—¿Podré ir a verte algún día? —preguntó el chico. La pregunta sorprendió a Wallander.
Era como si le hubiesen tirado una pelota y no lograse atraparla.
—¿Quieres decir que te gustaría ir a la comisaría de Ystad?
—Sí.
—Claro que sí —contestó Wallander—. Pero llama antes. Muchas veces estoy fuera. Y no siempre me va bien.
Wallander salió a la escalera y apretó el botón del ascensor. Se despidieron con un movimiento de la cabeza. El chico cerró la puerta. Wallander bajó y salió al sol. Era el día más caluroso del verano hasta ese momento. Se detuvo un momento para disfrutar del calor. Al mismo tiempo intentó decidir qué hacer. Lo hizo sin problemas. Se dirigió a la comisaría. Forsfält estaba en su despacho. Wallander le habló de la conversación con el chico. Le dio el nombre del médico, Gunnar Bergdahl, y le pidió que se pusiera en contacto con él lo antes posible. Luego le explicó sus sospechas de que tal vez Björn Fredman habría abusado de su hija y quizá también de los chicos. Forsfält estaba seguro de que nunca se le había acusado de ese tipo de abusos. Pero prometió investigar el asunto lo antes posible. Wallander pasó a hablar de Peter Hjelm. Forsfält le informó de que era un hombre que en muchos aspectos le recordaba a Björn Fredman. Había entrado y salido de muchas cárceles. En una ocasión fue condenado con Fredman por perista. Forsfält opinaba que Hjelm era a menudo el que proporcionaba la mercancía robada y Fredman la vendía. Wallander le preguntó si a Forsfält le importaría que él hablara con Hjelm a solas.
—Prefiero no ir —contestó Forsfält.
—Quiero tenerte en la retaguardia —dijo Wallander.
Wallander buscó la dirección de Hjelm en el listín de teléfonos. También le dio a Forsfält el número de su móvil. Decidieron comer juntos. Para entonces Forsfält esperaba tener preparado el material que la policía de Malmö había recopilado sobre Björn Fredman. Wallander dejó el coche delante de la comisaría y dio un paseo hasta la calle de Kungsgatan. Entró en una tienda de ropa, se compró una camisa y se la puso. Tras un momento de duda, tiró la que había manchado el bolígrafo. Después de todo se la había regalado Baiba. Volvió a salir al sol. Durante unos minutos se sentó en un banco, cerró los ojos y levantó la cabeza hacia el sol. Luego continuó hasta la casa en la que vivía Hjelm. La puerta tenía un código numérico para entrar. Wallander estaba de suerte. Transcurridos unos minutos, un hombre mayor salió con su perro. Wallander le saludó amablemente y entró por la puerta. Leyó en el cuadro de nombres que Hjelm vivía en el tercer piso. En el momento en que iba a abrir la puerta del ascensor sonó su teléfono móvil. Era Forsfält.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—Delante del ascensor en la casa de Hjelm.
—Eso esperaba. Que no hubieses llegado.
—¿Ha ocurrido algo?
—Encontré al médico. Nos conocíamos. Lo había olvidado por completo.
—¿Qué dijo?
—Algo que no debía revelar. Secreto profesional. Pero prometí no descubrirle. Lo mismo vale para ti.
—Lo prometo.
—Dice que la persona de la que estamos hablando sin nombrarla porque hablamos desde un móvil está ingresada en una clínica psiquiátrica.
Wallander contuvo la respiración.
—Eso explica el hecho de que ahora esté fuera —dijo.
—No —añadió Forsfält— . No lo explica. Lleva ingresada tres años.
Wallander guardó silencio. Alguien llamó el ascensor, que se elevó con un traqueteo.
—Hablaremos más tarde —dijo.
—Suerte con Hjelm.
La conversación se cortó.
Wallander reflexionó un buen rato sobre lo que había oído. Después empezó a subir las escaleras a pie hasta el tercer piso.
