—¿Asado?
—En el horno. Puedes estar contento de no tener que verlo.
—¿Qué más sabes?
—Acabo de llegar. En realidad no tengo ninguna respuesta.
Después de colgar el teléfono, Wallander miró su reloj de pulsera. Las seis y diez. Había ocurrido lo que temía. Buscó el número de Nyberg y le llamó. Contestó casi enseguida. Wallander le explicó brevemente lo sucedido. Nyberg prometió estar delante de su casa en Mariagatan en quince minutos. Después Wallander marcó el número de Hansson. Pero cambió de opinión, colgó el auricular, lo volvió a levantar y marcó el número de Martinsson. Como siempre, contestó su mujer. Pasaron varios minutos antes de que Martinsson se pusiera al teléfono.
—Ha vuelto a atacar —dijo Wallander—. En Helsingborg. Un asesor fiscal llamado Åke Liljegren.
—¿El matarife de empresas? —preguntó Martinsson.
—El mismo.
—El asesino sabe escoger.
—Venga ya —dijo Wallander enojado—. Iré allí con Nyberg. Nos han llamado y nos han pedido que fuéramos. Quiero que informes a Hansson. Llamaré en cuanto tenga algo que decir.
—Eso significa que intervendrá el departamento de Investigación Criminal —dijo Martinsson—. Quizá sea mejor así.
—Lo mejor sería detener a ese loco pronto —contestó Wallander—. Me voy. Te llamo luego.
Estaba esperando cuando vio que Nyberg torcía por Mariagatan con su viejo Amazon. Se sentó a su lado. Salieron de Ystad. La mañana era muy hermosa. Nyberg conducía deprisa. A la altura de Sturup giraron hacia Lund y alcanzaron la carretera principal hacia Helsingborg. Wallander le dio los pocos detalles que tenía. Cuando rebasaron Lund, Hansson les llamó por el teléfono móvil. Wallander oyó que jadeaba. «Hansson seguramente temía esto más que yo», pensó de repente.
—Es horroroso que haya ocurrido otra vez —dijo Hansson—. Esto lo cambia todo.
—De momento no cambia nada —respondió Wallander—. Todo depende de lo que realmente haya sucedido.
—Es hora de que se ocupe el departamento —dijo Hansson.
Wallander advirtió en la voz de Hansson que eso era lo que deseaba más que nada, que le liberasen de la responsabilidad. Wallander notó que eso le molestaba. No pudo dejar de pensar que había un rasgo de desprecio por el trabajo del equipo de investigación en las palabras de Hansson.
—Lo que pueda pasar es responsabilidad tuya y de Per Åkeson —añadió Wallander—. Lo que ha ocurrido en Helsingborg es responsabilidad suya. Pero ellos me han pedido que vaya. De lo que ocurra más tarde hablaremos en su momento.
Wallander terminó la conversación. Nyberg no dijo nada. Pero Wallander sabía que había estado escuchando.
Les recibió un coche policial a la entrada de Helsingborg. Wallander pensó que habría sido aproximadamente allí donde Sven Andersson de Lunnarp se había detenido para recoger a Dolores María Santana en el que sería su último viaje. Siguieron al coche policial hacia el barrio de Tågaborg y se detuvieron delante del enorme jardín de Liljegren. Wallander y Nyberg cruzaron el cordón policial y fueron recibidos por Sjösten, que les esperaba debajo de la escalera del gran chalet que Wallander estimó era de principios de siglo. Se saludaron e intercambiaron unas palabras sobre la última vez que se habían visto. Luego Sjösten puso a Nyberg en contacto con el especialista de Helsingborg encargado de la investigación en el lugar del crimen. Desaparecieron en el interior de la casa.
Sjösten apagó el cigarrillo contra el suelo y enterró la colilla en la grava.
—Es tu hombre el que ha llegado hasta aquí —dijo—. No hay la menor duda.
