—Eso me han dicho —dijo Sjösten—. También he oído que Ludwigsson y Hamrén están de camino desde Estocolmo. Son buenos chicos, los dos.
—¿Qué tal los testigos que habían visto a un hombre en moto?
—No habían visto a un hombre —dijo Sjösten—. Pero sí una moto. Estamos intentando averiguar el tipo. Pero es difícil. Ambos testigos son ancianos. Además, son apasionados deportistas que detestan todo tipo de vehículos de motor. Al final quizá resulte que vieron una carretilla.
Se oyó un ruido en el teléfono. El viento interrumpió la conversación. Nyberg estaba junto al embarcadero frotándose la mejilla hinchada.
—¿Qué tal? preguntó Wallander intentando animarlo.
—Estoy esperando a los buceadores —contestó Nyberg.
—¿Te duele mucho?
—Es la muela del juicio.
—Sácatela.
—Lo haré. Pero primero quiero que vengan los buceadores.
—¿Es sangre lo que hay en el embarcadero?
—Lo más seguro es que sí. Como máximo, esta noche sabrás además si una vez circuló por el cuerpo de Fredman.
Wallander dejó a Nyberg y les dijo a los demás que se iba a Helsingborg. Al dirigirse hacia el coche recordó una cosa que casi había olvidado. Regresó.
—Louise Fredman —le dijo a Svedberg—. ¿Ha averiguado algo más Per Åkeson?
Svedberg no lo sabía. Pero prometió hablar con Åkeson.
Wallander giró cerca de Charlottenlund y pensó que el que eligió el lugar en el que mataron a Fredman lo había hecho con esmero. La casa más próxima estaba lo bastante alejada como para que los gritos de Fredman no se oyeran. Condujo hasta la E 65 y giró hacia Malmö. El viento sacudía el coche. Pero el cielo todavía estaba totalmente despejado. Pensó en la conversación que habían mantenido alrededor del mapa. Muchas cosas indicaban, por tanto, que el asesino vivía en Malmö. Por lo menos no residía en Ystad. Pero ¿por qué se molestó en meter al cadáver de Björn Fredman en un hoyo delante de la estación de ferrocarril? ¿Podría ser, como decía Ekholm, que estuviera desafiando a la policía? Wallander giró hacia Sturup y pensó por un momento en acercarse al aeropuerto. Pero cambió de idea. ¿Qué podría hacer en realidad? La conversación que le esperaba en Helsingborg era más importante. Se dirigió hacia Lund pensando en cómo sería la mujer que Sjösten había localizado.
Se llamaba Elisabeth Carlén. Estaba sentada enfrente de Wallander en el despacho de la comisaría de Helsingborg que normalmente utilizaba el inspector del equipo de homicidios, Waldemar Sjösten. Eran ya las cuatro, y la mujer, que tenía algo más de treinta años, acababa de entrar en la habitación. Wallander le estrechó la mano y pensó que le recordaba a la pastora que había conocido la semana anterior en Smedstorp. Quizá porque vestía de negro e iba muy maquillada. La invitó a sentarse a la vez que pensaba que la descripción que había hecho Sjösten de sus atributos físicos era muy acertada. Sjösten dijo que era atractiva precisamente porque siempre miraba a su alrededor con una expresión fría y de rechazo. Para Wallander era como si hubiese decidido desafiar a todos los hombres que se le acercaran. Pensó que nunca antes había visto una mirada como la de ella. Expresaba desprecio e interés al mismo tiempo. Wallander repasó mentalmente la historia de la mujer mientras ella encendía un cigarrillo. Sjösten había sido ejemplarmente breve y preciso.
—Elisabeth Carlén es una puta —dijo—. La pregunta es si alguna vez ha sido otra cosa desde que tenía veinte años. Acabó la escuela elemental y luego trabajó como camarera en uno de los transbordadores del Estrecho. Se cansó e intentó abrir una tienda con una amiga. No funcionó. Había invertido dinero prestado, avalada por sus padres. Después de eso tuvo problemas con ellos y llevó una vida bastante errante. Copenhague un tiempo, luego Amsterdam. A los diecisiete la detuvieron por traficar con una partida de anfetaminas. Ella también las tomaba, pero parecía controlarlo. Fue la primera vez que me la encontré. Luego desapareció unos años, agujeros negros de los que no sé mucho. Pero de repente aparece en Malmö en un lío de burdeles tapado con gran profesionalidad.
En ese punto del informe de Sjösten, Wallander le interrumpió.
—¿Todavía hay burdeles? —preguntó atónito.
—O casas de putas —dijo Sjösten—. Llámalo como quieras. ¡Qué coño, claro que los hay! ¿No los tenéis en Ystad? Tranquilo, ya vendrán.
Wallander no preguntó más. Sjösten reanudó su comentario sobre Elisabeth Carlén.
