Hansson entró en la central de operaciones y habló con el policía que había recibido la llamada.
—¿De verdad dijo que le habían partido la cabeza en dos a un hombre?
El policía afirmó con la cabeza. Hansson reflexionó.
—Vamos a pedir a Svedberg que se acerque —añadió a continuación.
—Pero él está ocupado con esa historia de maltrato de Svarte.
—Lo había olvidado —dijo Hansson—. Entonces tendrás que llamar a Wallander.
Por primera vez en más de una semana, Wallander había logrado dormirse antes de la medianoche. En un momento de debilidad había pensado que debería sumarse al resto de los suecos y ver la emisión del partido de fútbol contra Rusia. Pero se durmió mientras esperaba que los jugadores salieran al campo. El teléfono le devolvió a la realidad y al principio no sabía dónde estaba. Buscó a tientas el teléfono que se encontraba junto a la cama. Con un retraso de varios años había instalado un supletorio que le facilitaba poder contestar sin levantarse de la cama.
—¿Te he despertado? —preguntó Hansson.
—Sí —respondió Wallander—. ¿Qué pasa?
Se sorprendió a sí mismo diciendo la verdad. Antes siempre afirmaba que estaba despierto cuando alguien le llamaba, fuese la hora que fuese.
Hansson le resumió el aviso que habían recibido. Después se preguntaría muchas veces por qué no se dio cuenta enseguida de que lo que había ocurrido en Bjäresjö se parecía a lo ocurrido con Gustaf Wetterstedt. ¿Era porque no quería ni pensar que tenían que vérselas con un asesino en serie? ¿O era porque no podía imaginarse siquiera que un homicidio como el de Wetterstedt pudiera ser otra cosa que un suceso aislado? Lo único que hizo fue pedirle a Hansson que enviara una patrulla de agentes al lugar, y que él mismo se les uniría en cuanto se hubiese vestido. A las tres menos cinco se detuvo delante de la casa de Bjäresjö tras seguir las indicaciones que le habían dado. Por la radio del coche oyó que Martin Dahlin metía el segundo tanto contra Rusia de un cabezazo. Comprendió que Suecia iba a ganar y que había perdido otro billete de cien coronas. Cuando vio a Norén salir corriendo a su encuentro, se dio cuenta enseguida de que algo serio había ocurrido. Sin embargo, hasta que entró en el jardín y se cruzó con varias personas que estaban o histéricas o mudas, no entendió realmente qué había pasado. Al hombre que estaba sentado en el banco de la glorieta le habían partido la cabeza en dos. Del lado izquierdo además le habían arrancado un gran trozo de piel y cabello. Wallander permaneció inmóvil durante más de un minuto. Norén dijo algo que no entendió. Miró fijamente al hombre muerto y pensó que debía ser el mismo asesino que había matado a Wetterstedt unos días antes. Por un momento sintió que le embargaba una pena difícil de entender. Más tarde, en una conversación con Baiba, intentó explicarle la sensación inesperada y poco policial que había sentido. Era como si en su interior se hubiese roto el último dique. Y ese dique había sido una ilusión. Ahora sabía que ya no existían líneas invisibles de separación en el país. La violencia, que antes se concentraba en las grandes ciudades, también había invadido su propio distrito policial de una vez por todas. El mundo se había empequeñecido y agrandado al mismo tiempo.
La sensación de pena se convirtió luego en temor. Se volvió hacia Norén, que estaba muy pálido.
—Parece que se trata del mismo autor —dijo Norén. Wallander asintió con la cabeza.
—¿Quién era? —preguntó.
—Se llama Arne Carlman. Es el propietario de la casa. Estaban celebrando la verbena.
—Vigila que nadie se marche de aquí. Averigua si alguien ha visto algo.
Wallander sacó su teléfono, marcó el número de la policía y preguntó por Hansson.
—Tiene mal aspecto —dijo cuando Hansson se puso.
—¿Muy malo?
—Me cuesta imaginarme algo peor. Casi seguro que es el mismo asesino que mató a Wetterstedt. A éste también le han arrancado la cabellera.
Wallander oyó respirar a Hansson.
—Tienes que movilizar a todos los efectivos —continuó Wallander—. Además quiero que venga Per Åkesson.
Wallander terminó la conversación antes de que Hansson tuviera tiempo de plantearle más preguntas. «¿Qué hago ahora?», pensó. «¿A quién tengo que buscar? ¿A un psicópata? ¿A un asesino que actúa con cuidado y calculadamente?» En su interior, sin embargo, sabía qué tenía que hacer. Tenía que haber una relación entre Gustaf Wetterstedt y aquel hombre llamado Ame Carlman. Eso era lo primero que debía buscar.
Transcurridos veinte minutos empezaron a llegar los vehículos de emergencia. Cuando Wallander vio a Nyberg le llevó directamente a la glorieta.
—No es muy bonito que digamos —fue el primer comentario de Nyberg.
