La falsa pista (31 page)

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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
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Pero de todas maneras se tomó tiempo para repasar junto con Martinsson el largo mensaje de la Interpol que había llegado por télex. Ya sabían que la chica en llamas del campo de colza de Salomonsson había desaparecido de Santiago de los Treinta Caballeros un día del mes de diciembre del año anterior. Fue su padre, Pedro Santana, de profesión agricultor, quien había denunciado su desaparición el 14 de enero. Dolores María, que entonces tenía dieciséis años, pero que cumplió los diecisiete el 18 de febrero —y eso fue un detalle que deprimió ostensiblemente a Wallander—, se hallaba en Santiago en busca de trabajo como empleada del hogar. Antes de eso residía con su padre en un pequeño pueblo a setenta kilómetros de la ciudad. Estaba viviendo en casa de un pariente, un primo del padre, cuando de repente desapareció. Según el material de investigación, la policía dominicana no había puesto demasiado interés en el esclarecimiento de la desaparición. Fue la perseverancia del padre lo que les instó a seguir buscándola. Había logrado que un periodista se interesara por su caso y finalmente la policía constató que seguramente había abandonado el país en busca de mejor suerte en otro lugar.

Allí se acabó. La investigación se desvaneció y se disolvió en el vacío. El comentario de la Interpol era escueto. No existían indicios de que Dolores María Santana hubiese sido vista en ninguno de los países que formaban parte de la organización mundial de cooperación policial. Por lo menos hasta ese momento.

Eso era todo.

—Desaparece en una ciudad que se llama Santiago —dijo Wallander—. Casi medio año más tarde aparece en el campo de colza de Salomonsson. Allí se suicida. ¿Qué significa eso?

Martinsson negó con la cabeza, rendido.

Wallander, pese a estar tan cansado que casi no podía pensar, reaccionó enseguida. La pasividad de Martinsson le ponía nervioso.

—Sabemos bastante —dijo con determinación—. Sabemos que no desapareció de la faz de la tierra. Sabemos que estuvo en Helsingborg e hizo autostop con un hombre de Smedstorp. Sabemos que daba la impresión de estar huyendo. Y sabemos que está muerta. Eso hay que enviarlo a la Interpol. Quiero que exijas que controlen que realmente informan al padre de su muerte. Una vez haya acabado este otro infierno, intentaremos averiguar a quién temía en Helsingborg. Doy por sentado que te pondrás en contacto con los colegas de Helsingborg, mejor mañana por la mañana. Puede que tengan alguna idea de lo que ha podido pasar.

Después del arranque de suave protesta contra la pasividad de Martinsson, Wallander se fue a casa. Se detuvo en un puesto de salchichas y compró una hamburguesa. Por todas partes colgaban los periódicos que daban las últimas noticias del Mundial de Fútbol. Sentía el impulso de arrancarlos y gritar basta. Naturalmente no dijo nada. Esperó con paciencia en la cola hasta que le tocó el turno. Pagó, le dieron su hamburguesa en una bolsa y se sentó de nuevo en el coche. Al llegar a casa se sentó a la mesa de la cocina y abrió la bolsa. Bebió un vaso de agua con la hamburguesa. Después se preparó un café bien fuerte y limpió la mesa. A pesar de que necesitaba acostarse, se obligó a repasar de nuevo el material de investigación. La sensación de seguir una pista falsa no le abandonaba. Wallander no era el único que había trazado la pista que iban siguiendo. Pero era el que dirigía el trabajo del equipo y, en otras palabras, el que decidía cuándo tocaba detenerse y cambiar de pista. Buscaba los puntos a lo largo del camino donde debían haber ido más despacio y con más atención para preguntarse si lo que había en común entre Wetterstedt y Carlman ya era visible sin que lo hubiesen percibido. Analizó con cuidado las señales de presencia del asesino que habían podido constatar, unas veces con pruebas concretas, otras solamente como un soplo de aire frío que les hubiese hecho estremecer inesperadamente. A su lado tenía una libreta en la que apuntaba todas las preguntas que aún esperaban respuesta. Le irritaba que todavía faltasen tantos resultados de los laboratorios. Pasada la medianoche su impaciencia le tentó a llamar a Nyberg para preguntarle si los analistas y los químicos de Linköping habían cerrado ya por vacaciones. Pero hizo bien en dejar las cosas como estaban. Estuvo inclinado sobre sus papeles hasta que le dolió la espalda y le bailaron las letras ante los ojos. Cuando eran casi las dos y media de la madrugada se dio por vencido. En su cabeza cansada se había hecho una descripción de la situación, que a pesar de todo no era más que la confirmación de que sólo podían seguir por el camino trillado. Tendría que haber un punto en común entre los hombres asesinados y despojados de sus cabelleras. También pensó que el hecho de que Björn Fredman encajara tan mal con los otros dos podría contribuir a encontrar la solución. Aquello que no encajaba les diría, como la cara invertida en un espejo, lo que de hecho encajaba, lo que estaba arriba y lo que estaba abajo. En otras palabras, seguirían como hasta ahora. Pero de vez en cuando Wallander enviaría a sus exploradores para examinar el terreno de los alrededores con detenimiento. Se ocuparía de que hubiese una buena retaguardia y, ante todo, se obligaría a sí mismo a pensar más de una cosa al mimo tiempo.

