La falsa pista (45 page)

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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
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—¿Qué?

—Es eso lo que me pregunto cuando me despierto por las noches y pienso que todavía no lo sé.

—Siempre puedes despertarme —dijo—. Como policía al menos he aprendido a escuchar. Pero me temo que recibirás mejores respuestas de otros.

Ella apoyó la cabeza en su hombro.

—Lo sé —dijo—. Sabes escuchar bien. Mucho mejor que mamá. Pero tendré que encontrar las respuestas yo misma.

Estuvieron sentados un largo rato en el sofá. A las cuatro, cuando ya era completamente de día, se fueron a dormir otra vez. Wallander pensó que le alegraban mucho las cosas que había dicho. Que él escuchaba mejor que Mona.

En una vida futura no le habría molestado nada hacerlo todo mejor que ella. No ahora, cuando tenía a Baiba.

Wallander se levantó un poco antes de las siete. Linda dormía. Solamente se tomó una taza de café muy deprisa antes de marcharse. El tiempo continuaba siendo bueno. Pero había empezado a soplar viento. Al llegar a la comisaría fue recibido por un Martinsson alterado que decía que había un caos con el tema de las vacaciones, por todos aquellos que habían tenido que posponer las suyas de manera indefinida a raíz de la complicada investigación que se les había venido encima.

—Al final resultará que no tendré vacaciones hasta septiembre —dijo enfadado—. ¿Quién coño quiere vacaciones entonces?

—Yo —dijo Wallander—. Entonces viajaré a Italia con mi padre.

Cuando Wallander entró en el despacho, se dio cuenta de repente de que era miércoles 6 de julio. El sábado por la mañana, dentro de poco más de tres días, estaría en el aeropuerto de Kastrup esperando a Baiba. Fue en ese momento cuando comprendió de verdad que tendrían que cancelar su viaje de vacaciones, o al menos posponerlo, por tiempo indefinido. Había eludido pensar en ello durante las últimas ajetreadas semanas. Esa mañana comprendió que ya no podía evitarlo. Tendría que cancelar los billetes y las reservas de hotel. Le angustiaba pensar en cómo reaccionaría Baiba. Permaneció sentado en la silla y notó que le dolía el estómago. «Tiene que haber una alternativa», pensó. «Baiba puede venir aquí. Además quizá logremos detener a ese condenado que va matando a gente y cortándoles la cabellera.»

Temía la decepción que sentiría ella. Aunque Baiba también había estado casada con un policía, Wallander creía que ella se imaginaba que todo era distinto en un país como Suecia. Sin embargo, ya no podía esperar a decirle que no podrían realizar el viaje a Skagen según los planes previstos. Debería levantar el auricular y llamar a Riga en ese mismo instante. Pero pospuso la desagradable llamada. Todavía no estaba preparado. Se acercó una libreta y anotó las cancelaciones y cambios de reservas que tendría que hacer.

Después se convirtió de nuevo en policía.

Reflexionó sobre lo que había pensado la noche anterior mientras estaba sentado en el banco junto a la caseta de salvamento marítimo. Antes de salir de casa arrancó las páginas con el resumen que había hecho en su libreta. Las colocó en la mesa delante de él y leyó lo que había escrito. Todavía le parecía sólido. Levantó el auricular y pidió a Ebba que buscara a Waldemar Sjösten en Helsingborg. Unos minutos más tarde ella le llamó.

—Parece que dedica las mañanas a lijar y arreglar un barco —dijo—. Pero estaba a punto de llegar. Seguramente te llamará dentro de unos diez minutos.

Había transcurrido casi un cuarto de hora cuando Sjösten le llamo. Wallander escuchó brevemente lo que tenía que decir sobre la investigación en marcha. Contaban con un par de testigos, un matrimonio mayor que afirmaba haber visto una moto en la calle de Aschebergsgatan la misma noche en que asesinaron a Liljegren.

—Estúdialo a fondo —dijo Wallander—. Puede ser muy importante.

—He pensado ocuparme yo mismo.

Wallander se inclinó sobre la mesa, como si se resistiera a continuar hablando.

—Quisiera pedirte una cosa —dijo—. Algo que debe tener la máxima prioridad. Quiero que encuentres a una de las mujeres que asistían a las fiestas que se celebraban en el chalet de Liljegren.

—¿Porqué?

—Creo que es importante. Tenemos que averiguar quiénes participaban en aquellas fiestas. Necesito sentirme como un invitado que participa a posteriori. Lo entenderás cuando repases el material de investigación.

Wallander sabía muy bien que su pregunta no hallaría respuesta en el material que tenían sobre los otros tres asesinatos. Por el momento no quería profundizar demasiado en ello. Necesitaba cazar en solitario un tiempo más.

—O sea que quieres que te traiga una puta dijo Sjösten.

—Sí, si es que eran chicas así las que participaban en las fiestas.

—Eso dicen los rumores.

—Quiero que me llames cuanto antes. Luego iré a Helsingborg.

