La forja de un rebelde (112 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Me fui con él. La carretera estaba atestada de coches y milicianos en ambas direcciones. Algunos gritaban que el Alcázar se había rendido, otros que lo haría de un momento a otro. Cerca de Toledo, se espesaba la multitud. La roca estaba coronada de explosiones. Las ambulancias pasaban lentas por el puente y el pueblo las saludaba con los puños en alto. Nos dirigimos a la fábrica, pero inmediatamente dimos de lado toda esperanza. Los camiones de la fábrica estaban preparados para transportar a Madrid todas las existencias de tubo de latón y las estampadoras para fabricar cartuchos. Fausto se desesperó. Ninguno de los dos estábamos de humor para volver a Toledo. Le propuse que volviéramos a Madrid por el camino de Torrijos, para que pudiéramos detenernos en Novés.

En Torrijos, las calles estaban atascadas por carros y coches. Los habitantes estaban cargando en ellos ropas, colchones y muebles, dándose prisa unos a otros y gritando:

—¡Que vienen los fascistas!

Un viejo a quien le pregunté, me replicó:

—Vienen los fascistas y nos van a coger. Ayer nos tiraron bombas desde los aviones y mataron a mucha gente, y esta mañana les oíamos los cañonazos. ¡Usted no sabe la gente que ha pasado ya por aquí! De todos los pueblos, hasta de Escalonilla, que no está más que a media hora.

Novés estaba casi vacío. Unas mujeres corrían aún por las calles. Los dos casinos estaban cerrados. Le dije a Fausto que guiara al molino del tío Juan. Allí nos encontramos al viejo atando unos bultos con la ayuda de dos de sus mozos. Se asombró al verme:

—¿Qué hace usted por aquí? Ya puede usted darse prisa, porque los fascistas se echan encima. Esta noche nos vamos nosotros a Madrid.

—Bueno, entonces no vendrán tan de prisa —dije yo.

—Mire, don Arturo, esos fulanos están ya en la carretera. Aquí tiraron unas bombas hace dos días. Mataron las dos vacas del pueblo, a la Demetria, al chico y al marido. La gente dice que esta mañana ya han visto moros de descubierta en la carretera de Extremadura. Créame lo que le digo: si no se dan prisa, no pasan. Ya nos encontraremos en Madrid y le contaré lo que ha ocurrido aquí. Ha sido algo horrible.

Dejamos Novés en dirección de la Puebla de Montalbán y cuando llegamos a la carretera de Extremadura, desierta, Fausto miró arriba y abajo, paró el coche y dijo:

—Bien, aquí estamos. ¿Qué hacemos? ¿Nos volvemos a Toledo?

—Yo creo que el camino a Madrid aún está libre. Vamos para adelante, pero pisa el acelerador. No me gusta esta calma.

La carretera estaba desierta, pero también estaba regada de montones de trapos, ropas y correajes, gorros, mantas, vasos y platos de estaño y fusiles; las cunetas aparecían más y más llenas de estos despojos. En la distancia sonaron disparos de fusil y ametralladora y en la dirección de Toledo oímos la explosión de cinco bombas. Fausto guiaba a toda velocidad. Comenzamos a pasar milicianos sentados en la cuneta, descalzos, las botas o las alpargatas al lado de los pies desnudos. Después comenzamos a sobrepasar a otros, marchando aún, trabajosamente, la mayoría de ellos sin fusil, en mangas de camisa o camiseta, las caras y los pechos desnudos rojos de sol y de sofoco. Nos gritaban que les dejáramos montar y nos cubrían de insultos al no detenernos. Ibamos esperando un tiro por la espalda de un momento a otro. Por último, la carretera se convirtió en una masa humana. Milicianos cojeando, mezclados con campesinos que marchaban llevando del ronzal la mula o el burro en el que iban la mujer y los chicos, o conduciendo un carro de labranza cargado de bultos y de utensilios, la familia encaramada en lo alto sobre los colchones. Así llegamos a Navalcarnero.

