—¿Su partido político? —preguntó Ann-Britt Höglund.
Wallander asintió con la cabeza.
—A eso iba. ¿Todavía tenía responsabilidades políticas? ¿Frecuentaba a sus viejos amigos del partido? Eso también habrá que aclararlo. ¿Existe algo en su pasado que pueda indicar un posible motivo?
—Desde que se conoció la noticia, han llamado dos personas para confesar el asesinato —dijo Svedberg—. Uno llamó desde una cabina telefónica en Malmö Estaba tan borracho que apenas se entendía lo que decía. Hemos pedido a los colegas de Malmö que le interroguen. El otro que llamó está en la cárcel de Österåker. Su último permiso fue en febrero. Es evidente que Gustaf Wetterstedt todavía despierta sentimientos encontrados.
—Los que llevamos el tiempo suficiente en el cuerpo sabemos que también es válido para la policía —dijo Wallander—. Durante su época como ministro sucedieron cosas que ninguno de nosotros ha olvidado. De todos los ministros de Justicia y jefes nacionales de policía habidos, Wetterstedt fue el que menos nos defendió.
Repasaron las diferentes tareas y las distribuyeron. Wallander hablaría con la asistenta de Wetterstedt. Decidieron reunirse a las cuatro aquella misma tarde.
—Nos quedan dos cosas —añadió Wallander—. En primer lugar, nos asaltarán los fotógrafos y los periodistas. Esto es algo que les encanta a los medios de comunicación. Veremos grandes titulares con palabras como «el asesino de cabelleras» y «el asesinato de las cabelleras». Vale más dar la información a la prensa hoy mismo. Me gustaría no tener que encargarme de ello.
—No puede ser —dijo Svedberg—. Tienes que asumir la responsabilidad. Aunque no quieras, tú eres el que lo hace mejor.
—Pero no quiero estar solo —dijo Wallander—. Quiero a Hansson conmigo. Y a Ann-Britt. ¿Digamos a la una?
Estaban a punto de acabar la reunión cuando Wallander les pidió que esperaran.
—Tampoco podemos dejar las investigaciones sobre la chica que se suicidó en el campo de colza —dijo.
—¿Quieres decir que están relacionados? —preguntó Hansson asombrado.
—Claro que no —contestó Wallander—. Sólo que tenemos que intentar disponer de tiempo para averiguar su identidad a la vez que trabajamos con Wetterstedt.
—No hemos recibido ninguna respuesta afirmativa en nuestra búsqueda de datos —dijo Martinsson—. Tampoco en la combinación de iniciales. Pero prometo seguir ocupándome del asunto.
—Alguien debe de echarla de menos —continuó Wallander—. Una chica joven. Me parece raro.
—Es verano —dijo Svedberg—. Mucha gente joven se mueve de aquí para allá. Pueden pasar un par de semanas antes de que empieces a echar de menos a una persona.
—Tienes razón —admitió Wallander—. Tendremos que tener paciencia.
A las ocho menos cuarto se levantaron. Wallander había dirigido la reunión a buen ritmo, ya que a todos les esperaba mucho trabajo. Cuando entró en su despacho, repasó rápidamente los avisos de llamadas telefónicas. No había nada que pareciera urgente. Sacó una libreta de un cajón y escribió el nombre de Gustaf Wetterstedt arriba de todo en la primera página.
Luego se recostó en la silla y cerró los ojos. «¿Qué es lo que me explica su muerte? ¿Quién le asesta un hachazo y le corta la cabellera?»
Wallander volvió a inclinarse sobre la mesa.
Escribió: «Nada indica que Gustaf Wetterstedt fuese atracado y asesinado, aunque por supuesto todavía no se puede excluir del todo esa posibilidad. Tampoco es un asesinato casual, a no ser que haya sido cometido por un loco. El asesino se ha tomado su tiempo para esconder el cuerpo. Entonces queda el motivo de la venganza. ¿Quién quería vengarse de Gustaf Wetterstedt como para verlo muerto?».
