La falsa pista (30 page)

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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
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De repente Forsfält estaba a su lado. Se levantaron, se saludaron y les acompañó a su despacho. Wallander tuvo enseguida una impresión positiva de él. De alguna manera le recordaba a Rydberg. Tenía al menos sesenta años y una cara simpática. Cojeaba ligeramente de la pierna derecha. Forsfält fue a buscar otra silla. Wallander se sentó y observó las fotografías de unos niños alegres que estaban clavadas en una pared. Se imaginaba que serían los nietos de Forsfält.

—Björn Fredman —dijo Forsfält—. Claro que es él. Tenía una pinta horrorosa. ¿Quién hace una cosa así?

—Si lo supiéramos… —contestó Wallander—. El caso es que no lo sabemos. ¿Quién era Björn Fredman?

—Un hombre de unos cuarenta y cinco años que jamás ha tenido un trabajo honrado en su vida —empezó Forsfält—. Hay muchos detalles que desconozco. Pero he pedido que lo saquen todo de los ordenadores. Se ha dedicado a ser perista y le han condenado por malos tratos. Asaltos muy graves, por lo que recuerdo.

—¿Puede haberse dedicado a la compraventa de arte?

—No que yo recuerde.

—Lástima —dijo Wallander—. Entonces le hubiéramos podido relacionar con Wetterstedt y Carlman.

—Me cuesta creer que Björn Fredman y Gustaf Wetterstedt hubiesen podido sacar provecho el uno del otro —dijo Forsfält pensativo.

—¿Por qué no?

—Déjame contestar simple y llanamente —dijo Forsfält—. Björn Fredman era lo que antes se llamaba una mala bestia. Se emborrachaba y se peleaba. Su educación era más bien nula, quitando que sabía leer, escribir y contar pasablemente. Sus intereses no se podían llamar sofisticados. Además era un bruto. En algunas ocasiones yo mismo le interrogué. Aún recuerdo que su lenguaje consistía casi únicamente en palabrotas.

Wallander escuchaba con atención. Cuando Forsfält acabó, miró a Svedberg.

—Entonces esta investigación cobra nuevos bríos —dijo Wallander lentamente—. Si no encontramos una relación entre Fredman y los otros dos, hemos vuelto al punto de partida.

—Naturalmente puede haber algo que ignore —dijo Forsfält.

—No estoy sacando conclusiones —añadió Wallander—. Sólo pienso en voz alta.

—Su familia —dijo Svedberg—. ¿Viven aquí en la ciudad?

—Estaba divorciado desde hace unos años —dijo Forsfält—. De eso estoy seguro.

Levantó el auricular e hizo una llamada interna. Después de unos minutos un secretario entró con un archivo personal y se lo entregó a Forsfält. Lo hojeó rápidamente dejándolo luego en la mesa.

—Se divorció en 1991. La mujer vive todavía con los hijos en el apartamento. Está en Rosengård. Hay tres hijos en la familia, el menor era casi recién nacido cuando se separaron. Björn Fredman se marchó a un apartamento en la calle de Stenbrottsgatan que había tenido durante años. Más bien como despacho y almacén. No creo que la mujer conociera la existencia de ese apartamento. Allí llevaba a todas sus amigas.

—Empezaremos con el apartamento —dijo Wallander—. La familia tendrá que esperar. Supongo que vosotros os encargaréis de avisarles de su muerte.

Forsfält asintió con la cabeza. Svedberg salió al pasillo para llamar a Ystad y comunicar que ya tenían la identidad del muerto. Wallander se situó junto a una ventana intentando decidirse por lo más importante. Estaba preocupado porque parecía faltar un eslabón entre las dos primeras víctimas y Björn Fredman. Por primera vez sintió un leve presentimiento de que estaban tras una falsa pista. ¿Había pasado por alto que tal vez hubiese otra explicación a todo lo que pasaba? Decidió repasar de nuevo todo el material de investigación y examinarlo con imparcialidad esa misma noche. Svedberg se puso a su lado.

—Hansson estaba aliviado —informó.

Wallander asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

—Según Martinsson, ha llegado un mensaje detallado de la Interpol en relación con la chica del campo de colza —continuó.

Wallander no le había escuchado. Tuvo que preguntarle a Svedberg qué había dicho. Era como si la chica a la que había visto correr como una antorcha perteneciese a algo ocurrido hacía mucho tiempo. De todos modos sabía que tarde o temprano tenía que interesarse por ella otra vez.

Permanecieron en silencio.

—No estoy a gusto en Malmö —dijo Svedberg de repente—. En realidad sólo me encuentro bien cuando estoy en casa, en Ystad.

Wallander sabía que Svedberg dejaba su ciudad natal de muy mala gana. En la comisaría era un chiste repetido hasta la saciedad cuando Svedberg no estaba. Al mismo tiempo Wallander se preguntaba cuándo se encontraba bien él.

Sin embargo, sí recordaba cuándo ocurrió la última vez. Fue cuando Linda estuvo delante de su puerta a las siete de la mañana del domingo.