Cuando por fin se acostó, el montón de ropa sucia todavía estaba en el suelo. Pensó que le recordaba el desorden que reinaba en su cabeza. Además se había olvidado otra vez de pedir hora para la ITV. Estaba sopesando si a pesar de todo debía solicitar refuerzos de la Jefatura Nacional. Decidió discutirlo con Hansson a primera hora de la mañana después de dormir unas horas.

Pero al levantarse a las seis había cambiado de idea. Quería esperar un día más. Llamó a Nyberg, sabía que era madrugador, y se quejó de que aún no tenían las respuestas de algunos análisis de objetos y huellas de sangre enviadas a Linköping. Se preparó para un ataque de ira de Nyberg. Pero para sorpresa suya, éste estuvo de acuerdo con que todo iba más despacio de lo normal. Le prometió que él personalmente se ocuparía de agilizarlo. Luego hablaron un rato del examen que Nyberg hizo del hoyo en el que encontraron a Björn Fredman. Las huellas de alrededor indicaban que el asesino había aparcado su coche justo al lado. Nyberg también había tenido tiempo de visitar Sturup y ver el coche de Fredman con sus propios ojos. Sin lugar a dudas, fue usado para transportar el cadáver. Pero Nyberg no creía en la posibilidad de que también fuese el lugar del asesinato.

—Björn Fredman era grande y fuerte —dijo—. No puedo comprender cómo alguien ha podido matarlo dentro del coche. Creo que sucedió en otro lugar.

—La cuestión es, por tanto, quién conducía —dijo Wallander—. Y dónde perpetraron el asesinato.

Poco después de las siete, Wallander llegó a la comisaría. Llamó a Ekholm al hotel donde se hospedaba y le localizó en el comedor de los desayunos.

—Quiero que te concentres en lo de los ojos —dijo—. No sé por qué, pero estoy convencido de que son importantes. Tal vez decisivos. ¿Por qué se lo hace a Fredman y no a los otros dos? Eso es lo que quiero saber.

—Todo se tiene que ver en conjunto —objetó Ekholm—. Un psicópata casi siempre crea modelos que luego sigue como si estuviesen escritos en un libro sagrado. Hay que prestar atención a ese concepto.

—Haz lo que quieras —dijo Wallander escuetamente—. Pero quiero saber qué significa el hecho de arrancarle los ojos precisamente a Fredman. Se trate de un concepto o no.

—Seguramente fue ácido —sugirió Ekholm.

Wallander se dio cuenta de que había olvidado preguntarle a Nyberg sobre ese detalle.

—¿Podemos considerarlo aclarado? —preguntó.

—Eso parece. Alguien ha vertido ácido en los ojos de Fredman.

Wallander hizo una mueca de disgusto.

—Hablaremos esta tarde —dijo, y acabó la conversación.

Poco después de las ocho dejó Ystad en compañía de Ann-Britt Höglund. Fue un alivio salir de la comisaría. Todo el rato estaban llamando los periodistas. Además los ciudadanos empezaban a dar señales. La caza del asesino había abandonado los bosques secretos de la policía, y se había convertido en un asunto de importancia para todo el país. Wallander sabía que era bueno y necesario. Pero hacía falta un gran esfuerzo organizativo por parte de la policía para poder examinar las informaciones que, como un torrente cada vez más caudaloso, iban llegando de los ciudadanos.

Ann-Britt Höglund salió de la terminal de aerodeslizadores y le alcanzó en el muelle.

—Me pregunto cómo será este verano —dijo él distraídamente.

—Mi abuela, que vive en Älmhult, sabe predecir el tiempo —contestó Ann-Britt Höglund—. Ella afirma que vamos a tener un verano largo, caluroso y seco.

—¿Suele acertar?

—Casi siempre. Creo que será al revés. Lluvia, frío y mierda.

—¿Tú también sabes predecir el tiempo?

—No. Pero da igual.

Volvieron al coche. Wallander sentía curiosidad por lo que había hecho dentro de la terminal de aerodeslizadores. Pero no se lo preguntó.

A las nueve y media se detuvieron delante de la comisaría de Malmö. Forsfält les estaba esperando en la acera. Se sentó en el asiento trasero e indicó a Wallander qué carretera debía tomar a la vez que hablaba del tiempo con Ann-Britt Höglund. Al parar delante de la casa de apartamentos en Rosengård, les hizo un breve resumen de los sucesos del día anterior.

—Cuando llegué con el mensaje de que Björn Fredman había muerto, lo tomó con calma. Yo no me di cuenta, pero la colega que vino conmigo afirmó que olía a alcohol. El apartamento estaba desordenado y es bastante cutre. El niño pequeño sólo tiene cuatro años. A él no le importará que haya muerto el padre al que casi nunca ha visto. El hijo, sin embargo, parecía entenderlo. La hija mayor no estaba.

—¿Cómo se llama? —preguntó Wallander.

