—Sé que ninguno de vosotros había visto a Björn en varias semanas —continuó—. Supongo que eso también afecta a Louise.
Esta vez contestó la madre.
—La última vez que estuvo en casa Louise había salido —dijo—. Probablemente no le ha visto en meses.
Poco a poco, Wallander entraba en las preguntas más difíciles. Aunque comprendía que no sería posible evitar los recuerdos más dolorosos, intentó moverse con mucho tino.
—Alguien lo mató —dijo—. ¿Tenéis idea de quién lo puede haber hecho?
Anette Fredman le miró con expresión de sorpresa. Cuando abrió la boca, la respuesta le salió con voz estridente. La callada discreción del principio había desaparecido de golpe.
—¿No tendríamos que preguntarnos quién no lo hizo? —respondió la mujer—. No sé las veces que yo misma hubiese deseado tener las fuerzas para matarlo.
El hijo rodeó a su madre con el brazo.
—Creo que no era eso lo que preguntaba —dijo para calmarla.
Se serenó rápidamente después del breve arrebato.
—No sé quién lo hizo —dijo—. Ni quiero saberlo. Pero tampoco quiero tener mala conciencia por sentirme aliviada al saber que no entrará nunca más por esa puerta.
Se levantó de golpe y entró en el cuarto de baño. Wallander vio que Ann-Britt Höglund dudó por un momento en acompañarla. Pero continuaba sentada cuando el chico empezó a hablar.
—Mamá está muy alterada —dijo.
—Lo entendemos —contestó Wallander, que sentía cada vez más simpatía por él—. Pero tú, que pareces tener las cosas claras, tal vez hayas tenido alguna idea. Aunque sé que deben de ser desagradables.
—No puedo pensar que sea otro más que alguno de los compinches de mi padre —dijo—. Mi padre era ladrón —añadió—. Además, solía maltratar a la gente. Aunque no lo sé con exactitud, creo que también era lo que se llama un matón. Cobraba deudas, amenazaba a la gente.
—¿Cómo lo sabes?
—No sé.
—¿No estarás pensando en alguien en especial?
—No.
Wallander guardó silencio dejándole pensar.
—No —dijo de nuevo—. No sé.
Anette Fredman volvió del cuarto de baño.
—¿Alguno de vosotros puede recordar si tuvo contacto con un hombre llamado Gustaf Wetterstedt? Una vez fue ministro de Justicia de este país. ¿O con un comerciante de arte llamado Arne Carlman?
Madre e hijo negaron con la cabeza después de haber buscado confirmación entre ellos.
La conversación discurría a ciegas. Wallander intentó ayudarles a recordar. De vez en cuando Forsfält interrumpía discretamente. Por último, Wallander comprendió que no podrían llegar más lejos. Tomó la determinación de desistir de preguntar más acerca de la hija. Hizo señas a Ann-Britt Höglund y a Forsfält de que había acabado. Sin embargo, al despedirse en el recibidor dijo que probablemente volvería, quizás en pocos días, tal vez al día siguiente. También les dio su número de teléfono, tanto el de la comisaría como el de su casa.
Cuando salieron a la calle vio que Anette Fredman les estaba mirando desde la ventana.
—La hermana —dijo Wallander—. Louise Fredman. ¿Qué sabemos de ella?
—Ayer tampoco estaba aquí —contestó Forsfält—. Claro que podría haberse marchado fuera. Tiene diecisiete años, eso sí que lo sé.
Wallander estuvo pensando un momento.
—Me gustaría hablar con ella —dijo luego.
Los otros no reaccionaron. Comprendió que era el único que se había dado cuenta del cambio, de amabilidad a atención, cuando preguntó por ella.
También pensó en el chico, Stefan Fredman. En la alerta de sus ojos. Sentía pena por él.
—Eso es todo de momento —dijo Wallander al despedirse delante de la comisaría—. Estaremos en contacto, por supuesto.
Le dieron la mano a Forsfält y le dijeron adiós.
Regresaron a Ystad atravesando el hermoso paisaje veraniego de Escania. Ann-Britt Höglund se recostó en el respaldo del asiento y cerró los ojos. Wallander oyó cómo canturreaba una melodía improvisada. Hubiese deseado ser capaz de compartir su capacidad para desconectar de la investigación que tanto le angustiaba. Rydberg había dicho muchas veces que un policía nunca estaba totalmente liberado de su responsabilidad. En un momento como éste, Wallander podía pensar que Rydberg estaba equivocado. Poco después de pasar la salida hacia Skurup se percató de que ella se había dormido. Intentó conducir lo más suavemente posible para no despertarla. Sólo cuando tuvo que frenar en la entrada de la rotonda a las afueras de Ystad abrió los ojos. En ese momento sonó el teléfono del coche. Él le hizo señas para que contestara. No podía atinar con quién estaba hablando. Pero enseguida comprendió que algo grave había ocurrido. Ella escuchaba sin preguntar. Estaban casi llegando a la entrada de la comisaría cuando terminó la conversación.