Wallander había escuchado la música que salía del apartamento de Hjelm en alguna ocasión anterior. Acercó la oreja a la puerta para oír mejor. Entonces se acordó de que durante un periodo había sido la canción favorita de Linda. Wallander recordaba vagamente que el conjunto se llamaba «Grateful Dead». Llamó al timbre y dio un paso atrás. La música era muy fuerte. Llamó otra vez, sin recibir respuesta. Sólo cuando golpeó fuertemente apagaron la música. Oyó pasos y luego la puerta se abrió. Por alguna razón, Wallander pensó que iban a abrirla a medias, y como lo hicieron de par en par tuvo que retroceder para que no le diera en la cara. El hombre que abrió estaba desnudo. Totalmente desnudo. Wallander vio además que debía de estar bajo los efectos de algo. Había como un movimiento de balanceo, casi imperceptible, en el enorme cuerpo. Wallander se presentó y mostró su identificación. El hombre no se molestó en mirarla. Continuaba observando fijamente a Wallander.
—Te he visto —dijo—. En la tele. Y en los periódicos. Nunca los leo, pero te habré visto en alguna portada. O en los titulares en algún quiosco. El poli buscado. El que dispara a la gente antes de pedir explicaciones. ¿Cómo me has dicho que te llamas? ¿Wahlgren?
—Wallander. ¿Eres Peter Hjelm?
—Yes.
—Quiero hablar contigo.
El hombre desnudo señaló al interior del apartamento. Wallander supuso que significaba que estaba en compañía de una mujer.
—Lo siento —dijo Wallander—. Probablemente no tardaremos demasiado.
Hjelm le dejó pasar al recibidor de mala gana.
—Ponte algo —dijo Wallander con autoridad.
Hjelm se encogió de hombros, agarró de un tirón un abrigo de un colgador y se lo puso. Como si Wallander se lo hubiese pedido, también se colocó un viejo sombrero hasta las orejas. Wallander le siguió a lo largo de un pasillo. Hjelm vivía en un apartamento antiguo y espacioso. Wallander había soñado muchas veces con encontrar uno así en Ystad. En una ocasión se había informado sobre uno de los grandes apartamentos en la casa roja de la librería de la plaza. Pero se quedó atónito al saber el precio del alquiler. Al llegar al salón Wallander vio, para sorpresa suya, a un hombre desnudo envuelto en una sábana. Wallander estaba ante una situación inesperada. En su concepto de la realidad, sencillo y a veces prejuicioso, cuando un hombre desnudo abría la puerta haciendo señales insinuantes, significaba que tenía una mujer desnuda en su apartamento, no un hombre desnudo. Para ocultar su desconcierto adoptó un tono de autoridad decidido. Señaló una silla y le dijo a Hjelm que se sentara.
—¿Quién es usted? —preguntó al otro hombre, que era bastante más joven que Hjelm.
—Geert no entiende el sueco —dijo Hjelm—. Es de Amsterdam. Se puede decir que sólo está de visita.
—Dile que quiero ver su documentación —ordenó Wallander—. Ahora.
Hjelm hablaba un inglés pésimo, mucho peor que el de Wallander. El hombre de la sábana desapareció y volvió con un carné de conducir holandés. Wallander, como de costumbre, no tenía nada con que escribir. Memorizó el apellido del hombre, Van Loenen, y le devolvió el carné de conducir. Luego le hizo unas breves preguntas en inglés. Van Loenen afirmó ser camarero en un café de Amsterdam y que fue allí donde conoció a Peter Hjelm. Era la tercera vez que estaba en Malmö. Iba a regresar en tren a Amsterdam dos días más tarde. Wallander le pidió que saliera de la habitación. Hjelm estaba sentado en el suelo, vestido con su abrigo y con el sombrero calado hasta las cejas. Wallander se enfadó.
—¡Quítate el sombrero! —rugió—. Y siéntate en una silla. Si no, llamo a una patrulla y te llevo a la comisaría.
