Wallander se quedó callado pensando en lo que Mats Ekholm había dicho.
—¿Quién es? —dijo a continuación—. ¿Qué aspecto tiene? ¿Cuántos años tiene? No puedo buscar una mente enferma que en apariencia sea totalmente normal. Sólo puedo buscar a una persona.
—Es demasiado pronto para responder a eso —dijo Mats Ekholm—. Necesito tiempo para ponerme al corriente de todo el material y poder trazar el perfil psicológico del asesino.
—Espero que no pienses en este domingo como en un día de descanso —dijo Wallander fatigado—. Necesitaríamos ese perfil cuanto antes.
—Intentaré conseguir algo para mañana —dijo Mats Ekholm—. Pero tú y tus colegas tenéis que comprender que las dificultades y los márgenes de error pueden ser muchos y enormes.
—Me doy cuenta —reconoció Wallander—. Pero aun así necesitamos toda la ayuda que nos puedas prestar.
Al concluir la conversación con Mats Ekholm, Wallander abandonó la comisaría. Condujo hasta el puerto y se dirigió al malecón, donde unos días antes había estado intentando dar forma al discurso de despedida a Björk. Se sentó en el banco y contempló un barco de pesca que estaba saliendo del puerto. Se desabrochó la camisa y cerró los ojos con la cara hacia el sol. En la cercanía oyó reír a unos niños. Intentó desterrar todos los pensamientos y disfrutar tan sólo del calor. Transcurridos unos minutos se levantó y abandonó el puerto.
«Tu asesino ya ha matado dos veces. No podemos descartar que continúe puesto que no conocemos su móvil.»
Las palabras de Mats Ekholm podrían ser las suyas. Sólo cuando atrapasen a la persona que mató a Gustaf Wetterstedt y a Ame Carlman desaparecería su angustia. Wallander se conocía. Su fuerza residía en que nunca se daba por vencido. Y que a veces podía dar señales de una lucidez repentina. Pero su debilidad también era fácil de identificar. No podía evitar que la responsabilidad profesional se convirtiera en una cuestión personal. «Tu asesino», había dicho Mats Ekholm. Su debilidad no podía describirse mejor. El hombre que había matado a Wetterstedt y a Carlman era realmente responsabilidad suya. Aunque no lo quisiera.
Se sentó en el coche y decidió seguir el plan que había trazado esa misma mañana. Se dirigió al chalet de Wetterstedt. La playa ya no estaba acordonada. Göran Lindgren y un hombre mayor, que suponía que sería su padre, estaban lijando el bote. No se molestó en ir a saludarlos. Todavía llevaba el llavero y abrió la puerta de entrada. El silencio era opresivo. Se sentó en uno de los sillones de piel del salón. Desde la playa le llegaban con debilidad unos sonidos lejanos. Paseó la mirada por la habitación. ¿Qué le contaban los objetos? ¿Había entrado alguna vez en la casa el asesino? Notó que le costaba agrupar los pensamientos. Se levantó de la silla y se acercó al ventanal con vistas al jardín, la playa y el mar. Aquí habría estado Gustaf Wetterstedt muchas veces. Pudo ver que el parquet estaba gastado precisamente allí. Miró por la ventana. Observó que alguien había cerrado el agua de la fuente del jardín. Paseó la mirada y retomó el hilo del pensamiento que había seguido antes.
«El asesino estuvo en la colina sobre la casa de Carlman y observó la fiesta. Podía haber estado en ese lugar muchas veces. Desde allí disfrutó de la ventaja de ver sin ser visto. La cuestión ahora es dónde está la colina desde la que vigilabas a Gustaf Wetterstedt. ¿Desde dónde podías observarle sin ser visto?»
Dio la vuelta a la casa y se detuvo en cada ventana. Desde la de la cocina contempló durante un buen rato unos árboles altos que crecían más allá del terreno de Wetterstedt. Se trataba de abedules jóvenes que no habrían resistido el peso de una persona trepando.
Sólo cuando llegó al despacho y miró por la ventana comprendió que tal vez había encontrado una respuesta. Desde el techo en saledizo del garaje podía mirarse directamente a la habitación. Salió de la casa y dio la vuelta al garaje. Se percató de que un hombre joven en buen estado físico podría saltar y agarrarse al listón del tejado para luego alzarse. Wallander fue a buscar una escalera que había visto al otro lado de la casa. La apoyó en el tejado del garaje y subió. El tejado estaba cubierto de tela asfáltica antigua. Como no sabía el peso que aguantaba, gateó hasta el lugar en el que podía ver el interior del despacho de Wetterstedt. A continuación buscó con cuidado hasta dar con el punto más alejado de la ventana, pero desde el que tenía una vista perfecta. A gatas también examinó la tela asfáltica. Casi enseguida descubrió unos cortes que se entrecruzaban. Pasó las yemas de los dedos por encima de la tela. Alguien la había cortado con un cuchillo. Miró a su alrededor. No se le podía ver ni desde la playa ni desde la carretera que pasaba cerca de la casa de Wetterstedt. Wallander descendió y volvió a dejar la escalera en su sitio. Luego examinó minuciosamente la tierra junto a la base de piedra del garaje. Lo único que encontró fueron las hojas sucias y rotas de un cómic que el viento había arrastrado hasta el jardín. Regresó a la casa. El silencio continuaba siendo agobiante. Subió al piso de arriba. Por la ventana del dormitorio de Wetterstedt pudo ver cómo Göran Lindgren y su padre volteaban el bote con la quilla hacia arriba. Comprendió que tenían que ser dos para poder darle la vuelta.