—¿Qué sabes del muerto?
—Åke Liljegren era una persona conocida.
—Tristemente célebre, diría yo.
Sjösten asintió con la cabeza.
—Habrá mucha gente que soñase acabar con la vida de ese hombre —dijo—. Esto nunca habría ocurrido con un sistema judicial en mejor estado, con menos trampas y agujeros más difíciles de atravesar en las leyes que se supone controlan la criminalidad económica. Porque en ese caso estaría encarcelado. Por ahora las celdas en las cárceles suecas no están equipadas ni con cuartos de baño ni con hornos.
Sjösten se llevó a Wallander dentro de la casa. El hedor a piel quemada todavía era notable. Sjösten le entregó a Wallander una mascarilla que se colocó vacilante. Entraron en la cocina, donde el cuerpo muerto yacía cubierto por una lona de plástico. Wallander le hizo señas a Sjösten para que le dejara ver el cuerpo. Sería mejor pasar lo desagradable de golpe. No sabía qué había esperado. Pero de todas maneras se sobresaltó al ver la cara de Liljegren. No quedaba nada. La piel estaba quemada, grandes partes del cráneo se apreciaban con claridad. En el lugar de los ojos sólo quedaban dos cuencas vacías. El cabello, al igual que las orejas, también estaba calcinado. Wallander indicó a Sjösten que volviera a colocar la lona. Sjösten describió rápidamente cómo Liljegren había estado inclinado sobre la puerta del horno. El fotógrafo, que estaba acabando en la cocina para empezar a trabajar en el piso superior, le entregó unas fotos instantáneas. Casi era peor verlo fotografiado. Wallander movió la cabeza con una mueca y dejó las fotos. Sjösten le llevó al piso superior mientras le mostraba los rastros de sangre en la escalera y describía cómo debía de haber ocurrido. Wallander preguntaba de vez en cuando por algún detalle. Pero la descripción de Sjösten parecía convincente desde el principio.
—¿Hay algún testigo? —preguntó Wallander—. ¿Huellas del asesino? ¿Cómo entró en la casa?
—Por un tragaluz que hay en el sótano.
Volvieron a la cocina y bajaron al sótano, que ocupaba toda la parte inferior de la casa. En un cuarto en el que Wallander pudo apreciar el suave olor a manzanas de inviernos anteriores había un tragaluz entreabierto.
—Creemos que ha entrado por aquí —dijo Sjösten—. Y que se ha ido por donde ha venido. Aunque podría haber salido andando por la puerta principal. Åke Liljegren vivía solo.
—¿Ha dejado algún rastro? —preguntó Wallander—. Las otras veces se ha esmerado en evitar darnos alguna pista. Pero, por otro lado, tampoco ha sido demasiado cuidadoso. Tenemos una serie de huellas dactilares. Según Nyberg ahora sólo nos falta la del dedo meñique izquierdo.
—Huellas que él sabe que no están en los registros de la policía —dijo Sjösten.
Wallander asintió con la cabeza. El comentario de Sjösten era correcto. Sólo que no se lo había planteado de esa manera antes.
—En la cocina, al lado del horno, hemos encontrado la huella de un pie —dijo Sjösten.
—Por tanto estaba descalzo otra vez —dijo Wallander.
—¿Descalzo? —preguntó Sjösten.
Wallander le contó lo de la huella que encontraron en el coche ensangrentado de Björn Fredman. Comprendió que lo primero que tenían que hacer era entregar a Sjösten y a sus colegas todo el material de investigación correspondiente a los tres primeros asesinatos.
Wallander examinó el tragaluz del sótano. Le pareció ver unos ligeros rasguños al lado de uno de los cierres que había sido arrancado de su base. Al agacharse vio el gancho roto, aunque era difícil distinguirlo en la tierra oscura. No lo tocó con los dedos.
—Parece que lo haya sacado antes —dijo.
—¿Habrá preparado su llegada?
