La noche era muy cálida. Condujo por las pequeñas carreteras que había elegido en un mapa. Tardaría casi dos horas. Calculó que llegaría un poco después de las diez y media.
El día anterior tuvo que cambiar sus planes. El hombre que se había marchado al extranjero había regresado de repente. Enseguida decidió no correr el riesgo de que desapareciera otra vez. Escuchó el corazón de Jerónimo. El latir rítmico de los tambores que llevaba en su pecho le dejó el mensaje. No debía esperar. Debía aprovechar la ocasión.
El paisaje veraniego tenía un color azulado en el interior de su casco. Divisó el mar a la izquierda, las luces parpadeantes de los barcos y la tierra firme de Dinamarca. Se sentía eufórico y contento. No tardaría en brindarle a su hermana la última víctima que la ayudaría a salir de la niebla que la rodeaba. Volvería a la vida justo en la época más bonita del verano.
Llegó a la ciudad pasadas las once. Quince minutos más tarde se detuvo en una calle junto al gran chalet que se encontraba al fondo de un viejo jardín, lleno de árboles altos y protectores. Dejó la motocicleta apoyada en una farola y la encadenó. En la otra acera un matrimonio mayor paseaba a su perro. Esperó hasta que desaparecieron para quitarse el casco y colocarlo en la mochila. Protegido por las sombras, corrió hasta la parte trasera del jardín que daba a un campo de fútbol de tierra. Escondió la mochila entre la hierba y atravesó el seto arrastrándose por un agujero que hacía tiempo había preparado. El seto le arañó los brazos y los pies desnudos. Pero soportó el dolor. A Jerónimo no le gustaría ver muestras de debilidad. Tenía una misión sagrada, tal y como estaba escrito en el libro que le había dado su hermana. La misión exigía toda su energía y estaba preparado para sacrificarla devotamente.
Se encontraba dentro del jardín, más cerca del monstruo de lo que jamás había estado. Había luz en el piso superior, mientras que todo estaba oscuro en la planta baja. Pensó con ira que su hermana había estado allí antes que él. Le dio una descripción de la vivienda y pensó que algún día la quemaría hasta los cimientos. Pero todavía no. Con cuidado, corrió hasta la pared de la casa y abrió con suavidad el tragaluz del sótano, del que, con anterioridad, había desenroscado los tornillos. Fue muy fácil entrar. Sabía que estaba dentro de una despensa de manzanas. El aire que le rodeaba estaba lleno del olor ácido de las frutas que se guardaban en ella. Aguzó el oído. Todo estaba en silencio. Sigilosamente subió la escalera del sótano. Entró en la gran cocina. Había la misma quietud. Lo único que se oía era el suave murmullo de algunas tuberías de agua. Encendió el horno y lo abrió. Luego continuó hacia la escalera que llevaba al piso superior. Se sacó el hacha del cinturón. Estaba completamente tranquilo.
La puerta del cuarto de baño estaba entreabierta. Desde la oscuridad del pasillo divisó al hombre al que iba a matar; se encontraba delante del espejo del baño untándose crema en la cara. Hoover se deslizó por detrás de la puerta. Esperó. Cuando el hombre apagó la luz del baño, alzó el hacha. Sólo le asestó un hachazo. El hombre cayó sin hacer ruido sobre la alfombra. Con el hacha le arrancó un trozo del cabello de la coronilla. Se introdujo la cabellera en el bolsillo. Luego arrastró al hombre escaleras abajo. Llevaba pijama. Los pantalones se le resbalaron y le arrastraban alrededor de uno de los pies. Evitó mirarle.
Ya en la cocina, inclinó el cuerpo del hombre sobre la puerta del horno. Luego le introdujo la cabeza dentro. Casi de inmediato notó el olor de la crema de la cara que se derretía. Abandonó la casa del mismo modo que había entrado.
De madrugada enterró la cabellera debajo de la ventana de su hermana. Ahora sólo faltaba la víctima adicional que iba a ofrecerle. Enterraría una última cabellera. Después todo habría terminado.
Pensó en todo lo que le esperaba. El hombre cuyo pecho había subido y bajado en movimientos lentos. El hombre que había estado sentado enfrente de él en el sofá y que no entendía nada de la misión sagrada que tenía que llevar a cabo.
Todavía no había decidido si se llevaría también a la chica que dormía en la habitación de al lado.
Ahora descansaría. El alba estaba cerca.
Al día siguiente tomaría su última decisión.