—Era Svedberg —dijo—. La hija de Carlman ha intentado suicidarse. Está en el hospital con respiración asistida.
Wallander no dijo nada hasta aparcar el coche y detener el motor.
Luego se volvió hacia ella. Comprendió que no se lo había dicho todo.
—¿Qué más dijo?
—Probablemente no salga de ésta.
Wallander miró por la ventanilla.
Pensó en la bofetada que le propinó en la cara.
Luego salió del coche sin decir una palabra.
La ola de calor continuaba.
Wallander se dio cuenta de que ya estaban en pleno verano casi sin haberse enterado. Sudaba al caminar desde la comisaría hasta el centro de la ciudad y el hospital.
Al volver de Malmö, ni siquiera entró en la recepción para ver si tenía algún mensaje, cuando recibió la llamada de Svedberg. Se quedó completamente inmóvil junto al coche, como si de repente hubiese perdido toda orientación, y luego, lentamente, le dijo a Ann-Britt Höglund, con voz casi cansina, que ella tendría que cuidarse de informar a los colegas mientras daba un paseo hasta el hospital en el que la hija de Carlman se estaba muriendo. No esperó su respuesta, sólo se volvió y empezó a caminar, y fue entonces, durante el paseo, al empezar a sudar, cuando comprendió que estaba envuelto en un verano que tal vez sería largo, caluroso y seco. No se dio cuenta de que Svedberg le adelantó con el coche, saludándole con la mano. Como de costumbre, caminaba con la mirada fija en el suelo igual que cuando tenía mucho en que pensar, lo que era casi siempre. Esta vez intentó aprovechar la corta distancia que separaba la comisaría de la entrada del hospital para trabajar una idea nueva que no sabía muy bien cómo manejar. Sin embargo, el punto de partida era muy sencillo. En muy poco tiempo, más exactamente en menos de diez días, una chica se había suicidado en un campo de colza, otra había intentado suicidarse después de que asesinaran a su padre, mientras que una tercera, que también había perdido a su padre en un asesinato, había desaparecido marchándose de viaje de una manera vaga y algo extraña. Tenían diferentes edades; la hija de Carlman era la mayor, pero todas eran jóvenes. Dos de las chicas eran víctimas indirectas del mismo asesino, mientras que la tercera murió por su propia mano. Lo que las diferenciaba era que la chica del campo de colza no tenía nada que ver con las otras dos. Pero en su cabeza, Wallander sentía una responsabilidad personal por todos estos sucesos, por parte de su generación y más aún por la mala conciencia de haber sido un pésimo padre para su hija Linda. Wallander se abatía con facilidad. Entonces se quedaba melancólico y distraído, embargado por una tristeza difícil de explicar. A menudo le llevaba a pasar noches en vela. Pero dado que ahora tenía que actuar, hacer a la vez de policía en un rincón del mundo y encabezar un equipo de investigación, intentó deshacerse de la angustia y aclarar los pensamientos dando un paseo.
Se preguntó con desconsuelo en qué mundo estaban viviendo. Un mundo donde la gente joven intentaba quitarse la vida de algún modo. Decidió que en ese momento estaban sumergidos en una época que se podría llamar el tiempo de los fracasos. Las ilusiones que se habían forjado resultaron ser menos sólidas de lo esperado. Creían edificar una casa y lo que hacían en realidad era erigir un monumento sobre algo ya pasado y casi olvidado. Suecia se derrumbaba alrededor de él, como un sistema político de estantes gigantescos que se viniera abajo. Nadie sabía quiénes serían los carpinteros que estaban en el recibidor esperando entrar para colocar las nuevas estanterías. Tampoco sabía nadie cómo serían éstas. Todo era muy confuso, aparte de que era verano y hacía calor. La gente joven se suicidaba, o al menos intentaba hacerlo. La gente vivía para olvidar, no para recordar. Las viviendas eran escondites más que hogares acogedores. Y los policías estaban callados esperando el momento en el que vigilasen sus celdas de arresto unos hombres con otros uniformes, los hombres de las empresas privadas de seguridad.
Wallander se enjugó el sudor de la frente y pensó que ya estaba bien. No podía más. Pensó en el chico de los ojos atentos sentado junto a su madre en el sofá. Pensó en Linda y finalmente no supo en qué pensaba.
En ese momento llegó al hospital. Svedberg le estaba esperando en las escaleras. De repente Wallander se tambaleó, estuvo a punto de caerse a causa de un repentino mareo. Svedberg dio un paso hacia delante y estiró la mano. Pero Wallander la rechazó y siguieron subiendo las escaleras del hospital. Svedberg, para protegerse del sol, se había encasquetado una gorra divertida pero demasiado grande. Wallander murmuró algo ininteligible y se lo llevó a la cafetería, que estaba a la derecha de la entrada. Algunas personas, pálidas y sentadas en sillas de ruedas o arrastrando frascos de suero portátiles, tomaban café, animadas por la compañía de amigos y familiares que preferían volver cuanto antes al sol para olvidar todo lo referente al hospital, la muerte y la miseria. Wallander pidió un café y un sándwich, mientras que Svedberg se contentó con un vaso de agua. Wallander comprendió lo inoportuno de tomarse esa pausa, ya que al parecer la hija de Carlman se estaba muriendo. Al mismo tiempo era como un conjuro contra todo lo que sucedía a su alrededor. La pausa para el café era su última fortaleza. Su lucha final, cualquiera que fuese, se libraría en un reducto en el que se habría asegurado el acceso al café.