—Seguramente se trata del mismo hombre que le quitó la vida a Gustaf Wetterstedt —dijo Wallander—. Ha vuelto y ha atacado otra vez.
—Parece que no hay duda sobre cuál es el lugar del crimen esta vez —prosiguió Nyberg y señaló la sangre que había salpicado el seto y la pequeña mesa auxiliar.
—A éste también le han arrancado el pelo.
Nyberg llamó a sus ayudantes y se pusieron en marcha. Norén había reunido a todos los participantes de la fiesta en el establo. El jardín estaba extrañamente abandonado. Norén fue a recibir a Wallander y señaló hacia la casa.
—La esposa y los tres hijos se encuentran en el interior. Naturalmente están conmocionados.
—Quizá tendríamos que llamar a un médico.
—Ella misma lo ha hecho.
—Hablaré con ellos —dijo Wallander—. Cuando lleguen Martinsson, Ann-Britt y los demás, quiero que les digas que interroguen a los que puedan haber visto algo. El resto puede irse a casa. Pero anota los nombres y pídeles la documentación. ¿No hay testigos oculares?
—Nadie que se haya dado a conocer.
—¿Tienes idea de la hora?
Norén sacó una libreta del bolsillo.
—A las once y media se vio a Carlman con vida. A las dos le encontraron muerto. El asesinato tiene que haber ocurrido durante ese tiempo.
—Tiene que poderse acortar esa franja de tiempo —dijo Wallander—. Intenta encontrar al último que le vio con vida. Y, por supuesto, al que lo encontró.
Wallander se adentró en la casa. La parte destinada a vivienda estaba restaurada con sumo cuidado. Wallander entró en una habitación grande que servía de cocina, comedor y salón. Por todas partes colgaban óleos. En un rincón de la habitación, en unos sofás de piel negra, estaban sentados los familiares del fallecido. Una mujer de unos cincuenta años se levantó y fue a su encuentro.
—¿Señora Carlman? —preguntó Wallander.
—Sí, soy yo.
Wallander vio que había llorado. Buscó también indicios de que estuviera a punto de sufrir un ataque de nervios. Pero daba la impresión de estar sorprendentemente tranquila.
—Siento mucho lo ocurrido —dijo Wallander.
—Es horroroso.
Wallander notó algo mecánico en su respuesta. Reflexionó antes de hacerle la primera pregunta.
—¿Tiene usted idea de quién ha podido hacer esto?
—No.
Wallander pensó inmediatamente que la respuesta había sido demasiado rápida. Estaba preparada para la pregunta. «O sea que, en otras palabras, hay mucha gente que habría querido quitarle de en medio», se dijo a sí mismo.
—¿Puedo preguntar cuál era la ocupación de su marido?
—Era marchante de obras de arte.
Wallander se quedó petrificado. Ella interpretó equivocadamente su mirada concentrada y repitió la respuesta.
—La he oído —dijo Wallander—. Perdóneme un momento.
Wallander salió de nuevo afuera. Con todos sus sentidos alerta pensó en lo que la mujer de la casa le había dicho. Añadió aquello a lo que Lars Magnusson le había contado sobre los rumores que una vez habían rodeado a Gustaf Wetterstedt en el pasado. Se había tratado de robos de obras de arte. Y ahora un marchante de arte estaba muerto, asesinado por la misma mano que le había quitado la vida a Wetterstedt. Con un sentimiento de alivio y gratitud comprendió enseguida que había encontrado una relación entre los dos mucho antes de lo previsto. Estaba a punto de volver al interior cuando Ann-Britt Höglund apareció por la esquina de la casa. Estaba más pálida que nunca. Y muy tensa. Wallander recordó sus primeros años como investigador, cuando cada crimen violento cobraba una importancia personal. Rydberg le había enseñado desde el principio que un policía nunca debía identificarse con la víctima de un crimen. Wallander había tardado tiempo en aprender la lección.
—¿Uno más? —preguntó Ann-Britt.
—El mismo autor —contestó Wallander—. O autores. El patrón se repite.
—¿A éste también le han arrancado la cabellera?
—Sí.
Vio cómo sin querer retrocedía.
—Creo que ya he encontrado algo que une a estos dos hombres —continuó Wallander, y le explicó su teoría.
Mientras tanto, también habían llegado Svedberg y Martinsson. Wallander repitió lo que le había contado a Ann-Britt Höglund.
—Tenéis que hablar con los invitados —ordenó Wallander—. Si he entendido bien a Norén, por lo menos son cien. Y tendrán que identificarse antes de marcharse de aquí.
Wallander regresó a la casa. Arrastró una silla de madera y se sentó junto a los sofás donde la familia se encontraba reunida. Aparte de la viuda de Carlman, había dos chicos de unos veinte años y una chica que sería algo mayor. Todos parecían sorprendentemente tranquilos.
—Prometo preguntar sólo aquello que sea absolutamente necesario en este momento —dijo—. El resto puede esperar hasta más tarde.
