La falsa pista (37 page)

Read La falsa pista Online

Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
11.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

Colocó de nuevo las carpetas en la bolsa negra y escuchó una vez más detrás de la puerta de Linda. Dormía. No pudo resistir la tentación de abrir la puerta con cuidado y mirarla. Dormía encogida, con la cara hacia la pared. Le dejó una nota en la mesa de la cocina y pensó qué hacer con las llaves. Entró en el dormitorio y llamó a la comisaría. Ebba estaba en casa, le dijo la chica que contestó. Buscó el número de su casa. Al descolgar Ebba sólo le pudo dar una respuesta negativa. Ni el restaurante ni la tienda de ropa tenían las llaves. En la nota para Linda añadió que dejara las llaves debajo del felpudo. Después salió del apartamento y se fue a la comisaría. Llegó poco antes de las ocho y media. Hansson estaba en su despacho con la cara más gris que nunca. De repente, Wallander sentía pena por él. Se preguntaba hasta cuándo aguantaría. Juntos fueron al comedor a tomar un café. Puesto que era sábado y además julio no se notaba mucho que la mayor investigación en la historia de la policía de Ystad marchaba a toda máquina. Wallander quiso hablar con Hansson de que ahora creía que necesitaban los refuerzos de los que habían hablado. Mejor dicho, Hansson necesitaba un refuerzo. El todavía consideraba que tenían los recursos suficientes para trabajar sobre el terreno. Pero Hansson necesitaba una descarga en el frente administrativo. Intentó protestar, pero Wallander no se dio por vencido. La cara grisácea y los ojos preocupados de Hansson eran argumentos suficientes. Finalmente Hansson se mostró de acuerdo y prometió hablar el lunes con el jefe provincial de la policía. Necesitaban que les cediesen un intendente de algún sitio.

Habían fijado una reunión para el equipo de investigación a las diez. Wallander dejó a Hansson, que ya parecía aliviado. Se sentó en su despacho y llamó a Forsfält, que al principio estaba ilocalizable. Pasaron quince minutos antes de que Forsfält le telefonease. Wallander sacó la cuestión del pasaporte de Björn Fredman.

—Debería estar en su apartamento, por supuesto —dijo Forsfält—. Es raro que no lo hayamos encontrado.

—No sé si quiere decir algo —dijo Wallander—. Pero me gustaría saber más cosas sobre esos viajes de los que habló Peter Hjelm.

—Los países europeos ya no sellan las entradas y salidas —comentó Forsfält.

—Tuve la sensación de que Hjelm hablaba de viajes más largos —contestó Wallander—. Pero naturalmente me puedo equivocar.

Forsfält prometió empezar enseguida la búsqueda del pasaporte de Fredman.

—Hablé con Marianne Eriksson anoche —dijo—. Pensé en llamarte, pero era tarde.

—¿Dónde la has encontrado?

—En Málaga. No sabía siquiera que Björn Fredman había muerto.

—¿Tenía algo que comentar?

—No mucho, me temo. Se alteró, naturalmente. Me parece que no le oculté ningún detalle. Se habían visto alguna vez durante los últimos seis meses. Me dio la sensación de que apreciaba a Björn Fredman.

—En ese caso es la primera —dijo Wallander—. Sin contar a Peter Hjelm.

—Creía que era un hombre de negocios —continuó Forsfält—. No tenía ni idea de que se había dedicado a asuntos ilegales durante toda su vida. Tampoco sabía que había estado casado y tenía tres hijos. Creo que le sentó muy mal. Durante la conversación telefónica desgraciadamente le rompí en pedazos la imagen que se había forjado de Björn Fredman.

—¿Qué es lo que te hace pensar que le quería?

—Se puso triste porque él le había mentido.

—¿Sacaste algo más?

—En realidad, no. Pero vuelve a Suecia. Llega el viernes. Hablaré con ella entonces.

—¿Y luego te vas de vacaciones?

—Al menos ésa es mi intención. ¿No ibas a empezar tus vacaciones también?

—Prefiero no pensar en ello.

