—De todos modos nada indica que estemos tratando con un asesino ocasional, que además haya tenido un capricho espontáneo de arrancarle el pelo a sus víctimas —respondió Wallander, y notó que se estaba enfadando.
—A lo que me opongo es a la conclusión —dijo Per Åkeson—. Eso no quiere decir que niegue los indicios.
El ambiente en la sala se enrareció por un momento. Todos notaron la tensión que había entre los dos hombres. En una situación normal, Wallander no habría dudado en iniciar una discusión fuerte y abierta con Åkeson. Pero esa noche eligió retirarse, sobre todo porque estaba cansado y sabía que la reunión de la investigación continuaría aún durante muchas horas.
—Estoy de acuerdo —añadió—. Tachamos la conclusión y nos contentamos con que probablemente sea planeado.
—Mañana mismo viene un psicólogo desde Estocolmo —dijo Hansson—. Yo iré a recogerlo al aeropuerto de Sturup. Esperemos que nos pueda ayudar.
Wallander asintió con la cabeza. Luego planteó una pregunta que en realidad no había preparado. Pero la ocasión era la idónea.
—El asesino —dijo—. Para simplificar la cosa, pensemos en un hombre que actúa solo. ¿Qué es lo que veis ante vosotros? ¿Qué es lo que pensáis?
—Que es fuerte —dijo Nyberg—. Los hachazos han sido asestados con una fuerza terrible.
—Me asusta que coleccione trofeos —prosiguió Martinsson—. Sólo un loco puede hacer algo así.
—O alguien que quiera engañarnos usando las cabelleras como falsas pistas —dijo Wallander.
—Yo no tengo ni idea —dijo Ann-Britt Höglund—. Pero seguramente se trata de una persona muy perturbada.
La pregunta sobre el culpable quedó en el aire. Wallander propuso un repaso de la situación en el que planificaron el trabajo de investigación y se repartieron las tareas. Cerca de la medianoche, Per Åkeson se marchó tras informar que les echaría una mano consiguiendo refuerzos para el equipo de investigación cuando considerasen que era preciso. A pesar de que todos estaban muy cansados, Wallander volvió a repasarlo todo por última vez.
—Ninguno de nosotros dormirá mucho durante los próximos días —dijo—. Además, me doy cuenta de que se producirá un caos en la planificación de las vacaciones. Pero tenemos que trabajar con todas las energías posibles. No hay otra solución.
—Necesitamos refuerzos —añadió Hansson.
—Esperemos antes de tomar esa decisión —dijo Wallander—. Esperemos hasta el lunes.
Decidieron no volver a reunirse hasta la tarde del día siguiente. Antes, Wallander y Hansson revisarían el caso con el psicólogo de Estocolmo.
Después se despidieron y se marcharon cada uno por su lado.
Wallander se quedó quieto junto a su coche contemplando el pálido cielo nocturno.
Intentó pensar en su padre.
Sin embargo, todo el tiempo le asaltaba otro pensamiento.
El temor a que un asesino desconocido atacase de nuevo.
