La falsa pista (17 page)

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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
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—En otras palabras, ¿puede atacar de nuevo?

Wallander asintió con la cabeza. Åkeson hizo una mueca.

—Si nunca antes le habíamos dado prioridad a un caso, lo vamos a hacer ahora —dijo—. Supongo que necesitarás más gente. Puedo mover los hilos que haga falta.

—Todavía no —rechazó Wallander—. Un número destacado de policías podrá facilitar la detención de una persona de la que conocemos el nombre y las señas; pero aún no estamos en ese punto.

Luego le explicó lo que le había relatado Lars Magnusson y que Arne Carlman había sido marchante de obras de arte.

—Hay una relación —concluyó—. Y eso facilitará el trabajo.

Per Åkeson dudaba.

—Espero que no pongas demasiado pronto todos los huevos en el mismo cesto —advirtió.

—No cierro ninguna puerta —dijo Wallander—. Pero tengo que apoyarme en la pared que encuentro.

Per Åkeson se quedó una hora más antes de regresar a Ystad. Sobre las cinco de la mañana empezaron a aparecer los periodistas en la finca. Wallander llamó furioso a Ystad y le exigió a Hansson que se ocupara de los periodistas. En ese momento comprendió que no podían ocultar que a Arne Carlman le habían arrancado la cabellera. Hansson atendió una improvisada rueda de prensa sumamente caótica en medio de la carretera que llevaba a la finca. Mientras tanto, Martinsson, Svedberg y Ann-Britt Höglund fueron dejando marcharse uno a uno a los invitados después de un breve interrogatorio. Wallander conversó un buen rato con el escultor ebrio que había descubierto a Arne Carlman.

—¿Por qué saliste al jardín? —preguntó Wallander.

—Para vomitar.

—¿Y lo hiciste?

—Sí.

—¿Dónde?

—Detrás de uno de los manzanos.

—¿Qué pasó luego?

—Pensé sentarme a descansar en la glorieta.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Le encontré.

Al decir esto, Wallander tuvo que interrumpir el interrogatorio porque el escultor volvió a marearse. Se levantó y bajó hasta la glorieta. El cielo era nítido; el sol ya estaba en lo alto. Wallander pensó que el día de San Juan sería cálido y hermoso. Cuando llegó a la glorieta, vio con alivio que Nyberg había cubierto la cabeza de Carlman con un plástico opaco. Nyberg estaba arrodillado junto al seto que separaba el jardín del campo de colza adyacente.

—¿Cómo va? —preguntó Wallander animándole.

—Hay un leve rastro de sangre aquí en el seto —dijo—. Tanto no puede haber salpicado desde la glorieta.

—¿Qué significa? —preguntó Wallander.

—A eso tienes que contestar tú —respondió Nyberg.

Señaló el seto.

—Precisamente aquí es poco frondoso —dijo—. Una persona de complexión no muy atlética podría haber entrado y salido del jardín por aquí. Vamos a ver qué encontramos por el otro lado. Pero propongo que me envíes un perro. Y cuanto antes mejor.

Wallander asintió con la cabeza.

El adiestrador llegó con el perro a las cinco y media de la mañana. Para entonces los últimos invitados ya estaban abandonando la finca. Wallander le saludó; se llamaba Eskilsson. El perro policía era viejo y tenía mucha experiencia. Respondía al nombre de
Skytt
.

El perro encontró enseguida el rastro en la glorieta y empezó a tirar en dirección al seto. Quiso atravesarlo justo por donde Nyberg había hallado la sangre. Eskilsson y Wallander encontraron otra zona en la que el seto también era poco frondoso y salieron al sendero para tractores que separaba la finca del campo de colza. El perro volvió a encontrar el rastro y lo siguió a lo largo del campo hacia un camino que se alejaba de la finca. Atendiendo a la sugerencia de Wallander, Eskilsson soltó al perro y le ordenó que buscara. Wallander sintió una repentina excitación en su interior. El perro buscó por el camino y llegó al final del campo de colza. Allí pareció perder la pista por un momento. Luego la recuperó y prosiguió la búsqueda en dirección a una colina que había al lado de un pantano. En la colina se perdió el rastro. Eskilsson buscó en varios sentidos sin que el perro encontrara el rastro de nuevo.

Wallander miró a su alrededor. Un árbol solitario, doblado por el viento, se erguía en la cima de la colina. Los restos de un viejo cuadro de bicicleta estaban medio enterrados en el suelo. Wallander se situó junto al árbol y contempló la finca a distancia. Se dio cuenta de que la vista general sobre el jardín era excelente. Con unos prismáticos se podría divisar quién estaba al aire libre en cada momento.

Wallander sintió un escalofrío. La sensación de que otra persona, para él desconocida, había estado en ese lugar con anterioridad durante la noche le llenó de malestar. Regresó al jardín. Hansson y Svedberg estaban sentados en la escalera de la casa. Tenían las caras grises por el cansancio.

—¿Dónde está Ann-Britt? —preguntó Wallander.

—Está dejando que se vaya el último invitado —respondió Svedberg.