—Fue la viuda de Carlman la que llamó —dijo Svedberg—. Estaba completamente histérica.
—¿Qué es lo que ha hecho la chica? —preguntó Wallander.
—Ha ingerido pastillas.
—¿Qué ocurrió?
—La encontraron por casualidad. Estaba ya en coma profundo. Casi no tenía pulso. Tuvo un paro cardíaco en el momento en que llegaron al hospital. Al parecer está muy mal. Por lo tanto, no podrás hablar con ella.
Wallander asintió con la cabeza. Se dio cuenta de que había hecho el paseo hasta el hospital sólo por su propio bien.
—¿Qué dijo su madre? —preguntó—. ¿Han encontrado alguna carta? ¿Alguna explicación?
—Parece que ha sido algo inesperado.
Wallander se acordó de nuevo de la bofetada que le había propinado en la cara.
—Parecía estar totalmente fuera de control cuando yo la vi —dijo—. ¿Seguro que no ha dejado nada escrito?
—Al menos nada que la madre nos haya dicho.
Wallander reflexionó. Luego se decidió.
—Hazme un favor —dijo—. Ve allí y exige saber si han encontrado una carta o no. Si hay algo, repásalo minuciosamente.
Salieron de la cafetería. Wallander regresó en el coche de Svedberg a la comisaría. Pensó que daba igual si hablaba con un médico por teléfono sobre el estado de la chica.
—Te he dejado unos papeles en tu mesa —añadió Svedberg—. Interrogué por teléfono al periodista y al fotógrafo que visitaron a Wetterstedt el mismo día en que murió.
—¿Sacaste algo en claro?
—Sólo confirma nuestras teorías. Que Wetterstedt estaba como siempre. Nada en su entorno parece haberle amenazado. Nada de lo que haya sido consciente.
—En otras palabras, no crees que haga falta que lo lea.
Svedberg se encogió de hombros.
—Siempre es mejor que lo vean cuatro ojos que dos.
—No estoy tan seguro —contestó Wallander distraído mirando por la ventanilla del coche.
—Ekholm está dando los últimos toques a su perfil psicológico —continuó Svedberg.
Como respuesta, Wallander murmuró algo ininteligible. Svedberg lo dejó delante de la comisaría y se fue para hablar con la viuda de Carlman. Wallander recogió unos cuantos avisos telefónicos que le habían dejado en la recepción. Volvía a haber una nueva recepcionista. Preguntó por Ebba y le respondió que estaba en el hospital para quitarse el yeso de la muñeca. «Podría haber ido a verla», pensó Wallander, «ya que estuve allí. Si es que se puede visitar a alguien que sólo se quita el yeso.»
Fue a su despacho y abrió la ventana de par en par. Sin sentarse, ojeó los papeles que Svedberg había mencionado. De repente se acordó de que también había solicitado las fotografías. ¿Dónde estaban? Sin controlar su rabia buscó el número del móvil de Svedberg y le llamó.
—Las fotografías —preguntó—. ¿Dónde están?
—¿No están en tu mesa? —contestó Svedberg asombrado.
—Aquí no hay nada.
—Entonces estarán en mi despacho. Debí olvidarlas. Llegaron con el correo de hoy.
Las fotos estaban en un sobre marrón en la mesa meticulosamente ordenada de Svedberg. Las extendió sobre la mesa y se sentó en la silla de Svedberg. Wetterstedt posando en su casa, en el jardín y en la playa. En una de las fotos se divisaba el bote volcado al fondo. Wetterstedt sonreía al fotógrafo. Su pelo gris, que poco después le sería arrancado, estaba despeinado por el viento. Las fotos irradiaban un equilibrio armonioso y mostraban a un hombre que parecía haber aceptado la idea de su vejez. Nada en las fotos hacía prever lo que pasaría. Wallander pensó que cuando se las hicieron a Wetterstedt le quedaban menos de quince horas de vida. Las fotografías que tenía delante mostraban el aspecto de Wetterstedt en su último día. Wallander continuó contemplando las fotos unos minutos más antes de volver a guardarlas en el sobre y salir del despacho de Svedberg para ir al suyo, pero de repente cambió de idea y se detuvo delante de la puerta siempre abierta de Ann-Britt Höglund.
Estaba inclinada sobre unos papeles.
—¿Te molesto? —preguntó él.
—En absoluto.
Entró y se sentó en la silla de las visitas. Intercambiaron unas palabras sobre la hija de Carlman.
—Svedberg ha ido en busca de una carta de despedida —dijo Wallander—. Si es que hay alguna.