—Naturalmente, nunca ha hecho la calle —continuo—. Se estableció en su casa. Creó un círculo de clientes exclusivos. Al parecer tenía algo atractivo que ponía su valor en el mercado por las nubes. Ni siquiera figuraba en los pequeños anuncios que se publican en ciertas revistas pornográficas. Pregúntale qué es lo que la hace tan especial. Sería interesante saberlo. Durante esos años aparece en los círculos que, de vez en cuando, rozan a Åke Liljegren. Se la ve frecuentar restaurantes con algunos de sus hombres de negocios. La policía de Estocolmo observa que está presente en ciertas ocasiones no del todo adecuadas del brazo de hombres vigilados. Ésa es brevemente Elisabeth Carlén. Resumiendo, una prostituta sueca bastante afortunada.
—¿Por qué la elegiste a ella?
—Es simpática. He hablado con ella muchas veces. No tiene miedo. Si yo le digo que no se sospecha de ella por nada, me cree. Me imagino que también tendrá el instinto de conservación de una puta. En otras palabras, se da cuenta de las cosas. No le gustan los policías. Una buena manera de evitarlos es quedar bien con gente como tú y yo.
Wallander se quitó la chaqueta y apartó unos papeles de la mesa. Elisabeth Carlén estaba fumando. Seguía todos sus movimientos con la mirada. Wallander pensó en un pájaro atento.
—Bueno, ya sabes que no eres sospechosa de nada —empezó.
—A Åke Liljegren le asaron en su cocina —dijo—. He visto su horno. Es muy moderno. Pero no fui yo la que lo puso en marcha.
—Tampoco lo creemos —dijo Wallander—. Lo que busco es información. Estoy intentando crear una imagen. Tengo un marco vacío. Allí me gustaría colocar una fotografía. Tomada en una fiesta en casa de Liljegren. Quiero que me señales a sus invitados.
—No —contestó—. No lo quieres. Tú quieres que yo te diga quién lo mató. No puedo.
—¿Qué pensaste cuando te enteraste de que Liljegren estaba muerto?
—No pensé en nada. Me eché a reír.
—¿Por qué? La muerte de una persona pocas veces es para reírse.
—Probablemente no sepas que morir en su propio horno no estaba entre sus planes. Un mausoleo en el cementerio a las afueras de Madrid. Allí iba a ser enterrado. Skanska lo estaba construyendo según sus propios planos. Mármol de Italia. Y tuvo que morir en su propia cocina. Creo que él mismo se hubiese reído.
—Sus fiestas —dijo Wallander—. Volvamos a ellas. Se dice que eran violentas.
—Y lo eran.
—¿En qué sentido?
—En todos los sentidos.
—¿Puedes ser un poco más explícita?
Dio unas profundas caladas a su cigarrillo mientras reflexionaba. Fijaba su mirada todo el tiempo en los ojos de Wallander.
—A Åke Liljegren le gustaba reunir a gente con capacidad para vivir la vida —dijo—. Digamos que eran personas insaciables. Insaciables en cuanto a poder, riqueza y sexo. Además, Åke tenía la reputación de que se podía confiar en él. Creaba una zona de seguridad alrededor de sus invitados. Nada de cámaras ocultas, ni espías. Nunca había soplos sobre sus fiestas. También sabía a qué tipo de mujeres podía invitar.
—¿Mujeres como tú?
—Mujeres como yo.
—¿Y más?
Parecía no entender su pregunta.
—¿Qué otras mujeres había?
—Dependía de los deseos.
—¿Qué deseos?
—Los de los invitados. De los hombres.
—¿Qué podía ser?
—Había los que deseaban que estuviera yo.
—Eso lo he entendido. ¿Y otras?
—No te daré nombres.
—¿Quiénes eran?
—Jóvenes, más jóvenes, rubias, morenas, negras. A veces mayores, alguna que otra muy robusta. Variaba.
—¿Las conocías?
—No siempre. No muy a menudo.
—¿Cómo las conseguía?
Apagó su cigarrillo y encendió otro antes de contestar. Ni siquiera al apagar la colilla dejó de mirarle.
—¿Cómo consigue una persona como Åke Liljegren lo que quiere? Tenía un montón de dinero; tenía colaboradores y tenía contactos. Podía recoger a una chica en Florida para que participara en una fiesta. Probablemente ella no imaginaba nunca que había visitado Suecia. Aún menos Helsingborg.
—Dices que tenía colaboradores. ¿Quiénes eran?
—Sus chóferes. Su asistente. A menudo le acompañaba un mayordomo, por así decirlo, alquilado. Inglés, naturalmente. Pero variaban.
—¿Cómo se llamaban?
—No te daré nombres.
—Los encontraremos de todos modos.
—Seguramente. Pero eso significará que los nombres no han salido de mí.
—¿Qué pasaría si me dieras unos nombres?
Parecía completamente impasible al contestar.
—Entonces podría morir. Quizá no con la cabeza dentro de un horno. Pero probablemente de una manera igual de desagradable.
Wallander reflexionó antes de continuar. Comprendió que nunca le sonsacaría ningún nombre a Elisabeth Carlén.
—¿Cuántos de sus invitados eran personas públicas?
—Muchos.
—¿Políticos?
—Sí.
—¿El ex ministro de Justicia Gustaf Wetterstedt?
—Te dije que no te daría nombres.