Un oficial y unos pocos guardias de asalto habían formado un cordón a través de la carretera. Paraban a los milicianos huidos, les hacían entregar las armas y los mandaban alinearse en la plaza. El pequeño destacamento tenía una única ametralladora, montada en la plaza, y que contenía el pánico. Los vecinos de Navalcarnero estaban cargando sus carros y cerrando sus casas.

Detuvieron también nuestro coche. Fausto y yo nos apeamos y explicamos al oficial el objeto de nuestro viaje. La cara del oficial era una máscara estriada de polvo y sudor. Teníamos simplemente que ir al Ministerio de la Guerra —explicaba Fausto— para que los camiones del ejército se encargaran de recoger el material antes de que se apoderaran de ello los fascistas.

En aquel momento, un grupo de milicianos con fusiles rompió a través de la multitud y por un instante estuvo a punto de romper también el cordón de guardias. El oficial nos dejó con la palabra en la boca y se subió al techo de nuestro coche:

—¡Alto! ¡Atrás, o disparo la máquina! Escuchad...

—Cállate tú ya, con tantos mandos, ¡voceras! O nos dejas pasar o pasamos por reaños —gritó uno de los milicianos.

El oficial replicó:

—Bueno, vais a pasar, pero escuchadme primero.

Los milicianos desarmados comenzaron a agruparse alrededor del coche. Fausto murmuró:

—¡Si escapamos con bien de ésta, hemos nacido hoy!

Pero el oficial hablaba bien. Llamó a los milicianos cobardes, en su propia cara, y les hizo ver qué vergüenza sería llegar a Madrid en el estado que estaban; les lanzó los peores insultos por haber tirado los fusiles en la cuneta y terminó explicándoles que podían reorganizarse en Navalcarnero y esperar allí hasta que llegaran las fuerzas de relevo que habían salido de Madrid. Al final gritó:

—Y nada más. Los que tengan algo de hombre que se queden, los otros se pueden marchar. Pero al menos nos tienen que dejar sus fusiles, para que podamos defendernos.

Un clamor delirante ahogó sus últimas palabras. Había vencido.

El oficial saltó a tierra e inmediatamente organizó piquetes que fueran a recoger de la carretera todos los fusiles que fuera posible. Después se volvió a nosotros:

—Ahora podéis marcharos, camaradas.

Era casi de noche cuando llegamos a Madrid. Habíamos dejado atrás la vanguardia de carros con los fugitivos a la altura de Alcorcón. Me fui directamente al Ministerio de Estado y hablé con Rubio Hidalgo:

—No se apure —dijo—, el avance de los fascistas se ha contenido y el Alcázar no pasa de esta noche. Unos pocos milicianos se han asustado y nada más. Lo más importante es que esta noche no deje usted pasar ninguna noticia de esta clase. Mañana por la mañana habrá buenas noticias; ya verá usted.

Aquella noche tuve que sostener una verdadera batalla con los periodistas. Uno de ellos, un presuntuoso jovencillo francés que trabajaba para
Le Petit Parisién
, intentó tantos trucos y escandalizó tanto que tuve que amenazarle con arresto. De aquella noche no recuerdo más que esto: que enronquecí a fuerza de gritar y que en alguna ocasión eché mano a la pistola en señal de amenaza. En la mañana ya no fue posible ocultar por más tiempo que los fascistas habían avanzado hasta Maqueda en la carretera de Extremadura, un pueblecito más cercano a Madrid que La Puebla, por donde habíamos pasado unas horas antes, y hasta Torrijos en la carretera de Toledo. La columna en la carretera de Extremadura amenazaba Madrid y la otra amenazaba Toledo. El Gobierno disimuló estas noticias coronándolas con el anuncio oficial del rendimiento del Alcázar. Esto hubo que desmentirlo oficialmente horas después.

Algunos días después, el 27 de septiembre, los rebeldes entraron en Toledo. La Fábrica de Armas no fue volada y los rebeldes la ocuparon intacta.