A las siete de la mañana del domingo 26 de junio llamaron a la puerta del apartamento de Wallander en la calle de Mariagatan, en el centro de Ystad. El sonido le sacó de su profundo sueño. Primero creyó que era el teléfono lo que le había despertado. Sólo cuando volvieron a llamar al timbre se levantó deprisa, buscó el batín, que estaba casi debajo de la cama, y salió al recibidor para abrir. Fuera estaba su hija Linda junto con una amiga a la que Wallander no había visto nunca. A duras penas reconoció a su propia hija, que se había cortado el largo y rubio cabello al cepillo y además se lo había teñido de rojo. Pero ante todo sintió alivio y alegría al verla de nuevo. Las hizo pasar y saludó a la amiga, que se presentó como Kajsa. Wallander tenía mil preguntas. En primer lugar se preguntaba por qué llamaban a su puerta a las siete de la mañana de un domingo. ¿Realmente había trenes a esa hora? Linda le explicó que habían llegado la noche anterior, pero que habían dormido en casa de unos amigos del colegio de Linda, cuyos padres estaban fuera. Se quedarían allí lo que quedaba de semana. La razón por la que llegaban tan temprano se debía a que Linda, tras leer los periódicos, comprendió que sería difícil encontrar a su padre. Wallander les preparó el desayuno con lo que encontró en la nevera. Cuando estuvieron sentados a la mesa de la cocina, le informaron que dedicarían una semana a ensayar una actuación para la que habían escrito un guión. Luego se irían a la isla de Gotland para participar en un cursillo de teatro. Wallander escuchaba e intentaba no mostrar su preocupación porque estuviera dejando a un lado su viejo sueño: ser tapicera de muebles, para luego, como profesional, establecerse en Ystad y abrir su propio negocio. Sintió una gran necesidad de hablarle de su padre. Sabía que ellos dos tenían una buena relación. Estaba seguro de que le visitaría estando en Ystad. Aprovechó el momento en que Kajsa fue al lavabo.
—Ocurren muchas cosas —dijo—. Necesitaría hablar contigo tranquilamente. Solos tú y yo.
—Lo mejor de ti —contestó— es que siempre te alegras de verme.
Le apuntó su número de teléfono y prometió que iría cuando la llamase.
—He visto los periódicos —dijo—. ¿Realmente es tan horrible como dicen?
—Es peor —respondió Wallander—. Tengo tanto que hacer que no sé de dónde voy a sacar las fuerzas. Me has encontrado en casa por pura casualidad.
Estuvieron hablando hasta después de las ocho. Entonces llamó Hansson diciendo que se encontraba en Sturup y que el psicólogo acababa de aterrizar. Decidieron verse en la comisaría a las nueve.
—Tendría que irme —le dijo a Linda.
—Nosotras también —añadió ella.
—Esa obra de teatro ¿tiene algún título? —preguntó Wallander cuando salieron a la calle.
—No es una obra de teatro. Es un número de variedades.
—¿Ah sí? —contestó Wallander mientras intentaba determinar la diferencia entre un número de variedades y una obra teatral—. ¿Y tampoco tiene nombre?
—Todavía no —dijo Kajsa.
—¿Podré verlo? —preguntó Wallander con cautela.
—Cuando estemos listas —dijo Linda—. Antes no.
Wallander preguntó si las podía llevar a algún sitio.
—Le enseñaré la ciudad a Kajsa —dijo Linda.
—¿De dónde eres? —le preguntó a la amiga de su hija.
—De Sandviken —contestó ella—. Nunca había estado en Escania.
—Entonces estamos empatados —dijo Wallander—. Yo nunca he estado en Sandviken.
Las vio desaparecer al doblar la esquina. El buen tiempo continuaba. Wallander notó que hoy haría aún más calor. Estaba de buen humor porque su hija había aparecido de manera inesperada. Aunque nunca se acostumbraría del todo a que en los últimos años ella experimentase con su aspecto. Cuando apareció en la puerta por la mañana, por primera vez había observado que era cierto lo que mucha gente le decía. Linda se le parecía. De repente había visto su rostro en el de ella.
Al entrar en la comisaría, sintió que la visita de Linda le había regenerado. Caminó con pasos largos. Pensó con ironía que andaba como un pesado elefante con sobrepeso. Se quitó la chaqueta al entrar en el despacho. Descolgó el auricular antes de sentarse y pidió a la recepción que buscaran a Sven Nyberg. La noche anterior, justo antes de dormirse, había tenido una idea que quería investigar. La chica de la recepción tardó cinco minutos en localizar a Nyberg, demasiados para el impaciente Wallander.
—Soy Wallander —dijo—. ¿Recuerdas que hablamos de un bote de algún tipo de aerosol lacrimógeno que habías encontrado más allá del cordón policial en la playa?