—Puede acelerarse en cuanto empecemos a desenredar las cosas.

Wallander no comentó lo último que dijo Forsfält. Pusieron fin a la conversación. Wallander volvió a levantar el auricular y llamó a la recepción pidiendo que buscaran a Per Åkeson. En menos de un minuto le llamaron diciendo que Åkeson se encontraba en casa. Wallander miró el reloj. Las nueve y cuatro minutos. Se decidió rápido y abandonó el despacho. En el pasillo se topó con Svedberg, que todavía llevaba aquella extraña gorra en la cabeza.

—¿Qué tal las quemaduras? —preguntó Wallander.

—Mejor. Pero no me atrevo a salir sin la gorra.

—¿Crees que podré encontrar un cerrajero que abra en sábado? —preguntó Wallander.

—Lo dudo. Si no tienes las llaves siempre hay cerrajeros de guardia.

—Tengo que hacer una copia de unas llaves.

—¿Te las has dejado dentro?

—Las he perdido.

—¿Llevaban tu nombre y dirección?

—Claro que no.

—Entonces por lo menos no tendrás que cambiar la cerradura.

Wallander informó a Svedberg de que tal vez llegaría un poco tarde a la reunión. Antes tenía una cita importante con Per Åkeson.

Per Åkeson vivía en una zona de chalets por encima del hospital. Wallander había estado en su casa antes y conocía el camino. Al llegar y bajar del coche, vio a Åkeson dar vueltas con una máquina cortacésped por el jardín. La paro al ver a Wallander.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó cuando se encontraron en la verja.

—Sí y no —contestó Wallander—. Siempre ocurren muchas cosas. Pero nada decisivo. Necesito tu ayuda para buscar a una persona.

Entraron en el jardín. Wallander pensó que le recordaba a la mayoría de los jardines que pisaba. Rechazó la invitación de tomar café. Se sentaron a la sombra en un porche donde había una barbacoa de obra.

—Tal vez salga mi mujer —dijo Per Åkeson—. Te agradecería que no hablases de mi viaje a África en otoño. Todavía es un tema espinoso.

Wallander se lo prometió. Luego le informó brevemente acerca de Louise Fredman y de sus sospechas de que tal vez hubiese sufrido abusos por parte de su padre. Le dijo la verdad, que quizás era otra pista falsa que no añadiría nada a la investigación. Pero no podía arriesgarse a que fuese lo contrario. Desarrolló la nueva apertura de juego que le había dado a la investigación contar con la confirmación de que Fredman había sido asesinado por el mismo hombre que Wetterstedt y Carlman. «Björn Fredman era la oveja negra de la familia de las cabelleras», dijo, notando enseguida que la descripción era dudosa. ¿Cómo encajaba en la imagen? ¿Cómo no encajaba? Tal vez podrían encontrar la conexión precisamente buscando desde el ángulo de Fredman, desde donde no era nada evidente. Åkeson escuchaba con atención. No tenía ninguna objeción.

—Hablé con Ekholm —dijo cuando Wallander se calló—. Un hombre bueno, creo. Hábil. Realista. La impresión que me dio era que ese hombre al que buscamos puede atacar de nuevo.

—Es lo que pienso una y otra vez.

—¿Cómo está el asunto de los refuerzos?

Wallander le contó su conversación de aquella mañana con Hansson. Per Åkeson reaccionó con duda.

—En mi opinión te equivocas —dijo—. No es suficiente con darle apoyo a Hansson. Creo que tiendes a sobreestimar tu capacidad laboral y la de tus colegas. Esta investigación es grande, es demasiado grande. Quiero ver a más gente trabajando. Más gente significa que se pueden hacer más cosas al mismo tiempo. No una tras otra. Tenemos a un hombre que puede volver a matar. Eso significa que no disponemos de tiempo.

—Sé lo que quieres decir —añadió Wallander—. Todo el tiempo voy con la angustia de que ya es demasiado tarde.

—Refuerzos —repitió Per Åkeson—. ¿Qué dices?

—Por ahora digo que no. Ése no es el problema.