—¿Y Martinsson? ¿Qué hace?

—Hablando por teléfono.

Wallander se sentó junto a los demás en la escalera. El sol ya calentaba.

—Tenemos que intentar aguantar un poquito más —dijo—.

Cuando Ann-Britt acabe, regresaremos a Ystad. Tenemos que hacer un resumen de la situación y decidir cómo continuar a partir de ahora.

Nadie contestó. Tampoco era necesario. Ann-Britt Höglund salió del establo. Se puso en cuclillas delante de ellos.

—Que tanta gente vea tan poco —comentó con voz cansada—. Es más de lo que puedo comprender.

Eskilsson pasó con su perro. Luego se oyó la voz irritada de Nyberg desde la glorieta.

Martinsson apareció por la esquina de la casa. Llevaba un teléfono en la mano.

—Tal vez no venga a cuento ahora —dijo—. Pero ha llegado un mensaje de la Interpol. Creen haber identificado a la chica que se suicidó.

Wallander le miró sorprendido.

—¿La chica del campo de colza de Salomonsson?

—Sí.

Wallander se levantó.

—¿Quién es?

—No lo sé. Pero hay una nota en la comisaría.

Poco después se marcharon de Bjäresjö y regresaron a Ystad.

12

Dolores María Santana.

Eran las seis menos cuarto de la mañana del día de San Juan cuando Martinsson leyó el mensaje de la Interpol que identificaba a la chica que se había suicidado.

—¿De dónde procede? —preguntó Ann-Britt Höglund.

—El mensaje viene de la República Dominicana —respondió Martinsson—. Ha llegado vía Madrid.

Luego miró interrogativamente por la habitación. Ann-Britt Höglund era quien conocía la respuesta.

—La República Dominicana es una mitad de la isla donde está Haití —contestó—. En el Caribe. ¿No se llama La Española?

—¿Cómo demonios ha llegado hasta aquí? —se preguntó Wallander—. Hasta el campo de colza de Salomonsson. ¿Quién es? ¿Qué más dice la Interpol?

—No he tenido tiempo de repasarlo detalladamente —dijo Martinsson—. Pero si lo he entendido bien, su padre la está buscando y la denunció como desaparecida en noviembre del año pasado. La denuncia está hecha en una ciudad llamada Santiago.

—En Chile, ¿no? —interrumpió Wallander atónito.

—Esta ciudad se llama Santiago de los Treinta Caballeros —dijo Martinsson—. ¿No hay ningún mapamundi por aquí?

—Sí, hay uno —anunció Svedberg, y se marchó.

Unos minutos más tarde volvió negando con la cabeza.

—Debe de haber sido un ejemplar particular de Björk —dijo—. No lo encuentro.

—Llama y despierta al librero —ordenó Wallander—. Quiero un mapa.

—¿Te das cuenta de que ni siquiera son las seis de la mañana del día de San Juan? —preguntó Svedberg.

—Lo siento. Llámalo. Y envía un coche a buscar el mapa.

Wallander sacó un billete de cien coronas de su cartera y se lo dio a Svedberg, que se fue a telefonear a la librería. Unos minutos más tarde habían sacado al somnoliento librero de la cama y el coche salió a recoger el mapa.

Se sirvieron café y entraron en la sala de conferencias cerrando la puerta tras sí. Hansson avisó que durante la hora siguiente no querían que los molestase nadie, excepto Nyberg. Wallander paseó la mirada alrededor de la mesa. Se encontró con las que le dirigían unas cuantas caras grises y exhaustas y se preguntó qué aspecto tendría él mismo.

—Tendremos que volver a la chica del campo de colza en otro momento —empezó—. Ahora debemos concentrarnos en lo que ha sucedido esta noche. Y ya podemos confirmar desde el principio que el autor es el mismo que mató a Gustaf Wetterstedt, que ha atacado de nuevo. El procedimiento es el mismo, aunque a Carlman le han asestado el hachazo en la cabeza y a Wetterstedt le partieron la columna. Pero a los dos les han arrancado la cabellera.

—Nunca he visto nada igual —dijo Svedberg—. El que ha hecho esto debe de ser una bestia.

Wallander levantó la mano para protestar.

—Déjame acabar —continuó—. Sabemos algo más. Que Carlman era marchante de obras de arte. Y ahora os explicaré algo que supe ayer.

Wallander narró su conversación con Lars Magnusson, los rumores que una vez habían rodeado a Gustaf Wetterstedt.

—En otras palabras, tenemos una posible relación —acabó—. Las palabras clave son arte, robos de obras de arte y venta de obras de arte robadas. Y allí donde encontremos el nexo, tal vez también hallemos al autor de los delitos.

Hubo un silencio. Todos parecían considerar lo que Wallander había dicho.

—En otras palabras, sabemos en qué concentrar el trabajo de investigación —prosiguió Wallander—. Hay que buscar el punto de encuentro entre Wetterstedt y Carlman. Pero eso implica que tenemos otro problema.

Miró a los presentes y comprendió que entendían lo que quería decir.