—Si encuentro a una, ¿la detengo?

—¿Detenerla por qué?

—No lo sé.

—Se trata de una conversación. Nada más. Al revés, le tienes que dejar claro que no tiene por qué preocuparse. No me servirá de nada una persona atemorizada que solamente diga lo que cree que yo quiero oír.

—Lo intentaré —agregó Sjösten—. Una misión interesante para un hermoso día de julio.

Terminaron la conversación. Wallander volvió a sus anotaciones de la noche anterior. Un poco después de las ocho, le llamó Ann—Britt Höglund para saber si estaba preparado. Se levantó, tomó la chaqueta y se encontró con ella en la recepción. A sugerencia de Wallander, fueron paseando hasta el hospital para tener tiempo de preparar la conversación con la hija de Carlman. Wallander se dio cuenta de que ni siquiera conocía el nombre de la que le había abofeteado la cara.

—Erika —respondió Ann-Britt—. Un nombre que no le queda bien.

—¿Por qué? —preguntó Wallander sorprendido.

—Yo al menos pienso en una persona robusta cuando oigo el nombre de Erika —dijo—. La encargada de la cocina de un hotel, una camionera.

—¿A mí me queda bien el nombre de Kurt? —preguntó.

Ella asintió alegremente con la cabeza.

—Ya sé que es una tontería emparejar la personalidad con el nombre —dijo—. Me divierte, como un juego intrascendente. Pero por otro lado no te puedes imaginar a un gato que se llame
Bobby
. O a un perro llamado
Missy
.

—Seguro que los hay —dijo Wallander—. Bueno, ¿qué sabemos de Erika Carlman?

Mientras caminaban hacia el hospital, el viento les golpeaba la espalda y los rayos del sol les llegaban de lado. Ann-Britt Höglund le contaba que Erika Carlman tenía veintisiete años. Que durante un breve periodo de tiempo había sido azafata de una pequeña compañía aérea inglesa especializada en viajes chárter domésticos. Que se había dedicado a muchas cosas diferentes aunque no por mucho tiempo y sin demostrar gran interés. Había viajado por todo el inundo, siempre con el apoyo económico de su padre. El matrimonio con un futbolista peruano se había disuelto después de un breve periodo.

—Parece la típica chica de clase alta —dijo Wallander—. Que lo ha recibido casi todo gratis desde el principio.

—Según la madre, mostró tendencias histéricas desde la adolescencia. Usó precisamente esa palabra, histérica. Probablemente sería más correcto hablar de predisposición a la neurosis.

—¿Había intentado suicidarse en otras ocasiones?

—Nunca. Al menos nadie lo sabía. No me pareció que la madre me mintiese.

Wallander reflexionó.

—Seguramente iba en serio —dijo él—. Realmente quería morir.

—También es la impresión que me da a mí.

Siguieron andando. Wallander comprendió que ya no le podía ocultar a Ann—Britt Höglund que Erika le había abofeteado. La posibilidad de que mencionara el incidente era grande. Entonces no habría ninguna explicación de por qué no lo había contado, aparte de su posible orgullo masculino.

Justo en la entrada del hospital Wallander se detuvo y se lo contó. Vio que lo que decía le sorprendió.

—No creo que fuese otra cosa que una manifestación de las tendencias histéricas a las que se refirió la madre —finalizó él.

Continuaron caminando, hasta que ella volvió a detenerse.

—Tal vez ocasione problemas —dijo Ann—Britt—. Probablemente estará en bastante mal estado. Con toda seguridad comprende que ha estado en la antesala de la muerte durante varios días. Ni siquiera sabemos si le da pena o rabia no haber podido acabar con su vida. Si tú entras en la habitación, su frágil ego podría sufrir un colapso o volverla agresiva, asustadiza, insensible.

Wallander comprendió al instante que tenía razón.

—O sea, que será mejor que hables con ella a solas. Esperaré en la cafetería.

—Entonces tendremos que repasar antes lo que realmente queremos sonsacarle.

Wallander señaló un banco al lado de la parada de taxis del hospital. Se sentaron.

—En una investigación como ésta, siempre esperas que las respuestas sean más interesantes que las preguntas —empezó—. ¿De qué manera está relacionado su casi logrado suicidio con la muerte de su padre? Ese tiene que ser tu punto de partida. No te puedo ayudar a llegar allí. El mapa lo tendrás que dibujar tú misma. Sus respuestas generarán las preguntas que necesites.

—Supongamos que diga sí —dijo Ann-Britt Höglund—. Estaba tan destrozada de pena que ya no quería vivir más.

—Entonces sabremos eso.

—Pero ¿qué sabremos en realidad?

—Es ahí donde tienes que preguntar lo que ahora no podemos prever. ¿Era una relación cariñosa normal entre padre e hija? ¿O era otra cosa?

—Y ¿si dice que no?

—Tendrás que empezar por no creerla. Sin decírselo. Pero yo me niego a aceptar que ella tuviera otras razones para intentar organizar un doble entierro.