De todos modos, sabía que el asesino había estado solo, tanto aquí como cuando mató a Ame Carlman. Aunque las pistas eran pocas, su intuición le decía que había sido un hombre solo el que estuvo sentado en el tejado del garaje de Wetterstedt y en la colina de Carlman.
«Tengo que vérmelas con un único asesino —pensó—. Un hombre solitario que abandona su terreno fronterizo y mata a sus víctimas a hachazos para luego arrancarles la cabellera como trofeo.»
A las once, dejó la casa de Wetterstedt. Sintió un gran alivio al salir de nuevo al sol. Entró en la gasolinera de OK y comió en el restaurante. Una chica de una mesa cercana le saludó con la cabeza. Le devolvió el saludo sin recordar quién era. Sólo cuando se marchó, recordó que se llamaba Britta-Lena Bodén y que era cajera de un banco. Una vez, su prodigiosa memoria le había resultado de gran ayuda durante la investigación de un crimen.
A las doce estaba de nuevo en la comisaría.
Ann-Britt Höglund salió a su encuentro en la recepción.
—Te vi por la ventana —dijo.
Wallander se dio cuenta inmediatamente de que algo había sucedido. Esperaba sus palabras en tensión.
—Hay una conexión —dijo—. A finales de los sesenta Ame Carlman pasó una temporada en la cárcel. En la cárcel de Långholmen. Gustaf Wetterstedt era ministro de justicia en esa época.
—Esa conexión no es suficiente —dijo Wallander.
—Aún no he acabado —continuó ella—. Ame Carlman le escribió cartas a Gustaf Wetterstedt. Y cuando salió de la cárcel se vieron.
Wallander se quedó petrificado.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Ven a mi despacho y te lo cuento. Wallander sabía qué significaba eso.
Si habían encontrado una conexión, habrían roto la corteza exterior, la más dura de la investigación.
Todo comenzó con una llamada telefónica.
Ann-Britt Höglund iba por el pasillo para hablar con Martinsson cuando la llamaron por megafonía. Volvió a su despacho y contestó la llamada. Era un hombre que hablaba en voz tan baja que al principio pensó que estaba enfermo o tal vez herido. Pero entendió que quería hablar con Wallander. Con nadie más, y menos con una mujer. Ella le explicó que Wallander había salido, nadie sabía dónde estaba y tampoco 1e podían decir cuándo regresaría. Pero el hombre del teléfono había insistido mucho, a pesar de que era difícil comprender cómo un hombre que hablaba en voz tan baja podía dar la impresión de tanta voluntad. Por un instante pensó en ponerle con Martinsson y que se hiciese pasar por Wallander. Pero desistió. Había algo en la voz del hombre que le decía que tal vez conocía la manera de hablar de Wallander.
Ya desde el principio le dijo que tenía información importante que darle. Ella le preguntó si tenía que ver con la muerte de Gustaf Wetterstedt. «Quizás», había contestado. Luego le preguntó si se trataba de Ame Carlman. «Quizás», contestó de nuevo. Comprendió que tendría que prolongar la comunicación, a pesar de que se negaba a decir su nombre y su número de teléfono.
Finalmente fue él mismo quien resolvió el problema. Estuvo callado durante tanto rato que Ann-Britt Höglund creyó que la conversación se había cortado. Pero en ese momento habló de nuevo y preguntó por el número de fax de la policía. «Dale el fax a Wallander», había dicho el hombre. «A nadie más.»
Una hora más tarde llegó el fax. Y ahora estaba en su mesa. Se lo entregó a Wallander, que se había sentado en la silla de las visitas. Para asombro suyo, el remitente del fax era la ferretería Skoglund, en Estocolmo.
—Busqué el número y llamé —dijo—. Pensé que era extraño que una ferretería estuviera abierta en domingo. Por un aviso en el contestador automático, encontré al dueño en el móvil. Tampoco él entendió cómo alguien había enviado un fax desde su oficina. Iba a jugar al golf, pero prometió investigar el asunto. Media hora más tarde telefoneó muy nervioso, contando que habían forzado la puerta de su oficina.
—Una historia rara dijo Wallander.
A continuación leyó el fax. Estaba escrito a mano y a trozos resultaba difícil de leer. Otra vez pensó que pronto necesitaría gafas. La sensación de que las letras se le escapaban ante los ojos ya no admitía la excusa de que estaba momentáneamente cansado o fatigado. El estilo de la carta variaba entre letra inglesa y letras de imprenta, y parecía estar escrita con mucha prisa. Wallander la leyó en silencio y luego en voz alta para controlar que no había malinterpretado nada.