Forsfält arregló unos asuntos y volvió diciendo que ya podían marcharse. Bajaron hasta el garaje de la comisaría y se dirigieron hacia una zona industrial al norte de la ciudad. Se había levantado viento. El cielo aún estaba sin una nube. Wallander iba al lado de Forsfält en el asiento delantero.

—¿Conocías a Rydberg? —preguntó.

—¿Si conocía a Rydberg? —contestó lentamente—. Pues claro que sí. Nos conocimos muy bien. Cuando venía a Malmö solía visitarnos.

A Wallander le sorprendió la respuesta. Siempre pensó que Rydberg era un viejo policía que hacía tiempo había dejado a un lado todo lo que no tenía que ver con la profesión, incluso a los amigos.

—Fue el que me enseñó cuanto sé —dijo Wallander.

—Su fallecimiento fue trágico continuo Forsfält . Debería haber vivido un poco más. Soñaba con visitar Islandia una vez en su vida.

—¿Islandia?

Forsfält le echó una rápida mirada y movió la cabeza afirmativamente.

—Era su gran ilusión. Ir a Islandia. Pero nunca se cumplió.

Wallander tuvo una indefinible sensación de que Rydberg le había ocultado algo que debería haber sabido. Nunca imaginó que Rydberg tuviese el sueño de peregrinar a Islandia. Ni siquiera se imaginó nunca que Rydberg tuviese ilusiones. Principalmente, nunca pensó que Rydberg tuviese secretos para él.

Forsfält se detuvo delante de una casa de tres pisos. Señaló una línea de ventanas con las cortinas corridas en la planta baja. La casa era vieja y estaba mal conservada. El cristal de la puerta exterior estaba arreglado con un tablero de masonita. Wallander tuvo la sensación de que entraba en una casa que en realidad no existía. «La existencia de esta casa ¿no va en contra de la principal ley básica sueca?» , pensó con ironía. Olía a orines en la escalera. Forsfält abrió la puerta. Wallander se preguntó dónde había conseguido la llave. Entraron en un recibidor y encendieron la luz. Todo lo que había en el suelo eran unos folletos de propaganda. Como Wallander se encontraba en terreno ajeno, dejó que Forsfält le guiara. Primero revisaron el apartamento controlando que no hubiese nadie. Tenía tres habitaciones y una estrecha cocina que daba a un almacén de barriles de gasolina. Descontando la cama, que parecía recién comprada, el apartamento tenía aspecto de abandono. Los muebles parecían dispuestos al azar sobre la superficie del suelo. En una estantería del tipo de los años cincuenta había unas polvorientas figuras de porcelana barata. En un rincón se amontonaban los periódicos y unas pesas. En el sofá había un CD sobre el que alguien había derramado café. Para su sorpresa, Wallander vio que era de música popular turca. Las cortinas estaban echadas. Forsfält caminó por el apartamento encendiendo todas las lámparas existentes. Wallander le seguía de cerca. Svedberg se sentó en una silla de madera en la cocina para llamar a Hansson e informar sobre su localización. Wallander abrió la puerta de la despensa con el pie. Allí había unas cajas sin abrir de genuino whisky Grane. Un albarán sucio indicaba que iban dirigidas de la destilería escocesa a un vinatero de Gante, en Bélgica. Se preguntó cómo fueron a parar a casa de Björn Fredman. Forsfält entró en la cocina con un par de fotografías del dueño del apartamento. Wallander asintió con la cabeza. No cabía ninguna duda de que fue él quien había sido introducido en el hoyo delante de la estación de ferrocarril de Ystad. Regresó al salón e intentó decidir qué esperaba encontrar en realidad. El apartamento de Fredman era todo lo contrario al chalet de Wetterstedt, y también a la finca costosamente renovada que había sido propiedad de Arne Carlman. «Éste es el aspecto de Suecia», pensó. «La desigualdad entre la gente es tan grande ahora como entonces, cuando unos vivían en mansiones y otros en cabañas.»

Su mirada se detuvo en un escritorio repleto de revistas de antigüedades. Suponía que estaban relacionadas con los negocios de perista de Fredman. Sólo había un cajón en el escritorio. No estaba cerrado con llave. Aparte de un montón de recibos, bolígrafos rotos y una pitillera, había una foto enmarcada. Representaba a Björn Fredman rodeado de su familia. Sonreía abiertamente al fotógrafo. A su lado estaba la que debió de ser su mujer. Sostenía en los brazos a un niño recién nacido. Detrás de la madre, hacia un lado, había una chica en los primeros años de la adolescencia. Sus ojos miraban al fotógrafo con algo parecido al temor. A su lado, justo detrás de la madre, había un chico unos años más joven. Tenía una cara resuelta, como si hasta el último momento quisiese resistirse al fotógrafo. Wallander se llevó la foto cerca de la ventana y apartó la cortina. La contempló durante un buen rato intentando entender lo que veía. ¿Una familia infeliz? ¿Una familia que aún no había descubierto su desgracia? ¿Un recién nacido que no tenía ni idea de lo que te esperaba? Había algo en la foto que le desalentaba, le apenó sin saber exactamente por qué. Se llevó la foto al dormitorio donde Forsfält estaba arrodillado mirando debajo de la cama.