—Claro que me acuerdo —contestó Nyberg.
Wallander pasó por alto el aparente mal humor de Nyberg.
—He pensado que deberíamos examinar las huellas dactilares —prosiguió—. Para compararlas con lo que puedas encontrar en el trozo de papel manchado de sangre que recogí cerca de la finca de Carlman.
—De acuerdo —contestó Nyberg—. Con toda seguridad lo habríamos hecho aunque no nos lo hubieses pedido.
—Lo sé —dijo Wallander—. Pero ya sabes cómo son las cosas.
—No, no lo sé —respondió Nyberg—. Te informaré en cuanto tenga algo.
Wallander colgó el auricular de golpe y confirmó su renovada energía. Se situó ante la ventana y, mientras miraba la vieja torre de agua, organizó el trabajo que intentaría abordar durante el día. Por experiencia sabía que casi siempre ocurría algo que trastocaba los planes. Si lograba hacer la mitad de lo que se había propuesto, sería un buen resultado. A las nueve abandonó el despacho, fue a buscar una taza de café y se dirigió a una de las pequeñas salas de reuniones. Allí Hansson le esperaba junto con el psicólogo de Estocolmo. Éste era un hombre de unos sesenta años que se presentó como Mats Ekholm. Su apretón de manos era vigoroso y Wallander tuvo inmediatamente una impresión favorable de él. Como muchos otros policías, Wallander no estaba seguro de la aportación real de los psicólogos a una investigación en marcha. Sin embargo, sobre todo gracias a Ann-Britt Höglund, había llegado a comprender que su actitud negativa carecía de fundamento, y posiblemente también estaba llena de prejuicios. Ahora que estaba sentado a la misma mesa que Mats Ekholm, se decidió a darle una oportunidad para demostrar lo que sabía.
El material de la investigación estaba delante de ellos sobre la mesa.
—He estudiado lo que he podido —dijo Mats Ekholm—. Propongo que empecemos por lo que no está en los papeles.
—Todo está ahí —dijo Hansson atónito—. Si hay algo que los policías aprendemos es a escribir informes.
—Creo que quieres saber nuestra opinión —interrumpió Wallander—. ¿Es correcto?
Mats Ekholm asintió.
—Existe una regla psicológica básica que dice que los policías nunca buscan la nada —dijo—. Si no sabes qué aspecto tiene el autor del delito, le pones un sustituto. Alguien al que muchos policías creen ver solamente de espaldas. Pero muchas veces ocurre que esa imagen fantasmagórica se asemeja al delincuente al que finalmente se atrapa.
Wallander reconoció sus propias reacciones en la descripción que hizo Mats Ekholm. En su mente siempre trataba de crear una imagen del culpable mientras duraba la investigación. Nunca buscaba en un vacío total.
—Se han cometido dos asesinatos —continuó Mats Ekholm—. El modo de actuar es el mismo, aunque hay unas diferencias interesantes. A Gustaf Wetterstedt le han matado por la espalda. El asesino le asestó el hachazo en la espalda, no en la cabeza. Cosa que también es interesante. Ha elegido la alternativa más difícil. ¿O tal vez quiso evitar romperle la cabeza a Wetterstedt? No lo sabemos. Después del crimen le arranca la cabellera y se toma tiempo para ocultar el cuerpo. Si analizamos qué le ocurrió a Carlman podemos identificar las semejanzas y diferencias fácilmente. También a Carlman le han asestado un hachazo. También a él le arrancaron un trozo de la cabellera. Pero le han matado de frente. Tiene que haber visto al que le asesinó. Además, el homicida eligió una ocasión en la que había muchas personas por los alrededores. El riesgo de ser descubierto es por tanto relativamente grande. No se molesta en intentar ocultar el cuerpo. Se da cuenta de que sería complicado. La primera pregunta que podríamos plantearnos es sencilla: ¿qué es lo más importante? ¿Las semejanzas o las diferencias?