Hjelm obedeció. Tiró el sombrero, que trazó un círculo amplio y aterrizó entre dos macetas en una de las ventanas. Wallander todavía estaba furioso cuando empezó a interrogarle. La rabia le hizo sudar.
—Björn Fredman está muerto —dijo de golpe—. Pero quizá ya lo sabías.
Hjelm se quedó parado. «No lo sabía», dedujo Wallander.
—Le han asesinado —continuó Wallander—. Además, alguien le vertió ácido en los ojos. Y le arrancaron la cabellera. Eso ocurrió hace tres días. Ahora estamos buscando al que lo hizo. El asesino ya ha matado a dos personas antes. A un ex político llamado Wetterstedt y a un marchante de arte llamado Arne Carlman. Quizá ya lo sabías.
Hjelm asintió lentamente con la cabeza. Wallander intentó interpretar sus reacciones sin lograrlo.
—Ahora entiendo por qué Björn no contestaba al teléfono —dijo al cabo de un rato—. Le estuve llamando todo el día de ayer. Y esta mañana también.
—¿Qué querías de él?
—Pensé invitarle a cenar.
Wallander comprendió naturalmente que no era verdad. A pesar de que todavía estaba furioso por la actitud arrogante de Hjelm le fue fácil concentrar sus energías. Durante sus años en la policía, Wallander solamente había perdido los estribos y golpeado a la gente que interrogaba en dos ocasiones. Sabía que casi siempre podía controlar su rabia.
—No mientas —dijo—. La única posibilidad que tienes de verme salir por la puerta dentro de un tiempo razonable es que contestes claramente a mis preguntas con la verdad. Si no, aquí se armará un infierno. Estamos tratando con un asesino en serie que está loco. Y eso le concede ciertos poderes a la policía.
Eso último, por supuesto, no era verdad. Pero Wallander comprendió que le causara cierta impresión a Hjelm.
—Le llamé para hablar de un negocio que compartimos.
—¿Qué tipo de negocio?
—Un poco de exportación e importación. Me debía dinero.
—¿Cuánto?
—Poco. Cien mil aproximadamente. No más.
Wallander pensó que esa pequeña cantidad de dinero correspondía a varias mensualidades de su propio sueldo. Eso le enfureció aún más.
—Volveremos a tus negocios con Fredman —lijo—. De eso se cuidará la policía de Malmö. Quiero saber si tienes idea de quién puede haber matado a Fredman.
—Yo no, seguro.
—Tampoco lo creo. ¿Algún otro?
Wallander vio que Hjelm realmente intentaba reflexionar.
—No sé —contestó por fin.
—Pareces dudar.
—Björn estaba metido en muchas cosas de las que yo no sé nada.
—Como por ejemplo qué.
—No sé.
—¡Contesta bien!
—¡Pero cojones! No lo sé. Compartimos algunos asuntos. Yo no puedo saber qué hacía Fredman el resto de su tiempo. En este ramo no es bueno saber mucho. Ni tampoco saber demasiado poco. Pero eso es otro asunto.
—¡Dime algo a lo que Fredman podía haberse dedicado!
—Creo que recaudaba un poco.
—¿Era lo que se llama un matón?
—Más o menos.
—¿Quién le hacía los encargos?
—No sé.
—No mientas.
—No miento. No lo sé, seguro.
Wallander casi le creyó.
—¿Qué más?
—Andaba con secretismos. Viajaba mucho. Cuando volvía estaba moreno. Y traía recuerdos.
—¿Adónde viajaba?
—Nunca me lo dijo. Pero después de los viajes solía tener mucho dinero.
«El pasaporte de Fredman», pensó Wallander. «No lo hemos encontrado.»
—¿Quién conocía a Björn Fredman más que tú?
—Tiene que haber mucha gente.
—¿Quién le conocía tan bien como tú?
—Nadie.
—¿Tenía alguna mujer?
—¡Qué pregunta! ¡Claro que tenía mujeres!
—¿Alguna en especial?