—¿La hija?

—La esposa. La esposa divorciada.

—Anette Fredman.

—¿Trabaja?

—Que yo sepa, no.

—¿De qué vive?

—No lo sé. Pero dudo mucho que Björn Fredman fuese generoso con su familia. No parecía ser de ésos.

Wallander no tenía más preguntas. Salieron del coche, entraron en la vivienda y subieron en el ascensor hasta el cuarto piso. Alguien había roto una botella en el suelo del ascensor. Wallander intercambió una mirada con Ann-Britt Höglund y movió la cabeza. Forsfält llamó al timbre. Tardaron casi un minuto antes de abrir. La mujer que abrió era muy delgada y estaba pálida. La ropa de luto riguroso lo marcaba todavía más. Miró con ojos asustados a las dos caras que no reconocía. Cuando estaban en el recibidor colgando los abrigos, Wallander observó que alguien echó una rápida mirada desde una puerta del interior del apartamento y luego desapareció. Pensó que debía de ser el hijo o la hija mayor. Forsfält presentó a Wallander y a Ann-Britt Höglund. Lo hizo con gran ceremonial y amabilidad. Su actitud no delataba prisa. Wallander pensó que tenía tanto que aprender de Forsfält como otrora de Rydberg. La mujer les invitó a pasar al salón. A juzgar por la descripción que Forsfält había dado en el coche, debía de haber limpiado. No había rastro de la suciedad a la que se había referido Forsfält. En el salón se veían unos sofás que parecían casi nuevos, un tocadiscos, un vídeo y un televisor de Bang & Olufsen, una marca que Wallander a menudo había mirado de reojo pero que nunca creía poder costearse. La mujer había preparado café. Wallander escuchaba los ruidos. Había un niño de cuatro años en la familia. Los niños de esa edad raras veces están callados. Se sentaron alrededor de la mesa.

—Primero quiero decirle, naturalmente, que la acompaño en el sentimiento —dijo tratando de buscar un tono tan amable como el de Forsfält.

—Gracias —contestó con una voz tan débil y quebradiza que parecía a punto de extinguirse.

—Desgraciadamente tengo que hacerle unas preguntas —continuó Wallander—. Aunque preferiría posponerlas.

Ella asintió sin contestar. En ese momento se abrió la puerta de una de las habitaciones, que daba directamente al salón. De ella salió un chico de constitución fuerte, de unos catorce años. Tenía cara amigable y amable, aunque sus ojos estaban alerta.

—Es mi hijo —dijo la mujer—. Se llama Stefan.

Wallander observó que el chico era muy educado. Fue a saludarles a todos estrechándoles las manos. Después se sentó al lado de su madre en el sofá.

—Prefiero que esté presente —dijo.

—No hay ningún problema —contestó Wallander—. Tengo que decirte que siento mucho lo de tu padre.

—No nos veíamos muy a menudo —contestó el chico—. Pero gracias de todos modos.

A Wallander le causó inmediatamente una impresión positiva. Parecía muy maduro para su edad. Suponía que era debido a que había tenido que llenar el vacío de un padre ausente.

—Si lo he entendido correctamente, hay otro hijo en la familia —continuó Wallander.

—Está en casa de una amiga mía jugando con su hijo —contestó Anette Fredman—. Pensé que estaríamos más tranquilos sin él. Se llama Jens.

Wallander hizo señas con la cabeza a Ann-Britt Höglund para que tornara notas.

—Además hay una hija mayor, ¿verdad?

—Se llama Louise.

—¿No está en casa?

—Se ha marchado unos días para descansar.

Fue el chico el que dijo que se había marchado. Tomó la palabra de su madre, como si quisiera quitarle una carga demasiado pesada. Su respuesta sonó tranquila y amable. De todos modos, Wallander notó que había algo en relación con la hermana que no encajaba. ¿Tal vez la respuesta fue demasiado rápida? ¿O demasiado lenta? Se dio cuenta de que su atención se agudizó de inmediato. Sus antenas invisibles se desplegaron sin ruido.

—Entiendo que lo ocurrido le haya afectado mucho —siguió cautelosamente.

—Es muy sensible —contestó su hermano.

«Hay algo que no encaja», pensó Wallander de nuevo. Algo le avisó al mismo tiempo de no continuar por el momento. Sería mejor volver a la chica más tarde. Echó una rápida mirada a Ann-Britt Höglund. Ella no parecía haber reaccionado.

—No hace falta que repita las preguntas que ya habéis contestado —dijo Wallander sirviéndose un poco de café como para decir que todo estaba en orden. Notó que el chico no dejaba de seguirle con la mirada. Había una atención en sus ojos que a Wallander le recordaba a un pájaro. Pensó que el chico había sido obligado demasiado pronto a asumir una responsabilidad para la que no estaba preparado. Esa idea le entristecía. No había nada que le doliera más que ver sufrir a niños o a jóvenes. Pensó que él al menos no había obligado a Linda a desempeñar el papel de ama de casa después de que Mona le hubiese dejado. Aunque quizás había sido un mal padre, nunca le habría hecho pasar por eso.

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