—Mata —dijo Wallander—. Ha elegido a dos personas. Planifica. Tiene que haber visitado la playa de delante de la casa de Wetterstedt en varias ocasiones. Incluso se tomó tiempo para desenroscar una bombilla y dejar a oscuras la zona entre el jardín y el mar.
—¿Sabemos si Gustaf Wetterstedt solía dar un paseo vespertino por la playa? —preguntó Mats Ekholm.
—No —dijo Wallander—. En realidad no lo sabemos. Pero naturalmente debemos averiguarlo.
—Continúa con tu razonamiento —pidió Mats Ekholm.
—En apariencia, el modelo es totalmente diferente en el caso de Carlman —dijo Wallander—. Rodeado de gente en una verbena de San Juan. Pero tal vez el asesino no lo vio así. Quizá pensó aprovecharse de la soledad que también se da como parte integrante de una fiesta, donde, al final, nadie ve nada. Siempre resulta más difícil obtener imágenes detalladas cuando la gente de una muchedumbre tiene que recordar.
—Para encontrar una respuesta debemos examinar las alternativas que puede haber tenido —añadió Mats Ekholm—. Arne Carlman era un hombre de negocios que se movía mucho. Siempre estaba rodeado de gente. Tal vez la fiesta fuese una buena elección.
—Las semejanzas y las diferencias —dijo Wallander—. ¿Qué es por tanto lo decisivo?
Mats Ekholm abrió los brazos.
—Naturalmente es demasiado pronto para contestar a eso. Lo que podemos intuir es que planifica sus actos con cuidado y que tiene mucha sangre fría.
—Arranca las cabelleras —dijo Wallander—. Colecciona trofeos. ¿Qué significa eso?
—Ejerce su poder —respondió Mats Ekholm—. Los trofeos son la prueba de sus actos. Para él no es muy diferente de lo que hace un cazador cuando cuelga la cornamenta de un alce en la pared de su casa.
—Pero la elección de arrancar cabelleras —continuó Wallander—, ¿por qué eso precisamente?
—No es tan extraño —dijo Mats Ekholm—. No quiero parecer cínico, pero ¿qué parte de una persona queda mejor como trofeo? Un cuerpo humano se descompone. Un trozo de piel con cabello es más fácil de conservar.
—Aun así no puedo dejar de pensar en los indios —dijo Wallander.
—Naturalmente no podemos excluir que tu asesino tenga una obsesión por un guerrero indio —prosiguió Mats Ekholm—. Las personas que se encuentran en un terreno psicológico fronterizo a menudo eligen ocultarse bajo la identidad de otra persona. O se convierten en un ser mitológico.
—El terreno fronterizo —dijo Wallander—. ¿Qué significa eso?
—Tu asesino ya ha cometido dos homicidios. No podemos excluir del todo que su intención sea continuar, puesto que desconocemos su móvil. Eso significa que probablemente haya traspasado los límites psicológicos, lo que supone que se ha liberado de todas las inhibiciones. Una persona puede cometer un asesinato o un homicidio sin premeditación. Un asesino que repite sus actos sigue unas leyes psíquicas totalmente diferentes. Se encuentra en un terreno crepuscular donde sólo le podemos seguir en parte. Todos los límites los ha establecido él mismo. Aparentemente puede que viva una vida completamente normal. Puede que vaya al trabajo cada mañana, que tenga una familia y dedique sus tardes a jugar al golf o a cuidar las plantas del jardín. Puede que esté sentado con sus hijos viendo las noticias que hablan de los asesinatos que él mismo ha cometido. Sin que le delate el mínimo gesto, puede horrorizarse de que personas así anden sueltas. Tiene dos identidades que domina por completo. Maneja sus propios hilos. Es la marioneta y el marionetista a la vez.