Se produjo un silencio. Nadie dijo nada. Wallander comprendió que su primera pregunta era obvia.
—¿Sabéis quién es el autor del delito? —interrogó—. ¿Ha sido uno de los invitados?
—¿Quién si no? —respondió uno de los hijos. Tenía el pelo corto y rubio. Inquieto, Wallander se dio cuenta de que podía adivinarse un parecido con la cara deformada que había tenido que contemplar en la glorieta.
—¿Piensas en alguien en especial? —continuó Wallander.
El chico negó con la cabeza.
—No parece muy probable que alguien eligiera venir desde fuera mientras se celebra una gran fiesta —dijo la señora Carlman.
«Una persona con la suficiente sangre fría no lo dudaría», pensó Wallander. «O alguien que estuviera bastante loco. Alguien al que quizá no le importe si le atrapan o no.»
—Su marido era marchante de obras de arte —prosiguió Wallander—. ¿Puede explicarme qué significa eso?
—Mi marido cuenta con más de treinta galerías por todo el país —dijo—. También tiene galerías en los demás países nórdicos. Vende cuadros por catálogo. Alquila cuadros para las empresas. Cada año es el responsable de una gran cantidad de subastas de obras de arte. Y de muchas otras cosas.
—¿Puede haber tenido algunos enemigos?
—Un hombre con éxito siempre es poco querido por los que albergan las mismas ambiciones pero carecen de habilidad.
—¿Su marido le comentó alguna vez que se sentía amenazado?
—No.
Wallander miró a los hijos que estaban en el sofá. Casi todos negaron con la cabeza al mismo tiempo.
—¿Cuándo le vieron por última vez? —continuó.
—Bailé con él sobre las diez y media. Luego le vi pasar un par de veces más. Quizá serían las once cuando te vi por última vez.
Ninguno de los hijos le había visto más tarde. Wallander pensó que las otras preguntas podían esperar. Se guardó la libreta en el bolsillo y se levantó. Debería pronunciar algunas palabras de condolencia. Pero no las encontró. Saludó brevemente con la cabeza y abandonó la casa.
Suecia había ganado el partido de fútbol por tres a uno. El portero Ravelli había estado excelente; Camerún, olvidado y Martin Dahlin era genial con sus remates de cabeza. Wallander captaba fragmentos de las conversaciones que proseguían a su alrededor. Unía las piezas y sumaba. Ann-Britt Höglund y otros dos policías habían apostado por el resultado correcto. Wallander suponía que había reforzado su posición como el peor. No podía decidir si le irritaba o le alegraba.
Trabajaron dura y eficazmente durante las horas siguientes. Wallander había instalado un cuartel general provisional en un almacén contiguo al establo. Poco después de las cuatro de la mañana, Ann-Britt Höglund entró con una joven que hablaba con un marcado dialecto de Göteborg.
—Ella es la última persona que le vio con vida —anunció Ann-Britt—. Estuvo con Carlman en la glorieta un poco antes de la medianoche.
Wallander la invitó a sentarse. Dijo que se llamaba Madelaine Rhedin y que era pintora.
—¿Qué hicisteis en la glorieta? —preguntó Wallander.
—Arne quería que firmase un contrato.
—¿Qué tipo de contrato?
—El se encargaría de la venta de mis pinturas.
—¿Y firmaste?
—Sí.
—¿Qué pasó después?
—Nada.
—¿Nada?
—Me levanté y me fui. Miré el reloj. Eran las doce menos tres minutos.
—¿Por qué miraste el reloj?
—Suelo hacerlo cuando sucede algo importante.
—¿El contrato era importante?
—Me iba a dar doscientas mil coronas el lunes. Para una artista pobre es un acontecimiento importante.
—¿Había alguien cerca cuando estabais en la glorieta?
—Nadie que yo pudiera ver.
—¿Y cuando te marchaste?
—No había nadie.
—¿Qué hizo Carlman cuando te fuiste?
—Se quedó sentado.
—¿Cómo lo sabes? ¿Te volviste?
—Dijo que iba a disfrutar del aire. No oí que se levantara.
—¿Parecía preocupado?
—No, estaba de buen humor.
Wallander dio por concluida la conversación.
—Intenta recordar —dijo—. Mañana tal vez te acuerdes de alguna cosa más. Sea lo que sea puede tener importancia. En ese caso quiero que nos llames.
Cuando salió de la habitación, Per Åkeson llegaba de la otra dirección. Tenía la cara completamente blanca. Se dejó caer con pesadez en la silla que Madelaine Rhedin acababa de dejar.
—Es lo más bestia que he visto nunca —dijo.
—No hacía falta que le mirases —comentó Wallander—. No era por eso por lo que te pedí que vinieras.
—No entiendo cómo lo soportas —dijo Åkeson.
—Yo tampoco —contestó Wallander.
Per Åkeson se puso serio.
—¿Es el mismo hombre que mató a Wetterstedt? —preguntó.
—Sin duda.
Se miraron el uno al otro y supieron que pensaban lo mismo.