—¿Por casualidad no tendrás un viejo calendario en casa? —preguntó Wallander.
—Es posible que en el desván haya alguno de los calendarios navideños de mis nietos —dijo Heineman—. Mi esposa tiene la mala costumbre de guardar un montón de porquería. Yo la tiro regularmente. También es una costumbre del departamento de Asuntos Exteriores. El primer día de cada mes tiraba sin piedad todo lo que no hacía falta conservar del mes anterior. Tenía como regla que tirar de más era mejor que tirar poco. Nunca eché de menos nada de lo que tiré.
Wallander le hizo una señal a Larsson.
—Llama e infórmate de qué día es santa Frida —dijo—. Y en qué día de la semana cayó en 1993.
—¿Quién lo sabrá? —preguntó Larsson.
—¡Cojones! —dijo Sjösten irritado—. Llama a la comisaría. Tienes exactamente cinco minutos para averiguarlo.
—El teléfono está en el recibidor —indicó Heineman. Larsson desapareció.
—Tengo que decir que aprecio las órdenes bien dadas —dijo Heineman contento—. Incluso esa capacidad parece haberse perdido últimamente.
A Wallander le costaba continuar mientras esperaban la respuesta. Para pasar el rato, Sjösten le preguntó a Heineman en qué lugares había estado destinado. Resultó que había estado en una gran cantidad de cancillerías.
—Últimamente está mejor —dijo—. Pero cuando yo empecé mi carrera, a menudo había un nivel muy bajo en las personas escogidas para representar a nuestro país en los países extranjeros.
Cuando Larsson volvió habían transcurrido casi diez minutos. Llevaba una nota apuntada en un trozo de papel que tenía en la mano.
—Santa Frida es el 18 de febrero —dijo—. El 18 de febrero de 1993 era un jueves.
—Exactamente lo que pensaba —puntualizó Wallander.
Después pensó que el trabajo policial no era otra cosa que no darse por vencido hasta confirmar un detalle decisivo en un trozo de papel.
Después de esto, a Wallander le parecía que las otras preguntas que había planeado podían esperar. Sin embargo, para guardar las apariencias, hizo un par de preguntas más sobre si Heineman había observado algo de lo que Wallander llamaba un posible tráfico de chicas.
—Hubo fiestas —dijo Heineman con austeridad—. Desde el piso superior de esta casa es inevitable ver ciertos rincones del interior de la casa de enfrente. Naturalmente había mujeres involucradas.
—¿Conociste alguna vez a Åke Liljegren?
—Sí —contestó Heineman—. Le conocí en una ocasión en Madrid. Fue durante uno de mis últimos años en activo en Asuntos Exteriores. Había solicitado cartas de presentación para exhibir ante ciertas grandes empresas españolas de la construcción. Naturalmente sabíamos muy bien quién era Liljegren. El asunto de las empresas fantasma estaba en pleno auge. Le tratamos con la máxima cortesía que nos fue posible. Pero no era una persona de trato agradable.
—¿Por qué no?
Heineman reflexionó antes de contestar.
—Era sencillamente desagradable —dijo después—. Consideraba el mundo a su alrededor con un desprecio absoluto que no escondía.
Wallander dio señales de que no tenía intención de prolongar la conversación.
—Mis colegas se pondrán en contacto contigo de nuevo —dijo al levantarse.
Heineman les acompañó hasta la verja. El coche policial todavía estaba delante del chalet de Liljegren. La casa estaba a oscuras. Wallander cruzó la calle tras despedirse de Heineman. Uno de los policías del coche salió y se cuadró. Wallander levantó la mano agitándola en algo que quería parecer una respuesta al exagerado saludo.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó.
—Está tranquilo. Unos cuantos curiosos se han detenido a mirar. Aparte de eso, nada.
Condujeron hasta la comisaría, donde Larsson les dejó y se fue a casa a dormir. Mientras Wallander hacía unas llamadas, Sjösten volvió a su revista de náutica. Wallander empezó llamando a Hansson, quien le informó de la llegada de Ludwigsson y Hamrén. Los había instalado en el hotel Sekelgården.
—Parecen buena gente —dijo Hansson—. No son tan arrogantes como me temía.
—¿Por qué iban a serlo?
—De Estocolmo —dijo Hansson—. Ya se sabe cómo son. ¿No te acuerdas de aquella fiscal que vino a sustituir a Per Åkeson? ¿Cómo se llamaba? ¿Bodin?
—Brolin —respondió Wallander—. Pero no la recuerdo.
Wallander la recordaba muy bien. Sintió que el disgusto le recorría el cuerpo al pensar en cómo una vez perdió por completo la cabeza y se abalanzó encima de ella en estado de embriaguez. Era de lo que más se avergonzaba en su vida. A pesar de que, más tarde, él y Anette Brolin pasaron una noche juntos bajo formas bastante más agradables.
—Mañana empezarán a trabajar con lo de Sturup —añadió Hansson.
Wallander le explicó brevemente lo que había pasado con Heineman.
—En otras palabras, eso significa que hemos abierto una brecha —dijo Hansson—. ¿O sea que crees que Liljegren enviaba una vez por semana a una prostituta a Wetterstedt a Ystad?