El trabajo de la censura se convirtió en una pesadilla sin fin. Mi Colega en el turno de noche tuvo un ataque de pánico tan grande que dimitió. Me quedé solo, trabajando desde las nueve de la noche a las nueve de la mañana y apenas sabiendo lo que hacía. Cuanto más se aproximaban a la capital las fuerzas de Franco, más crípticos eran los despachos de los periodistas, y más exigentes sus manera. Con la amenaza y el miedo cada día mayores, una nueva ola de asesinatos sacudió la ciudad. La situación alimenticia se agravó y llegó un momento en que únicamente los restaurantes comunales suministraban comida. A las once de la noche la circulación por las calle quedaba estrictamente prohibida y era peligroso, aun con pase, andar por ellas. El 30 de septiembre el Gobierno decretó la incorporación de todas las milicias al ejército regular, pero este ejército no existía aún. Comía en la cantina de la Telefónica o en un café cercano y Ángel recogía la comida para mi familia. Por la noche, bajo mis ventanas resonaban los disparos de los «pacos». Aquellas noches vivía sobre todo a fuerza de coñac y café puro.

Cuando cruzaba la calle en las mañanas temprano, veía aún la procesión de huidos que llegaban de los pueblos de alrededor, con sus mulas, sus carros y sus perros huesudos y amarillentos. Viajaban de noche por miedo a ser bombardeados de día. A los primeros que llegaban se les acomodó en casas grandes que habían sido incautadas, los últimos tuvieron que acampar al aire libre en los paseos de la ciudad. Se amontonaron los colchones bajo los árboles de la Castellana y Recoletos, y las mujeres guisaban en fogatas encendidas sobre las losas de las aceras. Cambió el tiempo y la lluvia torrencial comprimió a los refugiados en las casas ya llenas.

El tío Juan, el molinero de Novés, vino a verme una mañana. Me lo llevé a un café y comenzó a contarme su historia, en su modo lento y ecuánime:

—Yo tenía razón, don Arturo. Los viejos nos equivocamos pocas veces. ¡Las cosas que han pasado! Cuando estalló la revuelta, nuestra gente se volvió loca. Arrestaron a todos los ricos del pueblo y a todos los que habían trabajado con ellos; a mí también. Me dejaron fuera después de un par de horas. Los muchachos sabían que yo no me había mezclado jamás en política y que en mi casa siempre había un pedazo de pan para el que lo necesitara. Además, a mi chico le dio la ventolera de hacerse guardia de asalto, y por eso yo era también un republicano para ellos. Bueno, montaron un tribunal en el Ayuntamiento y los fusilaron a todos, hasta al cura. A Heliodoro le fusilaron el primero. Pero los enterraron a todos en tierra sagrada. El único que se escapó con el pellejo fue José, el del casino, porque muchas veces les daba una pesetilla a los pobres que no tenían nada que comer. ¡Siempre es bueno encender una vela a Dios y otra al Diablo! Y así, las familias de los fusilados se marcharon del pueblo y al principio la gente quería repartirse las tierras; después quería trabajarlas en común. Total, que no se ponían de acuerdo y no había dinero. Se incautaron de mi molino, pero naturalmente, no había grano que moler y lo mismo pasaba en los otros pueblos. Unos cuantos de los jóvenes se marcharon a Madrid con las milicias, pero la mayoría de nosotros nos quedamos y fuimos viviendo con lo poco de las huertas y lo que se había encontrado en las casas de los ricos. Cuando los rebeldes comenzaron a venir cerca, todos los otros pensaron que ellos no tenían nada que temer y se quedaron la mayoría. Unos pocos más se marcharon cuando cayeron las bombas que le conté, pero usted sabe qué apegado está uno a su casa y a la tierra de uno, y muchos se quedaron. Hasta que la gente de otros pueblos que venían huyendo pasaron por allí, y comenzaron a contar que los fascistas, cuando entraban en un pueblo, fusilaban a los hombres y cortaban el pelo al rape a las mujeres... Con una cosa y otra, al final, todos decidimos marcharnos, pero esto fue en el último momento, el día que usted pasó por allí. Cuando salimos, los fascistas estaban ya en Torrijos y en Maqueda y habían cortado la carretera a Madrid; así que nos tuvimos que meter a través de los campos. Nos cazaban como a conejos, y al que cogían le volaban los sesos; a las mujeres las hacían volver a culatazos al pueblo. Después, los moros vigilaban por los campos y cuando cogían una mujer que no fuera muy vieja la tumbaban en los surcos y ya puede usted imaginarse el resto. Eso le hicieron a una muchacha que servía en casa de don Ramón. La tumbaron en un campo labrado y llamaron a los otros, porque la chica era guapa. ¡Once de ellos, don Arturo! Marcial, uno de los mozos del molino, y yo, estábamos escondidos en unas matas viéndolo. A Marcial le entró tanto miedo que se ensució en los pantalones. Pero después se atrevió a venir conmigo y la recogimos. Ahora está en el hospital General, pero aún no saben si saldrá bien o no. Porque, ¿sabe usted?, no podíamos llevarla a cuestas todo el camino y tuvo que andar a través de los campos con nosotros por dos días, hasta que llegamos a Illescas y desde allí la trajeron a Madrid en un carro... Yo estoy bien aquí, con algunos de la familia, y a otros les pasa lo mismo. Pero hay algo que yo quisiera que viera usted con sus propios ojos, porque es horrible. Es el sitio donde han metido a los más pobres del pueblo que no te—nían a nadie aquí, ni dónde ir.