5-8 de julio de 1994
Waldemar Sjösten era un policía de homicidios de Helsingborg de mediana edad. Dedicaba todo su tiempo libre a un viejo barco de madera de caoba de los años treinta que había conseguido por pura casualidad. No tenía intención de romper su costumbre esa mañana del 5 de julio, al levantar la persiana de un tirón un poco antes de las seis. Vivía en una casa recién restaurada en el centro de la ciudad. Una calle, las vías del tren y la zona portuaria eran todo lo que le separaba del Estrecho. El tiempo seguía tan hermoso como habían prometido los periódicos el día anterior. No se iría de vacaciones hasta finales del mes de julio. En espera del último día laborable dedicaba un par de horas matutinas a su barco, amarrado en el puerto deportivo que había a corta distancia en bicicleta. Waldemar Sjösten cumpliría los cincuenta años en otoño. Se había casado tres veces y tenía seis hijos. Ahora estaba proyectando un cuarto matrimonio. La mujer que había conocido compartía su interés por el viejo barco de madera de caoba cuyo imponente nombre era
El Rey del Mar II
. El nombre lo había tomado del hermoso barco de Bohuslän en el que transcurrieron los veranos de su infancia en compañía de sus padres. Era
El Rey del Mar I
. Cuando tenía diez años, su padre, para gran pesar suyo, lo vendió a un hombre de Noruega. Nunca lo olvidó. A menudo se preguntaba si todavía existiría o si se habría hundido o podrido.
Se tomó una taza de café a toda prisa y se preparó para salir. En ese momento sonó el teléfono. Le sorprendió por lo temprano que era. Descolgó el teléfono de la pared de la cocina.
—¿Waldemar? —preguntó una voz a la que identificó como la del intendente Birgersson.
—Sí, soy yo.
—Espero no haberte despertado. —Estaba a punto de salir.
—Suerte que te he encontrado. Es mejor que vengas enseguida.
Waldemar Sjösten sabía que Birgersson nunca le llamaría si no hubiese ocurrido una cosa muy seria.
—Ya voy —contestó—. ¿Qué pasa?
—Salía humo de uno de los viejos chalés del barrio de Tågaborg. Al llegar los bomberos encontraron a un hombre en la cocina.
—¿Muerto?
—Asesinado. Entenderás por qué te he llamado en cuanto veas lo sucedido.
Waldemar Sjösten vio esfumarse las horas matutinas junto a su barco. Como era un policía responsable, que además no perdía la cabeza ante la tensión que podía suscitar una muerte inesperada, no tuvo ninguna dificultad para cambiar de idea. En lugar de la llave que abría la cadena de la bicicleta, tomó las del coche y abandonó el apartamento. Sólo tardó unos minutos en llegar a la comisaría. Birgersson estaba esperándole en la escalera. Se sentó en el coche y le dio la dirección.
—¿Quién es el muerto? —preguntó Sjösten.
—Åke Liljegren.
Sjösten soltó un silbido. Åke Liljegren era una persona conocida, no sólo en la ciudad, sino en todo el país. Se hizo llamar asesor fiscal y alcanzó su reputación durante los años ochenta como el cerebro oculto de unas sociedades fantasma. Sin contar una condena preventiva de seis meses, la policía y los juzgados nunca llegaron a dictar una sentencia condenatoria por las evidentes actividades ilegales que mantenía. Åke Liljegren llegó a ser el símbolo de la peor forma de criminalidad económica; además, que siempre se encontrara en libertad era algo que demostraba la débil preparación del cuerpo judicial contra personas como él. Era oriundo de Bästad, pero estos últimos años vivía en Helsingborg cuando se encontraba en el país. Sjösten recordó un artículo que había leído en una revista, donde se intentaba aclarar cuántas viviendas poseía Åke Liljegren realmente, dispersas por todo el mundo.
—¿Tienes idea de cuándo sucedió? —preguntó Sjösten.
—Un deportista madrugador descubrió que salía humo por las rendijas de ventilación de la casa. Dio el aviso. Los bomberos llegaron a las cinco y cuarto. Cuando lograron entrar, encontraron el cadáver en la cocina.
—¿Dónde estaba el fuego?
—En ningún sitio.
Sjösten lanzó una mirada perpleja a Birgersson.
—Liljegren estaba apoyado en la puerta del horno, que estaba abierta —continuó Birgersson—. La cabeza estaba metida en el horno encendido a la máxima potencia. Literalmente se estaba asando.
Sjösten hizo una mueca. Empezaba a imaginarse lo que tendría que ver.
—¿Se ha suicidado?
—No. Alguien le había asestado un hachazo en la cabeza.
Sjösten pisó el pedal del freno sin querer. Miró a Birgersson, que asintió con la cabeza.
—La cara y el cabello estaban casi carbonizados. Pero el médico logró determinar que le habían arrancado un trozo de la cabellera.
Sjösten no dijo nada. Pensó en lo que había sucedido en Ystad. Era la gran noticia ese verano. Un asesino loco que mata a gente a hachazos y arranca la cabellera de sus víctimas.