—Dijiste que había estado encarcelado por malos tratos —dijo Wallander.

Forsfält se levantó y miró la foto que Wallander sostenía en la mano.

—Casi mata a su mujer —dijo—. La golpeó cuando estaba embarazada. La golpeó cuando el niño era recién nacido. Pero curiosamente no fue a la cárcel por eso. Una vez le rompió la nariz a un taxista. Casi mató a un colega por considerar que le había estafado. Ingresó en prisión por lo del taxista y el compinche.

Continuaron registrando el apartamento. Svedberg había terminado la conversación con Hansson. Negó con la cabeza cuando Wallander le preguntó si había ocurrido algo importante. Tardaron dos horas en examinar minuciosamente el apartamento. Wallander pensó que su apartamento era un lugar idílico comparado con el de Björn Fredman. No encontraron nada interesante, excepto una maleta con candelabros antiguos que Forsfält sacó de un escondite en el fondo de un armario ropero. Wallander comprendía cada vez más por qué el lenguaje de Björn Fredman estaba marcado por una retahíla casi ininterrumpida de palabrotas. El apartamento estaba tan vacío y era tan impotente como su lenguaje. Lo dejaron a las tres y media y salieron de nuevo a la calle. El viento había cobrado fuerza. Forsfält llamó a la comisaría y le confirmaron que la familia de Fredman había sido informada de su muerte.

—Me gustaría hablar con ellos —dijo Wallander cuando se sentaron en el coche—. Pero creo que es mejor esperar hasta mañana.

Se dio cuenta de que no era sincero.

Debió decir la verdad, que siempre le contrariaba irrumpir en una familia en la que un allegado había perecido de manera violenta. Ante todo no soportaba la idea de enfrentarse con hijos que acababan de perder a su padre. A ellos no les importaría esperar hasta el día siguiente, y para Wallander suponía un respiro.

Se despidieron delante de la comisaría. Forsfält se pondría en contacto con Hansson para aclarar unos detalles burocráticos entre los dos distritos de policía. Acordó reunirse con Wallander al día siguiente a las diez.

Cambiaron de coche y regresaron en el suyo a Ystad. Wallander tenía la cabeza llena de pensamientos.

No intercambiaron una sola palabra durante todo el viaje.

22

Entre la calina se divisaba el perfil de la ciudad de Copenhague.

Wallander se preguntaba si realmente iba a encontrarse allí con Baiba dentro de apenas diez días, o si el asesino que estaban buscando, y del que ahora sabían aún menos, les obligaría a posponer las vacaciones.

Pensaba en todo esto mientras esperaba delante de la terminal de los aerodeslizadores de Malmö. Era la mañana del día siguiente, el 30 de junio, último día del mes. La noche anterior, Wallander había decidido cambiar a Svedberg por Ann-Britt Höglund para volver a Malmö y hablar con la familia de Björn Fredman. La llamó a su casa y Ann-Britt le preguntó si podrían salir lo bastante pronto como para tener tiempo de hacer un recado de paso antes de ver a Forsfält a las nueve y media. Svedberg no se sintió ofendido en absoluto por no ir a Malmö. Su alivio por no tener que salir de Ystad dos días seguidos hablaba por sí mismo. Mientras Ann-Britt Höglund hacía su recado dentro de la terminal —Wallander por supuesto no le preguntó qué era— él caminaba a lo largo del muelle mirando Copenhague más allá del estrecho. Un aerodeslizador, en el que le parecía distinguir el nombre de
Löparen
pintado en el casco, estaba saliendo de la dársena. Hacía calor. Se quitó la chaqueta y se la echó al hombro. Bostezó.

La noche anterior, tras regresar de Malmö, se había reunido brevemente con los del equipo de investigación que todavía estaban en la comisaría. En la recepción, y con la ayuda de Hansson, dio una improvisada rueda de prensa. A la reunión anterior había asistido Ekholm. Todavía estaba buscando un perfil psicológico más profundo del asesino en el que colocar lo de los ojos arrancados o destrozados con ácido y ofrecer una explicación verosímil para convertirla en una pista importante. Se pusieron de acuerdo en anunciar a la prensa desde ahora que con toda probabilidad estaban buscando un hombre que no se consideraba peligroso para el público en general, pero sí lo era con toda seguridad para las víctimas que había elegido. Tuvieron diferentes opiniones en cuanto a la sensatez de esa iniciativa. Pero Wallander la defendió con fuerza afirmando que no podían prescindir de que una posible víctima se identificara y, por puro instinto de preservación, contactase con la policía. Los periodistas habían aceptado sus palabras. Con un creciente disgusto comprendió que había dado la mejor de las noticias a los periódicos, en el momento más crítico, cuando todo el país estaba a punto de detenerse y encerrarse en la fortaleza que suponían las vacaciones colectivas de verano. Después, una vez concluidas la reunión y la rueda de prensa, se sintió muy cansado.

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