De repente notó que le mandaba un mensaje. Las palabras tenían un doble sentido. Sabía quién era Gustaf Wetterstedt. Pero no había estado en las fiestas.
—¿Hombres de negocios?
—Sí.
—¿El comerciante de arte Arne Carlman?
—¿Se llamaba casi como yo?
—Sí.
—No te daré nombres. No te lo voy a repetir. Si no, me iré.
«Él tampoco», pensó Wallander. Sus señales eran muy claras.
—¿Artistas? ¿Lo que se suelen llamar famosos?
—Alguna vez. Pero pocas. Creo que Åke no se fiaba de ellos. Probablemente tenía razón.
—Hablabas de chicas jóvenes. Chicas morenas. ¿No quieres decir de pelo moreno, sino de tez morena?
—Sí.
—¿Puedes recordar si alguna vez conociste a una chica llamada Dolores María?
—No.
—Una chica de la República Dominicana.
—No sé ni dónde está.
—¿Te acuerdas de una chica llamada Louise Fredman? Diecisiete años. Quizá menos. Rubia.
—No.
Wallander condujo la conversación en otra dirección. Todavía no parecía haberse cansado.
—¿Las fiestas eran violentas?
—Sí.
—¡Cuenta!
—¿Quieres detalles?
—Con mucho gusto.
—¿Descripciones de cuerpos desnudos?
—No necesariamente.
—Eran orgías. El resto te lo puedes imaginar.
—¿Puedo? —dijo Wallander—. No estoy tan seguro de ello.
—Si yo me desnudara y me echara encima de tu escritorio sería una cosa bastante inesperada —dijo—. Más o menos eso.
—¿Acontecimientos inesperados?
—Eso es lo que pasa cuando se reúnen personas insaciables.
—¿Hombres insaciables?
—Eso es.
Wallander hizo mentalmente un breve resumen. Todavía no hacía más que rascar en la superficie.
—Tengo una propuesta —dijo—. Y una pregunta más.
—Todavía estoy aquí.
—Mi propuesta es que me des una oportunidad para verte otra vez. Pronto. Dentro de unos días.
Ella asintió con la cabeza. Wallander tuvo la desagradable sensación de que establecía algún tipo de pacto. Vagamente se acordaba de la época horrorosa que había pasado en las Antillas unos años antes.
—Mi pregunta es sencilla —dijo—. Hablaste de los chóferes de Liljegren. Y de sus sirvientes personales, que iban cambiando. Pero dijiste que tenía un asistente. No era en plural. ¿Es correcto?
Observó un ligero cambio de expresión en su cara. Comprendió que se había ido de la lengua sin mencionar un nombre.
—Esta conversación sólo queda en los apuntes de mi memoria —dijo Wallander—. ¿Oí bien o mal?
—Oíste mal —dijo—. Claro que tenía más de un asistente.
«O sea bien», pensó Wallander.
—Pues es suficiente por el momento —dijo levantándose.
—Me iré cuando haya acabado el cigarrillo —contestó. Por primera vez durante la conversación desvió la mirada de él.
Wallander abrió la puerta del pasillo. Sjösten estaba leyendo una revista náutica. Wallander le hizo señas con la cabeza. Ella apagó el cigarrillo y se levantó. Cuando Sjösten regresó después de acompañarla hasta la salida, Wallander estaba en la ventana viéndola subir a su coche.
—¿Fue bien? —preguntó Sjösten.
—Tal vez —dijo Wallander—. Aceptó verme otra vez.
—¿Qué te ha dicho?
—En realidad nada.
—¿Y eso te parece bien?
—Me interesa lo que no sabía —dijo Wallander—. Quiero que vigilen la casa de Liljegren día y noche. También quiero que le pongas vigilancia a Elisabeth Carlén. Tarde o temprano aparecerá alguien con quien tengamos que hablar.
—Suena a un motivo poco creíble para justificar una vigilancia —dijo Sjösten.
—Eso lo decido yo —añadió Wallander con amabilidad—. Me han elegido para que encabece la investigación por unanimidad.
—Estoy contento de no ser yo —contestó Sjösten—. ¿Te quedas a dormir?
—No, me voy a casa.
Bajaron las escaleras que llevaban a la planta inferior.
—¿Leíste lo de la chica que se suicidó en un campo de colza? —preguntó Wallander antes de despedirse.
—Lo leí. Una historia tremenda.
—La recogieron cuando hacía autostop desde Helsingborg —continuó Wallander—. Y estaba asustada. Me pregunto si podría tener relación con esto. A pesar de que parezca totalmente irrazonable.
—Corrían rumores sobre Liljegren y la trata de blancas —dijo Sjösten—. Entre otros miles.
Wallander le observó con atención.
—¿Trata de blancas?
—Circularon rumores de que usaban Suecia como país de tránsito para chicas pobres de América del Sur, camino de los burdeles del sur de Europa. A los antiguos estados del este. De hecho, hemos encontrado a un par de chicas que han escapado. Pero nunca hemos localizado a los que manejan ese comercio. Tampoco hemos podido probar nada. Pero creemos que existe.
Wallander miró fijamente a Sjösten.