Después de comer en la cantina de la Telefónica, el tío Juan me obligó a acompañarle, aunque estaba rendido de cansancio. Me condujo a través de un inmenso portal de mármol, con columnas dóricas, y entramos en un enorme
hall
. Cuando abrió la mampara, el olor de excremento y orines nos abofeteó.

—Pero esto ¿qué es, tío Juan?

—No me lo pregunte. Pura miseria. Todos los retretes están rotos o atascados. Las gentes nunca habían visto un sitio como éste en su vida y no sabían qué hacer con ello, así que lo han roto todo... Ya , le dije que era horrible.

En una de las salas del palacio, una verdadera horda de mujeres, chiquillos y viejos, sucios, haraposos y malolientes, vivían en medio de un revoltijo de colchones tirados por el suelo, orinales, cacharros de cocina y piezas absurdas de mobiliario. Una mujer lavaba unos pañales en una palangana; el agua sucia rebosaba el recipiente y empapaba uno de los colchones, en el que un viejo, indiferente, con el pantalón desabrochado, fumaba mirando al techo. Tres mujeres regañaban alrededor de una mesa. La tapicería verde—azulado colgaba en tiras de las paredes, la chimenea de mármol tenía rotas las esquinas y los altorrelieves, el hogar de la chimenea estaba convertido en basurero. Dos chiquillos pequeños berreaban sin que nadie hiciera caso, y un tercero estaba sentado en un rincón, cogido frenéticamente a un perrucho escuálido que ladraba y aullaba sin cesar. En el rincón más lejano sobresalía una cama de hierro, pintada de negro, una cabra atada a una de sus patas.

Mientras contemplaba aquello, el tío Juan dijo:

—Todo esto es el pueblo de Novés. ¿No lo reconoce usted? Bueno, ya le he dicho que eran los más pobres y no creo que usted los tratase nunca: eran demasiado pobres para atreverse a hablarle a usted. En otros cuartos hay gentes de otros pueblos vecinos, tres o cuatro. Como siempre pasa, se odian unos a otros y siempre andan de peleas, por si unos tienen mejor sitio que los otros, o un lavabo o un retrete. Acaban destruyendo todo para que los otros no lo disfruten y de eso están rotos los espejos, las tazas de los retretes y las cañerías de agua. Ahora ya no tienen más agua que la del estanque del jardín que, afortunadamente, tiene un surtidor en medio.

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