—Podría ser. Encaja con su costumbre de planificar las cosas. Vigila a sus víctimas. Investiga. Por qué y cuánto tiempo, no lo sabemos. Nuestro especialista en psicología, Mats Ekholm, sostiene que es algo típico de personas con rasgos psicóticos.
Entraron en otro cuarto donde el tragaluz era del mismo tipo. Los cierres estaban intactos.
—Supongo que se deberían buscar huellas en la hierba delante del otro tragaluz —dijo Wallander.
Luego se arrepintió. No tenía ningún derecho a decirle a un experimentado investigador criminalista como Waldemar Sjösten qué se tenía que hacer.
Regresaron a la cocina. Estaban llevándose el cuerpo de Liljegren.
—Lo que estoy buscando todo el tiempo es la conexión —añadió Wallander—. Primero lo busqué entre Gustaf Wetterstedt y Arne Carlman, finalmente lo encontré. Luego lo busqué entre Björn Fredman y los otros dos. Ése todavía no lo he encontrado. De todas formas, estoy seguro de que existe. En este momento creo que es lo primero que hay que hacer. ¿Se puede relacionar a Åke Liljegren con los otros tres? Mejor si es entre todos, pero al menos con alguno de ellos.
—En cierto modo ya hay una conexión evidente —dijo Sjösten con calma.
Wallander le miró interrogativamente.
—Quiero decir que el asesino es una conexión identificable —continuó Sjösten—. Aunque no sepamos quién es.
Sjösten señaló hacia la salida. Wallander se dio cuenta de que quería hablar con él a solas. Cuando salieron al jardín, tos dos entornaron los ojos hacia el sol. Sería otro día de verano cálido y seco. Wallander ya no se acordaba de cuándo había llovido por última vez. Sjösten encendió un cigarrillo y se llevó a Wallander hasta unos muebles de jardín apartados de la casa. Arrastraron las sillas hasta la sombra.
—Circulan muchos rumores acerca de Åke Liljegren —dijo Sjösten—. Sus sociedades fantasma seguramente sólo eran una parte de sus actividades. Nosotros aquí, en Helsingborg, hemos oído hablar de muchas otras cosas. De aviones Cessna que sueltan cargas de cocaína. Heroína, marihuana. Tan difícil de probar como de refutar. Personalmente me cuesta relacionar ese tipo de negocios con Åke Liljegren. Claro que puede ser por mi limitada fantasía. Sigo pensando que todavía es posible agrupar a los criminales en distintos reductos. Ciertos tipos de crímenes pueden clasificarse por categorías. Los delincuentes deben mantenerse dentro de sus fronteras y no pisar el territorio de los demás, complicando nuestras clasificaciones.
—A veces he pensado lo mismo —admitió Wallander—. Pero me temo que esa época ya pasó. El mundo en el que vivimos se está ampliando y a la vez se torna caótico.
Sjösten señaló con el cigarrillo hacia el gran chalet.
—También han circulado otros rumores —dijo—. Más concretos. De fiestas salvajes en esta casa. Mujeres, prostitución.
—¿Salvajes? —preguntó Wallander—. ¿Habéis tenido que intervenir?
—Nunca —contestó Sjösten—. No sé en realidad por qué llamo salvajes a las fiestas. Pero aquí se ha reunido gente que ha desaparecido tan rápido como llegó.
Wallander no dijo nada. Reflexionó sobre lo que Sjösten acababa de decir. Un pensamiento vertiginoso pasó repentinamente por su cerebro. Vio a Dolores María Santana en la salida sur de Helsingborg. ¿Podría haber una relación con lo que Sjösten había mencionado? ¿Prostitución? Desechó el pensamiento. No sólo era infundado, sino que expresaba la confusión de las diferentes investigaciones que llevaba en su cabeza.