—«Ame Carlman estuvo encarcelado en Långholmen durante la primavera de 1969 por perista y estafador. Por esa época Gustaf Wetterstedt era ministro de justicia. Carlman le escribía cartas. Se vanagloriaba de ello. Al salir se encontró con Wetterstedt. ¿De qué hablaron? ¿Qué hicieron? No lo sabemos. Pero después de ello a Carlman le fue muy bien. No volvió a ir a la cárcel. Y ahora están muertos. Los dos.» ¿He interpretado el texto correctamente?
—Yo he deducido lo mismo —respondió ella.
—No está firmado —dijo Wallander—. ¿Qué querrá decir? ¿Quién es? ¿Cómo sabe esto? ¿Es cierto?
—No lo sé —contestó—. Pero tuve la sensación de que ese hombre sabía de qué hablaba. Además no será difícil averiguar si Carlman estuvo efectivamente encarcelado en Långholmen durante la primavera de 1969. Ya sabemos que Wetterstedt era ministro de justicia por aquella época.
—¿No habían cerrado Långholmen? —preguntó Wallander.
—Eso sucedió unos años más tarde. En 1975, creo. Puedo informarme de la fecha exacta, si lo quieres saber.
Wallander negó con las manos.
—¿Por qué habrá querido hablar sólo conmigo? —preguntó—. ¿No te dio ninguna explicación?
—Tuve la sensación de que había oído hablar de ti.
—¿O sea que no afirmó conocerme?
—No.
Wallander reflexionó.
—Esperemos que sea verdad lo que escribe —dijo—. Si es así, contamos con una relación entre ellos.
—No será difícil averiguar si es verdad —dijo Ann-Britt Höglund—. Aunque es domingo.
—Ya sé —dijo Wallander—. Iré a hablar con la viuda de Carlman ahora mismo. Tiene que saber si su marido estuvo en la cárcel.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No hace falta.
Media hora más tarde, Wallander estacionó el coche delante del cordón policial de Bjäresjö. Un policía con cara de aburrimiento estaba sentado en un coche leyendo el periódico. Se irguió al ver a Wallander.
—¿Está Nyberg trabajando aquí todavía? —preguntó Wallander sorprendido—. ¿No han acabado ya con la investigación en el lugar del crimen?
—No he visto a ningún especialista —contestó el policía.
—Llama a Ystad y pregunta por qué no han retirado el cordón policial —ordenó Wallander—. ¿La familia está en casa?
—La viuda seguro que está —dijo el policía—. Y la hija. Pero los hijos se marcharon en un coche hace unas horas.
Wallander entró en el patio. Vio que el banco y la mesa de la glorieta ya no estaban allí. Con ese hermoso tiempo estival los sucesos de unos días atrás parecían totalmente irreales. Llamó a la puerta. La viuda de Ame Carlman abrió casi enseguida.
—Siento mucho molestarla —dijo Wallander—, pero tengo algunas preguntas que necesitan respuesta cuanto antes.
Vio que todavía tenía la cara muy pálida. Al pasar por delante de ella notó un ligero olor a alcohol. Desde algún sitio la hija de Carlman preguntó quién había venido. Wallander intentó recordar el nombre de la mujer que tenía delante. ¿Se lo habían dicho? Luego recordó que se llamaba Anita. Había oído a Svedberg nombrarla durante la larga reunión del día de San Juan. Se sentó enfrente de ella en el sofá. La mujer encendió un cigarrillo mientras le observaba. Llevaba un vestido de verano de colores claros. Un pensamiento de desaprobación pasó rápidamente por la cabeza de Wallander. Aunque no hubiese amado a su marido, le habían matado. ¿La gente ya no tenía ningún respeto ante la muerte? ¿No podía haber elegido una ropa más sobria?
Luego pensó que a veces tenía unas ideas tan conservadoras que él mismo se sorprendía. El luto y el respeto no tenían nada que ver con la escala cromática.
—¿Quiere beber algo, inspector? pregunto.
—No gracias —declinó Wallander—. Además seré muy breve.
De repente vio que ella lanzaba una mirada por detrás de él. Se volvió. La hija había entrado con sigilo en la habitación y estaba sentada en una silla al fondo. Fumaba y daba la impresión de estar muy nerviosa.
—¿Le importa si escucho? —preguntó con una voz que a Wallander le sonó agresiva.
—En absoluto —respondió—. Puede acercarse.
—Estoy bien donde estoy —contestó.
La madre movió la cabeza casi imperceptiblemente. Para Wallander era como si con ello se resignase ante su hija.
—En realidad he venido porque hoy es domingo —empezó Wallander—. Quiero decir que resulta difícil sacar información de los diferentes registros y archivos, y necesitamos la respuesta cuanto antes.
—No hace falta que se disculpe porque es domingo —dijo la mujer—. ¿Qué quiere saber?
—¿Su marido estuvo en la cárcel en la primavera de 1969?
La respuesta llegó rápida y decidida.
—Estuvo encarcelado en Långholmen entre el nueve de febrero y el ocho de junio. Le llevé y le fui a buscar. Le habían condenado por perista y estafador.