Se produjo una tensión inmediata entre ellos.

—Digamos que yo, en calidad de jefe de preinvestigación, no puedo aceptarlo —replicó Per Åkeson—. Y tú no quieres más recursos. ¿Entonces adónde llegamos?

—A una situación complicada.

—Muy complicada. Y desagradable. Si voy a pedir más recursos en contra de la voluntad de la policía sólo puedo argumentar que la unidad de investigación no está a la altura de las circunstancias. Tendré que declararos incompetentes, aunque puede ser con palabras suaves. Y no quiero.

—Supongo que lo harás si tienes que hacerlo —dijo Wallander—. En ese mismo instante dimitiré como policía.

—¡Pero cojones, Kurt!

—Tú has empezado esta conversación. Yo no.

—Tú tienes tus reglas de servicio. Yo tengo las mías. Por tanto considero que soy yo quien comete una falta de prevaricación si no solicito más recursos personales para ponerlos a vuestra disposición.

—Y perros —dijo Wallander—. Quiero perros policía. Y helicópteros.

La conversación finalizó. Wallander se arrepintió de haberse excedido. Tampoco podía explicar por qué estaba tan en contra de recibir refuerzos. Sabía por experiencia que a menudo surgían problemas de cooperación que deterioraban y retrasaban una investigación. Pero no pudo poner objeciones a los argumentos de Per Åkeson en cuanto a la investigación simultánea de varias cosas.

—Habla con Hansson —dijo—. Es él quien decide.

—Hansson no hará nada sin preguntártelo a ti. Y luego hará lo que tú digas.

—Puedo negarme a opinar. En eso te puedo ayudar.

Per Åkeson se levantó y cerró una manguera verde que goteaba. Luego se volvió a sentar.

—Esperemos hasta el lunes —dijo.

—Hagamos eso —contestó Wallander. Luego volvió a Louise Fredman. Subrayó varias veces que no existía nada que apuntara a que Björn Fredman hubiese abusado de su hija. Pero Wallander no podía excluir esa posibilidad, no podía excluir nada, y por eso ahora necesitaba la ayuda de Åkeson para abrir las puertas de la sala de la clínica de Louise Fredman.

—Es posible que me equivoque del todo —concluyó Wallander—. Y no sería la primera vez. Pero no puedo permitirme perder ninguna posibilidad. Quiero saber por qué Louise Fredman está ingresada en una clínica psiquiátrica. Y cuando lo sepa, decidiremos tú y yo si hay razones para dar otro paso.

—¿Y cuál sería?

—Hablar con ella.

Per Åkeson asintió con la cabeza. Wallander estaba seguro de que podía contar con su conformidad. Conocía bien a Åkeson. Él respetaba el juicio intuitivo de Wallander, aun cuando carecía de todo tipo de pruebas fehacientes en que apoyarse.

—Puede ser un proceso complicado —continuó Per Åkeson—. Pero intentaré hacer algo durante el fin de semana.

—Te lo agradecería mucho —contestó Wallander—. Puedes llamarme a la comisaría o a casa, cuando quieras.

Per Åkeson fue a comprobar si tenía todos los números de teléfono de Wallander en su agenda.

La tensión entre ellos parecía haber desaparecido. Per Åkeson le acompañó hasta la verja.

—El verano ha empezado bien —dijo—. Pero supongo que no tienes tiempo para pensar en ello.

Wallander notó cierto tono de empatía en su voz.

—No mucho —respondió—. Pero la abuela de Ann-Britt Höglund ha augurado que va a durar mucho tiempo.

—¿No podría predecir dónde encontrar al asesino? —dijo Per Åkeson.

Wallander negó resignado con la cabeza.

—Recibimos soplos continuamente. Nuestros adivinos habituales y unos cuantos que proclaman ser videntes también han empezado a llamar. Tenemos unos aspirantes a policía trabajando en organizar todo lo que entra. Después lo repasan Ann-Britt y Svedberg. Pero hasta ahora no nos ha dado ningún resultado. Nadie ha visto nada, ni delante de la casa de Wetterstedt ni en la finca de Carlman. Las informaciones acerca del hoyo delante de la estación o del coche en el aeropuerto no son muchas de momento. Y tampoco han dado ningún resultado.

