted a la junta de Defensa que monte su censura con unos cuantos oficiales, mientras dure. Madrid caerá mañana o pasado. Espero que no habrán cortado el camino de Valencia, pero no estoy muy seguro. La cosa se ha terminado. —Estaba muy pálido y los músculos bajo la gruesa piel blancuzca se contraían a veces.

Volví a la Telefónica, pagué a Luis el ordenanza y a Pablo el ciclista, y les dije lo que me había dicho Rubio Hidalgo. Luis, un viejo ordenanza del ministerio, ceremonioso y un poco untuoso en sus maneras, pero por dentro un hombre inteligente, resignado y simple, empalideció:

—Pero, ¡a mí no me pueden echar así! Yo pertenezco al personal del ministerio, soy un empleado de la plantilla del Estado y tengo mis derechos.

—Bueno. ¿Qué te voy a decir, Luis? Vete al ministerio y trata de resolver las cosas, pero no creo que nadie te haga caso. Se han marchado simplemente, Luis, y te han dejado en tierra. —Yo mismo me sentía desesperado—. Yo por lo menos me voy a casa. El trabajo aquí se acabó.

Mientras aún zascandileaba por allí, vino un censor de teléfonos y me dijo que
monsieur
Delume había pedido su llamada de todas las mañanas a París e insistía en mandar su despacho.

—Nosotros —me dijo el hombre— no tenemos ninguna orden de suprimir las conferencias de prensa, pero ¿cómo les voy a dejar a los periodistas hablar con el extranjero y sus despachos sin censurar? ¡Y ahora tú dices que has cerrado la oficina! ¿No crees que debíamos de suprimir las conferencias?

Traté de explicarle el caso de Rubio Hidalgo, pero a medida que hablaba iba tomando una determinación: yo había entrado en la censura no como empleado del Estado, sino como un voluntario de la guerra contra los fascistas. La prensa extranjera, nuestro contacto con el mundo exterior, no podía seguir recibiendo noticias sin control alguno, pero tampoco se la podía silenciar. La censura militar, de la que Rubio Hidalgo había hablado vagamente, no existía. Los militares tenían cosas más urgentes que atender. A lo mejor, lo único que podían hacer los militares era forzar a los periodistas a usar otros medios, como sus embajadas, y esto era aún peor. A pesar de lo que Rubio Hidalgo hubiera dicho, sólo los que estaban defendiendo Madrid, fueran quienes fueran, tenían el derecho de ordenarme abandonar mi puesto.

Me interrumpí en medio de una frase y dije al hombre:

—Vamos a hablar con los demás, las cosas no se pueden dejar así.

Formé consejo con los cuatro censores de teléfonos que eran empleados de la compañía Telefónica, pero a quienes se había dado órdenes de ponerse a disposición del Ministerio de Estado, y decidimos que yo me iría al ministerio y, si era necesario, a las nuevas autoridades que se encargaban de la defensa de Madrid, y obtendría instrucciones oficiales. Mientras tanto, ellos censurarían los despachos de prensa lo mejor que pudieran. Recogí los sellos de la censura y me fui con Luis y Pablo al Ministerio de Estado.

Los patios encristalados del ministerio estaban llenos de grupos, gritando y gesticulando. En medio del grupo más numeroso, Faustino, el majestuoso portero mayor, llevaba la voz cantante, mientras el sargento de guardias de asalto encargado de la custodia del edificio, escuchaba aburrido:

—Las órdenes que yo tengo son éstas, y las he recibido del señor subsecretario —gritaba Faustino—. Tengo que cerrar y ustedes se marchan ahora mismo a la calle. —Hizo sonar un manojo de llaves enorme, como un sacristán al anochecer para echar a las beatas rezagadas.

—¿Qué es lo que pasa aquí? —pregunté.

El torrente de explicaciones fue tal que no entendía una palabra y me tuve que volver a Faustino. Titubeó en contestarme. Era claro lo que pasaba por su mente: yo allí era un don nadie, ni aun tan siquiera un empleado de la «casa», mientras que él era el portero mayor del ministerio más importante de España, el poder detrás del trono de cada ministro y mejor afirmado que ellos; el dictador de escaleras abajo en el viejo palacio. Pero también era verdad que su mundo se había hundido, que se fusilaba a la gente, que... y decidió contestarme.

—Pues bien, mire usted, señor. La cosa es que esta mañana me llamó por teléfono el señor subsecretario de Estado y me dijo que el Gobierno se había ido a Valencia, y que él se marchaba en aquel momento; y que lo que yo tenía que hacer era cerrar el ministerio y decir al personal que se volviera a sus casas a medida que fueran llegando.

—¿Le ha mandado a usted una orden escrita para que cerrara el ministerio? —pregunté.

Era claro que esto no se le había ocurrido a ninguno.

—No, señor. Es orden personal del subsecretario.

—Perdone. Hace un momento ha dicho usted mismo que había sido una orden por teléfono.

—¡No me va usted a decir que yo no conozco su voz!

—Tampoco me va usted a decir que no puede imitarse una voz en el teléfono. —Me volví al sargento en tono de mando—: Bajo mi responsabilidad, usted queda encargado de que no se cierre el ministerio hasta que no haya una orden escrita de una autoridad superior.

Se cuadró:

—De todas formas yo no me hubiera ido, aunque se hubiera cerrado el edificio, porque yo no he recibido órdenes de mis superiores. Pero lo que usted me dice me parece bien. No se apure, esto no se cierra mientras yo esté aquí.