—Sí.
—¿También puede haber ocurrido con Carlman?
—Tal vez no del mismo modo. Pero tengo que creer que los círculos de Carlman y Liljegren eran tangentes. Sólo que aún no sabemos dónde.
—¿Y Björn Fredman?
—Todavía es la gran excepción. No encaja en ninguna parte. Menos aún en los círculos de Liljegren. A no ser que fuese un matón que trabajaba para él. Pienso volver a Malmö mañana y hablar otra vez con la familia. Sobre todo porque necesito hablar con la hija que está ingresada en el hospital.
—Per Åkeson me ha relatado vuestra conversación. Espero que seas consciente de que el resultado puede ser tan negativo como el encuentro con Erika Carlman.
—Por supuesto.
—Voy a ponerme en contacto con Ann-Britt Höglund y Svedberg esta misma noche —dijo Hansson—. A pesar de todo traes buenas noticias.
—No te olvides de Ludwigsson y Hamrén —dijo Wallander—. A partir de ahora también pertenecen al equipo de investigación.
Wallander colgó el auricular. Sjösten había salido a buscar café. Wallander marcó el teléfono de su casa. Para su asombro, Linda contestó enseguida.
—Acabo de llegar a casa —dijo—. ¿Dónde estás?
—En Helsingborg. Me quedo a dormir aquí.
—¿Ha ocurrido algo?
—He estado cenando en Helsingör, en Dinamarca.
—No me refería a eso.
—Estamos trabajando.
—Nosotras también —dijo Linda—. Hemos hecho un ensayo general otra vez. Tuvimos público hoy también.
—¿Quién?
—Un chico que preguntó si podía mirar. Estaba en la calle y dijo que había oído que estábamos haciendo teatro. Le dejamos mirar. Probablemente se lo habían dicho los del puesto de salchichas.
—¿No le conocíais?
—Supongo que era turista en la ciudad. Luego me acompañó a casa.
Wallander sintió una punzada de celos.
—¿Está en el apartamento ahora?
—Me acompañó hasta Mariagatan. Un paseo de unos cinco minutos si caminas despacio. Luego se fue a casa.
—Sólo quería saberlo.
—Tenía un nombre raro. Se llamaba Hoover. Pero era muy bueno. Creo que le gustó lo que estamos haciendo. Si tiene tiempo volverá mañana.
—Seguro que lo hará —dijo Wallander.
Sjösten entró en el despacho con dos tazas de café. Wallander le preguntó por el número de su casa y se lo dijo a Linda.
—Mi hija —dijo al colgar—. A diferencia de ti solamente tengo una hija. Se irá a Visby el sábado para hacer un cursillo de teatro.
—Los hijos dan un barniz de sentido a la vida después de todo —dijo Sjösten acercándole la taza a Wallander.
Volvieron a repasar la conversación con Lennart Heineman una vez más. Wallander percibió que Sjösten dudaba mucho que significara un paso adelante en el cerco al asesino el hecho de que Wetterstedt hubiese tenido acceso a las prostitutas a través de Liljegren.
—Quiero que mañana saques todo el material que tengas sobre ese tráfico de chicas, con Helsingborg como lugar de enlace. ¿Por qué precisamente aquí? ¿Cómo han llegado? Tiene que haber una explicación. Además, ese vacío alrededor de Liljegren es incomprensible. No lo entiendo.
—Eso de las chicas son meras especulaciones —dijo Sjösten—. Nunca lo hemos investigado. Sencillamente no hemos tenido razón alguna para hacerlo. Birgersson habló con uno de los fiscales en una ocasión. Éste rechazó de inmediato una investigación diciendo que teníamos cosas más importantes que hacer. Lo que era verdad, naturalmente.
—De todas formas, quiero que lo repases —dijo Wallander—. Hazme un resumen por la mañana. Envíalo por fax a Ystad en cuanto puedas.
Eran cerca de las once y media cuando se fueron al apartamento de Sjösten. Wallander pensó que debía llamar a Baiba. Ya no había vuelta atrás. Pronto sería jueves. Ella ya estaría haciendo la maleta. No podía esperar más a darle la mala noticia.
—Necesito hacer una llamada a Letonia —dijo—. Un par de minutos solamente.
Sjösten le indicó el teléfono. Cuando Sjösten fue al cuarto de baño Wallander levantó el auricular. Marcó el número. Al oír la primera señal, colgó. No sabía qué decir. No se atrevía. Pensó que esperaría hasta la noche siguiente y entonces le diría algo que no fuera cierto, que era todo repentino y que en cambio quería que viniese a Ystad.
Pensó que sería la mejor solución. Al menos para él mismo. Hablaron otra media hora mientras tomaban una copa de whisky. Sjösten hizo una llamada para comprobar que Elisabeth Carlén estaba bajo vigilancia.
—Está durmiendo —dijo—. Quizá debamos hacer lo mismo.
Wallander se preparó la cama, con las sábanas que Sjösten le dio, en una habitación con las paredes llenas de dibujos infantiles. Apagó la luz y se durmió casi enseguida.