—Cambiaba a menudo.
—¿Por qué cambiaba?
—¿Por qué se cambia? ¿Por qué estoy con uno de Amsterdam un día y uno de Bjärred al otro?
—¿Bjärred?
—¡Es un ejemplo, coño! ¡Halmstad, pues, si te gusta más!
Wallander se detuvo. Contempló a Hjelm con el ceño fruncido. Sentía una antipatía instintiva hacia él. Hacia un ladrón que consideraba que cien mil coronas era poco dinero.
—Gustaf Wetterstedt —añadió después—. Y Arne Carlman. Vi que sabías que los habían matado.
—No leo los periódicos. Pero veo la tele.
—¿Recuerdas que Björn Fredman los nombrase alguna vez?
—No.
—¿Tal vez lo has olvidado? ¿Puede haberlos conocido?
Hjelm permaneció callado durante más de un minuto. Wallander esperó.
—Estoy seguro —dijo luego—. Pero es posible que los conociera sin yo saberlo.
—Este hombre que anda suelto es peligroso —dijo Wallander—. Es frío y calculador. Y está loco. Vertió ácido en los ojos de Fredman. Debe de haber sido terriblemente doloroso. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sí.
—Quiero que hagas un trabajito para mí. Que divulgues que la policía está buscando una relación entre estos tres hombres. Supongo que estamos de acuerdo en que hay que quitar a ese loco de en medio. Al que vierte ácido en los ojos de tu compinche.
Hjelm hizo un gesto de disgusto.
—Claro que sí.
Wallander se levantó.
—Llama al comisario Forsfält —dijo—. O ponte en contacto conmigo. Todo lo que puedas recordar es importante.
—Björn tenía una chica llamada Marianne —repuso Hjelm—. Vive al lado del Triangeln.
—¿Cómo se llama de apellido?
—Eriksson, creo.
—¿En qué trabaja?
—No lo sé.
—¿Tienes su número de teléfono?
—Lo puedo averiguar.
—Hazlo ahora.
Wallander esperó mientras Hjelm desaparecía de la habitación. Podía oír voces que susurraban, de las que al menos una sonaba irritada. Hjelm regresó y le entregó una nota a Wallander. Luego le acompañó hasta la entrada.
La borrachera o lo que fuese parecía habérsele pasado. Aun así estaba impasible ante lo que le había ocurrido a su amigo. Wallander sintió un gran malestar ante la frialdad que Hjelm mostraba. Para él era incomprensible.
—Ese loco… —empezó Hjelm sin acabar la frase. Wallander comprendió el sentido de la pregunta que no llegó a pronunciar.
—Va a por un tipo de gente. Si no te ves relacionado con Wetterstedt, Carlman y Fredman no debes estar preocupado.
—¿Por qué no lo detenéis?
Wallander miró fijamente a Hjelm. Notaba cómo le aumentaba la rabia otra vez.
—Entre otras cosas porque a la gente como tú os cuesta mucho contestar a las preguntas.
Dejó a Hjelm y no quiso esperar el ascensor. Al salir a la calle dirigió de nuevo la cara hacia el sol y cerró los ojos. Pensó en la conversación con Hjelm y tuvo otra vez la sensación de seguir una pista falsa. Abrió los ojos y se acercó a la pared donde había sombra. No le abandonaba la sensación de que estaba llevando la investigación hacia un callejón sin salida. También recordaba la impresión instintiva que había tenido en varias ocasiones de que alguien había dicho alguna cosa importante. «Hay algo que no veo claro en todo esto», pensó. «Estoy pasando por encima de una relación entre Wetterstedt, Carlman y Fredman sin verla.» Se notaba la angustia en el estómago. El hombre al que buscaban podía atacar de nuevo y Wallander comprendió que la verdad de la investigación era muy simple. No tenían ni idea de quién era. Además, no sabían por dónde buscarlo. Salió de la sombra de la pared e hizo señas a un taxi libre que pasaba.