—Este hombre puede atacar otra vez —dijo Wallander—. No sabemos por qué ha matado a Wetterstedt y a Carlman. Por tanto tampoco sabemos si irá a por otras personas. No sabemos a por quiénes. Lo único que podemos esperar es que los que puedan estar en peligro se den ellos mismos cuenta de ello.

—Hay algo que no sabemos —dijo Martinsson—. Ese hombre, ¿está loco o no? Desconocemos si el motivo es la venganza u otra cosa. Ni siquiera podemos estar seguros de que el autor no se haya inventado un motivo que no tenga nada que ver con sucesos reales. Nadie puede predecir qué ocurrirá en una mente ofuscada.

—Tienes razón, por supuesto —contestó Wallander—. Nos moveremos entre multitud de factores difusos.

—Tal vez sólo hayamos visto el principio —dijo Hansson con pesimismo—. ¿Realmente puede ser tan terrible que tengamos que vérnoslas con un asesino en serie?

—Sí, puede ser tan terrible —respondió Wallander con decisión—. Por eso creo que debemos pedir ayuda externa ya desde el principio. Sobre todo del departamento Psiquiátrico Forense de Estocolmo. El modo de actuar de este hombre es tan particular, más incluso si se piensa en las cabelleras que se lleva, que tal vez puedan hacer lo que se llama un perfil psicológico del autor del delito.

—Ese hombre ¿ha asesinado antes? —preguntó Svedberg—. ¿O ha empezado ahora?

—No lo sé —respondió Wallander—. Pero es cauteloso. Presiento que planifica minuciosamente lo que va a hacer. Y cuando ataca, no duda. Puede haber al menos dos razones para ello. Una es que no quiere que le atrapen; la otra, que no quiere que le interrumpan antes de terminar lo que ha decidido hacer.

Debido a las últimas palabras de Wallander, un aire de malestar atravesó la habitación.

—Éste es nuestro punto de partida —dijo para acabar—. ¿Dónde está la conexión entre Wetterstedt y Carlman? ¿Dónde se atan los cabos? Eso es lo que tenemos que aclarar. Y lo tenemos que hacer lo antes posible.

—También debemos tener en cuenta que quizá ya no podamos trabajar en paz —añadió Hansson—. Los periodistas revolotearán alrededor de nosotros. Saben que a Carlman le arrancaron la cabellera. Tienen la ansiada noticia. Por alguna extraña razón, a los suecos les encanta leer sobre crímenes violentos cuando están de vacaciones.

—Tal vez no sea del todo malo —dijo Wallander—. Por lo menos puede alertar a los que quizá tengan motivos para temer estar en la lista del asesino.

—Deberíamos insistir en que buscamos posibles informaciones o pistas de la población —dijo Ann-Britt Höglund—. Supongamos que tienes razón, que el asesino sigue una lista, y que tal vez quienes estén amenazados se den cuenta. Entonces debería existir la posibilidad de que alguno de ellos sepa, o sospeche, quién es el asesino.

—Tienes razón —afirmó Wallander volviéndose hacia Hansson—. Anuncia una rueda de prensa cuanto antes. Allí diremos absolutamente todo lo que sabemos. Que buscamos un único asesino y que necesitamos toda la información que nos puedan facilitar.

Svedberg se levantó y abrió una ventana. Martinsson bostezó de manera audible.

—Todos estamos cansados —dijo Wallander—. Aun así, tenemos que continuar. Procurad dormir cuando dispongáis de un momento.

Llamaron a la puerta. Un policía entregó un mapa. Lo desplegaron encima de la mesa y buscaron la República Dominicana y la ciudad de Santiago.

—Tendremos que esperar con esa chica —sugirió Wallander—. No podemos con todo ahora.

—De todas maneras enviaré una respuesta —dijo Martinsson—. Y siempre podemos pedir información adicional sobre su desaparición.

—Me pregunto cómo habrá llegado hasta aquí —murmuró Wallander.

—El mensaje de la Interpol dice que tenía diecisiete años —informó Martinsson—. Y medía un poco más de un metro sesenta.

—Envía una descripción de la joya —dijo Wallander—. Si el padre la puede identificar estará todo resuelto.

A las siete y diez abandonaron la sala de conferencias. Martinsson fue a casa para hablar con su familia y cancelar un viaje a la isla de Bornholm. Svedberg bajó al sótano a ducharse. Hansson desapareció por el pasillo para organizar el encuentro con la prensa. Wallander acompañó a Ann-Britt Höglund a su despacho.

—¿Lo atraparemos? —preguntó ella muy seria.

—No lo sé —fue la respuesta de Wallander—. Tenemos una pista que parece segura. Podemos desechar todas las ideas de que sea un asesino que mate al que casualmente se encuentre en su camino. Está buscando algo. Las cabelleras son sus trofeos.

Ella se sentó en su silla mientras Wallander permaneció apoyado en el marco de la puerta.

—¿Por qué uno se lleva trofeos? —preguntó.

—Para presumir con ellos.

—¿Consigo mismo o con otros?

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