Llegaron a casa de Liljegren en la calle de Aschebergsgatan. Un coche de los bomberos, algunos coches de la policía y una ambulancia estaban delante de las verjas. Todo el enorme jardín estaba acordonado con cintas y letreros. Sjösten salió del coche e hizo un gesto de negativa a un periodista que se acercaba apresurado. Atravesó el cordón policial junto con Birgersson y subieron hacia el chalet. Al entrar dentro de la casa Sjösten percibió un olor extraño. Luego comprendió que procedía del cuerpo de Liljegren. Birgersson le dio un pañuelo con el que taparse la boca y la nariz y le indicó la cocina. Un agente, muy pálido, hacía guardia delante de la puerta. Sjösten miró dentro de la cocina. La visión que apareció ante él era grotesca. El hombre medio desnudo estaba arrodillado. El cuerpo apoyado contra la puerta del horno. El cuello y la cabeza perdiéndose en el interior. Sjösten recordó rápidamente, con gran malestar, el cuento de Hänsel y Gretel. El forense arrodillado junto al cuerpo, alumbrando el interior del horno con una linterna. Sjösten intentó respirar sin el pañuelo delante de la cara. Respiraba por la boca. El forense le saludó con la cabeza. Sjösten se inclinó y miró dentro del horno. Pensó en un trozo de carne asada, carbonizada.
—Dios mío —dijo—. Qué cosa más horrible.
—Le han asestado un hachazo en la parte posterior de la cabeza —dijo el forense.
—¿Aquí en la cocina?
—No, en el piso superior —dijo Birgersson, que se encontraba detrás de él.
Sjösten se levantó.
—Sácalo del horno —dijo—. ¿El fotógrafo ha acabado?
Birgersson asintió con la cabeza. Sjösten le siguió hasta el piso superior. Caminaron con cuidado, puesto que los escalones estaban llenos de huellas de sangre. Birgersson se detuvo delante de la puerta del cuarto de baño.
—Como ya has visto, llevaba pijama —dijo Birgersson—. Una posible descripción de lo ocurrido podría ser que Liljegren estuviese en el cuarto de baño. Al salir de allí, el asesino le estaba esperando. Le golpeó con un hacha en la parte posterior de la cabeza y después arrastró el cuerpo hasta la cocina. Eso podría ser la explicación de por qué llevaba los pantalones del pijama colgando alrededor de una pierna. Después puso el cuerpo junto al horno, lo encendió a la máxima potencia y se marchó. Todavía no tenemos ni idea de cómo ha entrado y salido de la casa. Pensé que tú te ocuparías de ello.
Sjösten no dijo nada. Estaba reflexionando. Luego regresó a la cocina. El cuerpo yacía ahora en el suelo sobre una lona de plástico.
—¿Es él? —preguntó Sjösten.
—Pues sí que es Liljegren —contestó el forense—. Aunque ya no le quede cara.
—No quería decir eso. ¿Es el hombre que arranca las cabelleras?
El forense retiró un trozo del plástico que le tapaba la cara carbonizada.
—Estoy casi seguro de que le han cortado o arrancado el cabello de la parte anterior de la coronilla —dijo el médico. Sjösten asintió con la cabeza. Luego se volvió hacia Birgersson.
—Quiero que avises a la policía de Ystad —dijo—. Encuentra a Kurt Wallander. Quiero hablar con él. Ahora.
Esa mañana de martes, por una vez Wallander había preparado un desayuno de verdad. Hizo huevos fritos y estaba a punto de sentarse a la mesa con el periódico cuando sonó el teléfono. Enseguida volvió a presentir que algo había ocurrido. Al oír que era la policía de Helsingborg, un intendente que se presentó como Sture Birgersson, su angustia se incrementó.
Comprendió inmediatamente que había ocurrido lo que temía. El hombre desconocido había atacado de nuevo. Maldijo en silencio, una maldición llena de miedo y rabia.
Waldemar Sjösten se puso al teléfono. Se conocían de antes. A principios de los ochenta habían colaborado en una investigación sobre un lío de drogas que se extendía por Escama. A pesar de sus enormes diferencias personales, se entendieron bien y desarrollaron algo que tal vez era el principio de una amistad.
—¿Kurt?
—Estoy aquí.
—Hace tiempo que no hablamos.
—¿Qué ha pasado? ¿Es cierto lo que he oído?
—Me temo que sí. El asesino que estás buscando ha aparecido aquí en Helsingborg.
—¿Está confirmado?
—No hay nada que indique lo contrario. Un hachazo en la cabeza. Luego le ha arrancado la cabellera a la víctima.
—¿Quién es?
—Åke Liljegren. ¿El nombre te dice algo?
Wallander reflexionó.
—¿Es el «asesor nacional»?
—Ese mismo. Un ex ministro de justicia, un comerciante en arte y ahora un asesor fiscal.
—En medio, un perista —dijo Kurt Wallander—. No te olvides de él.
—Te llamo porque creo que debes venir. Tenemos jefes e intendentes que pueden asumir la responsabilidad formal por traspasar los límites territoriales.
—Iré —dijo Wallander—. Me pregunto si estaría bien llevarme a Sven Nyberg, nuestro técnico judicial.
—Trae a los que quieras. Yo no pondré obstáculos. Lo que me disgusta es que haya actuado aquí.
—Dentro de dos horas estaré en Helsingborg —dijo Wallander—. Si mientras tanto puedes averiguar si hay una relación entre Liljegren y las otras víctimas, ya habremos avanzado un buen trecho. ¿Hay algún rastro de él?
—No directamente. Pero sabemos cómo ha ocurrido. Aunque esta vez no le ha echado ácido en los ojos. Le ha asado. Al menos la cabeza y la mitad del cuello.