—Tendremos que colaborar —dijo Sjösten—. Tú y tus colegas nos lleváis varias semanas de ventaja. Ahora añadimos a Liljegren. ¿Cómo se ve la historia entonces? ¿Qué es lo que cambia? ¿Qué es lo que resalta más?
—Creo que, por el momento, podemos descartar que intervenga el departamento de Investigación Criminal —dijo Wallander—. En principio eso es bueno. Pero siempre tengo miedo a que aparezcan problemas de colaboración y que la información no circule.
—Siento la misma preocupación —respondió Sjösten—. Por eso tengo una propuesta. Que tú y yo formemos una unidad informal que pueda traspasar los límites cuando sea preciso.
—Con mucho gusto —contestó Wallander.
—Los dos recordamos cómo era en la época de la antigua Comisión Judicial Nacional —dijo Sjösten—. Se rompió algo que funcionaba muy bien. Y desde entonces nunca ha vuelto a ser lo mismo.
—Eran otros tiempos —dijo Wallander—. La violencia tenía otra cara, los asesinatos, además, no eran tantos. Los delincuentes realmente peligrosos se movían según patrones que hoy en día ya no pueden reconocerse. Estoy de acuerdo contigo en que la Comisión Judicial Nacional era algo muy valioso. Pero no estoy tan seguro de que hoy fuese tan efectiva.
Sjösten se levantó.
—¿Estamos de acuerdo, pues? —dijo.
—Naturalmente —respondió Wallander—. Cuando consideremos que hace falta, nos retiraremos a hablar.
—Si necesitas quedarte puedes dormir en mi casa —añadió Sjösten—. Será mejor que estar en un hotel.
—Con mucho gusto —le agradeció Wallander.
Pero en su interior pensó que no le importaría residir en un hotel unos días si hiciese falta. Su necesidad de estar a solas al menos unas horas al día era enorme.
Caminaron hacia la casa. A la izquierda había un garaje con dos puertas. Mientras Sjösten entraba en la casa, Wallander decidió echar un vistazo dentro. Con esfuerzo logró abrir una de las puertas. En el garaje había un Mercedes negro. Wallander entró para mirar el lateral del coche. Entonces descubrió que tenía los cristales ahumados, algo que impedía que se viese su interior. Permaneció quieto reflexionando.
Después entró en la casa y pidió el teléfono móvil a Nyberg.
Llamó a Ystad y preguntó por Ann-Britt Höglund. En pocas palabras le explicó lo sucedido. Finalmente le dijo la verdadera razón de su llamada.
—Quiero que te pongas en contacto con Sara Björklund —dijo—. ¿Te acuerdas de ella?
—¿La mujer de la limpieza de Wetterstedt?
—La misma. Quiero que la llames y que te acompañe aquí a Helsingborg. Sin tardanza.
—¿Por qué?
—Quiero que vea un coche. Y yo estaré a su lado deseando con todas mis fuerzas que lo reconozca.
Ann-Britt Höglund no preguntó nada más.
Sara Björklund permaneció un buen rato contemplando el coche negro.
Wallander estaba a su lado, pero ligeramente detrás de ella. Con su presencia quería hacer que se sintiera segura. Pero no quería estar tan cerca que pudiese resultar un estorbo para la tarea que le había encomendado. Comprendía que se esforzaba al máximo por llegar a un convencimiento. ¿Había visto ese coche antes, aquel viernes por la mañana en que llegó a la casa de Wetterstedt creyendo que era jueves? ¿Era parecido, podría incluso ser el mismo y no otro el que vio salir de la casa del viejo ex ministro?
Sjösten estuvo de acuerdo con Wallander cuando éste le explicó su idea. Aunque Sara Björklund, la llamada «chacha» en las despectivas palabras de Wetterstedt, llegase a la conclusión de que podría haber visto un coche de la misma marca, eso no probaría nada. Lo único que tendrían sería una indicación, una posibilidad. Aun así sería importante, ambos lo sabían.