Me volví para ver lo que los otros decían.

Eramos unos veinte, todos de pie en medio del patio embaldosado y frío: diez de ellos, empleados del ministerio con sus cuellos planchados, duros, completamente absurdos en el Madrid de los milicianos; cinco o seis ordenanzas en uniformes azules galoneados con oro; y media docena de obreros de la imprenta del ministerio. Menos en cinco de estas caras, en todas las otras vi claramente una incrédula confianza mezclada con miedo; no era difícil de entender el porqué. El ministerio, esta pieza de la maquinaria del Estado en la cual alguno de ellos había gastado su vida entera, había desaparecido de la noche a la mañana. Podían creer en las realidades de la guerra, la revolución, el peligro en que estaba Madrid, la amenaza de Franco y sus tropas, pero no podían creer que el edificio del Estado se derrumbara de golpe y en su derrumbamiento enterrara sus sueldos, su posición social, la base misma de su existencia. Estos empleados modestos, clase media sin más lustre que su título de empleado del Estado, la mayoría de ellos sin creencias políticas, habían visto la tierra bajo sus pies. No pertenecían a ningún sindicato... ¿Dónde iban a ir, qué podían hacer? Se encontraban de golpe en medio de la calle, sin un grupo que los soportara, incapacitados de pedir protección contra el riesgo de que los fusilaran. Se quedaban sin hogar y sin esperanzas si se cerraba el ministerio.

Por su parte, el ejército rebelde podía entrar en la ciudad aquel mismo día y se les encontraría como empleados de la República hasta el último momento. Era muy tarde para decidirse por uno de los dos bandos.

Mi intervención les daba una esperanza nueva y les salvaba de responsabilidad futura. Si Franco tomaba Madrid, sería yo, el revolucionario, quien se había apoderado del ministerio por la fuerza bruta y les había obligado a seguir trabajando. Si Madrid resistía, se encontrarían entre los valientes que se habían quedado, que habían resistido sin abandonar su puesto, y nadie les discutiría sus derechos como fieles sirvientes de la República.

Gritaron todos su aprobación. Estaban dispuestos a soportar mi proposición. Faustino se marchó lentamente, regruñendo entre sí, sacudiendo airado su manojo de llaves.

Torres, un joven impresor, se ofreció a acompañarme a la junta de Defensa, pero ni él ni yo, ni nadie, sabía dónde estaba. Al fin nos decidimos a recurrir a Wenceslao Carrillo, un viejo líder socialista que los dos conocíamos y que era el subsecretario del Ministerio de la Gobernación. Como nos figurábamos, aún estaba en Madrid y en su oficina del ministerio, un cubículo de piedra, húmedo y frío, apestando a papeles apolillados y a moho. Había en la ridiculamente pequeña habitación unas dos docenas de personas y el aire era irrespirable. Carrillo se paseaba furioso entre el enjambre de empleados y oficiales de asalto. El viejo socialista, que rebosaba siempre un optimismo sanguíneo y saludable alrededor suyo, era indudable que aquella mañana estaba de mal humor, sus ojos ribeteados de rojo de una noche en vela y su cara congestionada. Como siempre, hablaba brusco, pero sin sus guiños picaros:

—Bueno, y vosotros dos, ¿qué queréis?

Le explicamos la situación en el Ministerio de Estado: no se podía cerrar el ministerio y la censura mientras estuvieran en Madrid las embajadas y los periodistas extranjeros. Por el momento yo había evitado que se cerrara, pero me hacía falta una orden oficial, algo, en fin, que regularizara la situación:

—¿Y qué queréis que yo le haga? Todos estamos en el mismo lío. Se han marchado y aquí se queda Wenceslao para dar la cara a lo que venga. ¡Así se los lleve el diablo a todos ellos juntos! Claro que a mí no me han dicho una palabra de que se marchaban, porque si me lo hubieran dicho... Bueno, mirad, arregladlo entre vosotros mismos como podáis. Id a la junta de Defensa.

—Pero ¿dónde está la junta de Defensa?

—¿Y yo qué demonios sé dónde está? El amo es Miaja y Miaja anda por ahí pegando tiros. Y si no, lo mejor que podéis hacer es ir al Partido y que os den allí instrucciones.

No fuimos al Partido Socialista, que era lo que Carrillo pretendía. Yo había perdido toda mi confianza en su capacidad de asumir la autoridad y responsabilidad en una situación difícil, y mi compañero Torres, un viejo miembro de las juventudes socialistas, hacía poco que se había unido a los comunistas. Nos fuimos al comité provincial del Partido Comunista. Allí nos dijeron que la junta de Defensa no estaba aún constituida, pero que Frades, uno de los destacados en el Partido, sería secretario del Comité Ejecutivo de la junta. Frades nos explicó que nuestro caso no podía resolverse hasta que la junta existiera de hecho; debíamos volver a verle al día siguiente, y mientras tanto lo mejor era que no abandonáramos el ministerio. No discutió lo que yo había hecho, ni yo tampoco le pedí su opinión. Era obvio que ningún puesto de importancia en Madrid debía abandonarse.

Other books

Stormcatcher by Colleen Rhoads
Between the Sheets by Prestsater, Julie
Lenin: A Revolutionary Life by Christopher Read
A Proposal to Die For by Vivian Conroy
Anything You Want by Erin Nicholas
Hazard Play by Janis McCurry
Exit Plan by Larry Bond