—El hombre al que estás cazando es prudente —dijo Åkeson.

—Prudente, astuto y carece totalmente de consideración humana —puntualizó Wallander—. No puedo imaginarme cómo funciona su cerebro. Incluso Ekholm parece haberse quedado mudo. Por primera vez en mi vida tengo la sensación de que un monstruo anda suelto.

Åkeson pareció meditar por un momento las palabras de Wallander.

—Ekholm me contó que estaba introduciendo toda la información en el ordenador —dijo—. Según un programa desarrollado por el FBI. Tal vez nos dé algo.

—Esperemos que sí —contestó Wallander.

Dejó el final de la frase implícito. Åkeson ya había entendido:

Antes de que ataque de nuevo.

Sin que sepamos dónde buscarlo.

Wallander regresó a la comisaría. Llegó con unos minutos de retraso a la sala de reuniones. Para animar a su atareado equipo, Hansson había ido personalmente a la pastelería Fridolf a comprar pastas de hojaldre. Wallander se sentó en su lugar habitual y paseó la mirada por la sala. Martinsson acudía por primera vez ese verano en pantalones cortos. Ann-Britt Höglund empezaba a mostrar un incipiente bronceado. Se preguntaba con envidia cómo tenía tiempo para tomar el sol. El único que vestía formalmente era Ekholm, que se había instalado al final de la mesa.

—He visto que uno de nuestros periódicos vespertinos en su suplemento ha tenido el buen gusto de informar a los lectores sobre la historia del arte de arrancar cabelleras —dijo Svedberg con pesimismo—. Esperemos que no se convierta en una nueva moda de todos los locos que andan sueltos.

Wallander golpeó con el lápiz en la mesa.

—Empecemos —ordenó—. Buscamos al peor asesino que hemos tenido nunca. Ya ha cometido tres asesinatos brutales. Sabemos que es el mismo hombre. Pero eso es todo lo que sabemos. Aparte de que el riesgo de que ataque de nuevo es posible y además muy alto.

Se produjo un silencio en torno a la mesa. Wallander no había querido crear una atmósfera tensa. Sabía por experiencia que un tono ligero facilitaba las investigaciones complicadas, aun estando condicionadas por crímenes crueles y trágicos. Comprendió que todo el mundo en la sala estaba igual de afligido que él. La sensación de perseguir a un monstruo, cuya deformación emocional era tan grave que parecía imposible entenderla, era compartida por todo el equipo.

Fue una de las reuniones más duras que Wallander jamás había vivido durante sus años de policía. El verano era tan hermoso fuera que parecía irreal, las pastas de hojaldre de Hansson estaban pegajosas por el calor y sentía un disgusto que le producía náuseas. Pese a seguir con atención todo lo que se decía alrededor de la mesa, también pensó en cómo podía soportar aún ser policía. ¿No habría llegado a un punto en el que debía darse cuenta de que ya había cumplido su parte? La vida tenía que ser algo más. Pero también comprendió que lo que le desanimaba era el hecho de no encontrar ni una sola posibilidad de avance, una brecha en el muro que pudiesen ensanchar y luego traspasar. No se habían estancado, todavía tenían muchas cartas en la manga. Lo que les faltaba era elegir bien la dirección. Siempre solía aparecer una ruta invisible hacia la que encaminarse. Pero esta vez no la tenían. Ya no bastaba con buscar una conexión. Empezaban a dudar de que existiese realmente.

Other books

The Alpha's Mate by Jacqueline Rhoades
Reign of Madness by Lynn Cullen
Life Interrupted by Kristen Kehoe
The Diamond Rosary Murders by Roger Silverwood
Ask Me by Laura Strickland
Angel's Devil by Suzanne Enoch
Home Land: A Novel by Sam Lipsyte
Contagious Lust by Snapper, Red, BlaQue, Essence
Forces of Nature by Cheris Hodges