—En otras palabras, ¿un no suyo significaría que tengo que interesarme por las razones que pudiera tener para no decir la verdad?

—Más o menos. También existe una tercera posibilidad. Que intentase suicidarse porque sabía algo sobre la muerte de su padre que no era capaz de controlar de otro modo que llevándoselo a la tumba.

—¿Puede haber visto al asesino?

—Es posible.

—¿Y ella no quiere que le descubran?

—También es posible.

—¿Y por qué no lo quiere?

—Volvemos a estar ante dos posibilidades. Lo quiere proteger. O quiere proteger el recuerdo de su padre.

Ella suspiró resignada.

—No sé si sabré hacerlo.

—Claro que sabrás. Te espero en la cafetería. O aquí fuera. Tómate todo el tiempo que necesites.

Wallander la acompañó hasta la entrada. Pensó rápidamente en aquella vez, unas semanas antes, cuando estuvo en el mismo lugar y le dijeron que Salomonsson había muerto. Poco se había imaginado entonces lo que le esperaba. Ann-Britt preguntó el camino en el mostrador de información y desapareció por el pasillo. Wallander entró en la cafetería, pero se arrepintió y regresó al banco de los taxis. Con un pie siguió haciendo el montoncito de gravilla que había comenzado Ann-Britt Höglund. De nuevo repasó sus pensamientos de la noche anterior. Le interrumpió el sonido del teléfono que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Era Hansson y tenía una voz muy estresada.

—Esta tarde llegarán dos investigadores del departamento a Sturup. Ludvigsson y Hamrén. ¿Los conoces?

—Sólo de nombre. Dicen que son buenos. ¿Hamrén no fue aquel que resolvió la historia del hombre del láser?

—¿Podrías ir a buscarlos?

—No —contestó Wallander después de pensar un momento—. Probablemente volveré a Helsingborg.

—Birgersson no me ha dicho nada de eso. Acabo de hablar con él.

—Tendrán los mismos problemas de comunicación interna que nosotros —contestó Wallander con paciencia—. Pienso que sería una buena señal que tú fueras a buscarlos.

—¿Señal de qué?

—De respeto. Cuando estuve en Riga hace unos años me recibieron con una limusina. Rusa y vieja, pero una limusina al fin y al cabo. Es importante que la gente se sienta bienvenida y cuidada.

—Bien —aceptó Hansson—. Entonces hacemos eso. ¿Dónde estás ahora?

—En el hospital.

—¿Te encuentras mal?

—La hija de Carlman. ¿La has olvidado?

—Si he de ser sincero, sí.

—Podemos estar contentos mientras no nos olvidemos todos de las mismas cosas —dijo Wallander.

Después no supo decir si Hansson había entendido su intento de resultar irónico. Colocó el teléfono a su lado en el banco y contempló un gorrión que estaba haciendo equilibrios en el borde de un contenedor municipal de basura. Ya llevaba treinta minutos fuera esperando a Ann—Britt. Cerró los ojos y levantó la cara hacia el sol. Intentó decidir qué le diría a Baila. Un hombre con una pierna enyesada se dejó caer en el banco con un ruido sordo. Siguió mirando al sol. Transcurridos cinco minutos llegó un taxi. El hombre con la pierna enyesada desapareció. Fue a dar una vuelta delante de la entrada del hospital. Luego se sentó otra vez. Ya había pasado una hora.

Ann-Britt Höglund salió del hospital después de una hora y cinco minutos y se sentó a su lado en el banco. Por la expresión de la cara Wallander no pudo adivinar cómo había ido la visita.

—Creo que se nos pasó por alto una razón de por qué una persona intenta suicidarse —dijo—. Hastío de la vida.

—¿Esa fue su respuesta?

—No tuve ni que preguntárselo. Estaba sentada en una silla en una habitación blanca, vestida con una de las batas del hospital. Despeinada, pálida, ausente. Seguramente todavía bajo los profundos efectos de su crisis y los medicamentos. «¿Por qué se tiene que vivir?» Ésas fueron sus palabras de saludo. Si he de ser sincera, creo que intentará suicidarse de nuevo. Por aburrimiento.

Wallander comprendió su error. Había pasado por alto el motivo más común para quitarse la vida. Simplemente por no querer vivir más.

—Supongo que hablaste de su padre a pesar de todo.

—Le detestaba. Pero estoy bastante segura de que nunca abusó de ella.

—¿Lo dijo?

—Ciertas cosas no hace falta decirlas.

—¿El asesinato?

—Curiosamente le interesaba muy poco.

—¿Y parecía sincera?

—Creo que decía exactamente lo que sentía. Me preguntó por qué había venido. Le dije la verdad. Estamos buscando a un asesino. Dijo que seguramente habría mucha gente que deseaba quitar a su padre de en medio por su falta de respeto en los negocios y su manera de ser.

—¿No insinuó nada sobre si tenía otra mujer?

—Nada.

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