Cuando se despertó estaba empapado en sudor. Debió de haber tenido una pesadilla, aunque no la recordaba. Vio en el reloj de pulsera que eran las dos y media. Solamente había dormido dos horas. Se preguntó por qué se había despertado. Se giró de costado para continuar durmiendo. Pero de repente se sintió completamente desvelado. No sabía desde dónde le había llegado la sensación. No tenía ningún fundamento. Aun así era presa del pánico.
Había dejado sola a Linda en Ystad. No podía estar sola allí. Tenía que ir a casa.
Sin pensarlo más, se levantó, se vistió y escribió unos garabatos en un papel para Sjösten. A las tres menos cuarto estaba sentado en el coche saliendo de la ciudad. Pensó que debía llamarla. Pero ¿qué le diría? Sólo iba a asustarla. Conducía a través de la clara noche veraniega. No entendió de dónde le vino el pánico. Pero allí estaba y no le abandonaba.
Poco antes de las cuatro aparcó en Mariagatan. Al llegar a su apartamento abrió con su llave sigilosamente. El miedo a no sabía qué no le había abandonado. Sólo cuando empujó la puerta entreabierta de su habitación, vio su cabeza en la almohada y la oyó respirar, le volvió la tranquilidad.
Se sentó en el sofá. Entonces el miedo fue sustituido por vergüenza. Movió la cabeza y le escribió una nota que le dejó en la mesa diciendo que los planes habían cambiado y que había vuelto durante la noche. Antes de acostarse en su cama puso el despertador a las cinco. Sabía que Sjösten se levantaba muy temprano para dedicar las horas matutinas a su barco. No sabía cómo explicarle su marcha.
Estuvo en la cama preguntándose por qué había tenido esa sensación de pánico. Pero no obtuvo respuesta.
Tardó mucho en dormirse.
Cuando sonó el timbre de la puerta supo enseguida que sólo podía ser Baiba la que llamaba. Curiosamente, no le preocupó en absoluto, a pesar de que le costaría explicarle por qué no le había dicho nada de que tendrían que posponer su viaje de manera indefinida. Pero cuando se sobresaltó y se incorporó en la cama, naturalmente ella no estaba allí. Sólo era el despertador el que había sonado, y las manecillas parecían fauces abiertas al señalar las cinco y tres minutos. Después de la breve confusión inicial golpeó con la mano en el botón de alarma y se quedó quieto sentado en la cama, en silencio. Lentamente, iba volviendo a la realidad. La ciudad aún estaba callada. Ningún otro sonido que no fuera el trino de los pájaros entraba en su habitación y en su conciencia. Ni siquiera podía recordar si había soñado con Baiba o no. La huida repentina de la habitación infantil del apartamento de Sjösten le parecía ahora una incomprensible y vergonzosa desviación de su capacidad normal de comportarse con premeditación. Con un sonoro bostezo se levantó y entró en la cocina. Linda dormía. En la mesa había una nota. Estaba escrita por ella. «Me relaciono con mi hija por medio de un sinfín de notas», pensó. «Cuando aterriza ocasionalmente en Ystad.» Leyó lo que había escrito y comprendió que el sueño sobre Baiba, el despertar y creer que estuviera delante de la puerta, era de todos modos una premonición. Al llegar a casa de madrugada no vio el mensaje de Linda. Ahora vio que Baiba había llamado y que le había pedido que dijera a su padre que se pusiera en contacto con ella sin tardanza. En el resumen de Linda podía intuir su enfado. Apenas era perceptible, pero estaba allí. No podía llamarla. Ahora no. Esta noche, o tal vez al día siguiente, la llamaría. O tal vez dejaría que Martinsson se encargara. Le pediría que la avisase de que, lamentablemente, el hombre con quien tenía la intención de ir a Skagen, el hombre que se suponía que estaría en Kastrup recibiéndola dentro de dos días, se encontraba ahora mismo enfrentado a la persecución de una persona loca que partía los cráneos a sus prójimos y además les arrancaba las cabelleras. Lo que tal vez dejaría que Martinsson dijera era verdad, pero no del todo. Era una mentira a la que había pegado unas alas falsas, y que podía parecer verdad. Pero nunca explicaría o justificaría su cobardía —¿o es que le tenía miedo a Baiba?— para comportarse como debía y llamarla él mismo.
A las cinco y media levantó el auricular, no para llamar a Baiba, sino a Sjösten, a Helsingborg, para darle una mínima explicación de su marcha en plena noche. ¿Qué le podría decir en realidad? La verdad debería ser posible. De la repentina angustia por su hija, una angustia que todos los padres conocen sin que nadie pueda explicar de dónde procede ese pánico repentino. Pero al contestar Sjösten, le dijo otra cosa distinta, que había olvidado algo, una cita con su padre esa mañana temprano. Algo que Sjösten jamás se molestaría en comprobar. O algo que jamás se descubriría por casualidad, puesto que los caminos de Sjösten y los de su padre seguramente nunca se cruzarían. Decidieron ponerse en contacto durante el día, cuando Wallander estuviese en Malmö.