Wallander dejó el bolígrafo y leyó lo que había escrito con un desagrado que iba en aumento.
«Es demasiado pronto», pensó. «Saco conclusiones imposibles. Tengo que saber más.»
Se levantó y abandonó la habitación. Cuando salió de la comisaría había dejado de llover. El meteorólogo del aeropuerto de Sturup había acertado. Se fue directamente a la casa de Wetterstedt.
La playa continuaba acordonada. Nyberg ya estaba en su sitio, y, junto con sus colaboradores, estaba quitando las lonas que cubrían una zona de la playa. Esa mañana había muchos curiosos al otro lado del cordón policial. Wallander abrió la puerta exterior con el manojo de llaves de Wetterstedt y se dirigió derecho al despacho. Continuó la búsqueda metódica que Ann-Britt Höglund había empezado la noche anterior. Tardó menos de media hora en averiguar el nombre de la mujer a la que Wetterstedt había llamado «chacha». Se llamaba Sara Björklund y vivía en Styrbordsgången. Wallander sabía que estaba situado pasado los grandes almacenes, en la entrada oeste de la ciudad. Acercó el teléfono que estaba en el escritorio y marcó el número. Después de ocho tonos alguien descolgó al otro lado. Wallander oyó contestar una voz ronca de hombre.
—Pregunto por Sara Björklund —dijo Wallander.
—No está en casa —respondió el hombre.
—¿Dónde la puedo encontrar?
—¿Quién es usted? —dijo el hombre hurañamente.
—Kurt Wallander, de la policía de Ystad.
Se produjo un largo silencio al otro lado.
—¿Está usted ahí? —dijo Wallander sin preocuparse por ocultar su impaciencia.
—¿Tiene que ver con la muerte de Wetterstedt? —quiso saber el hombre—. Sara Björklund es mi mujer.
—Necesito hablar con ella.
—Está en Malmö. No volverá hasta esta tarde.
—¿Cuándo la puedo encontrar? ¿A qué hora? ¡Procure ser exacto!
—Seguramente estará en casa hacia las cinco.
—Entonces iré a verles a las cinco —dijo Wallander, y colgó.
Dejó la casa y se fue hasta Nyberg. Tras la zona acordonada por la policía se agolpaban los curiosos.
—¿Has encontrado algo? —preguntó.
Nyberg estaba con un cubo de arena en la mano.
—Nada —dijo—. Pero si le han matado aquí y ha caído sobre la arena tiene que haber sangre. Quizá no de la espalda. Pero sí de la cabeza. La sangre tiene que haber salido a chorros. Tenemos venas muy grandes en la frente.
Wallander asintió con la cabeza.
—¿Dónde encontrasteis el aerosol? —preguntó a continuación.
Nyberg señaló un punto por fuera de la zona acordonada.
—Dudo que tenga que ver con esto —agregó Wallander.
—Yo también —continuó Nyberg.
Wallander estaba a punto de volver a su coche cuando recordó que tenía otra pregunta para Nyberg.
—La farola que está junto a la puerta del jardín no funciona —dijo—. ¿Puedes echarle un vistazo?
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Nyberg—. ¿Cambiar la bombilla?
—Sólo quiero saber por qué no funciona —dijo Wallander—. Nada más.
Regresó a la comisaría. El cielo estaba gris. Pero no llovía.
—Están llamando los periodistas todo el rato —le informó Ebba cuando pasó por la recepción.
—Los recibiremos con mucho gusto a la una —contestó Wallander—. ¿Dónde está Ann-Britt?
—Salió hace un rato. No me dijo adónde iba.
—¿Y Hansson?
—Creo que está con Per Åkeson. ¿Quieres que lo localice?
—Tenemos que preparar la rueda de prensa. Haz que pongan más sillas en la sala de conferencias. Habrá mucha gente.
Wallander entró en su despacho y empezó a preparar lo que le iba a decir a la prensa. Después de una media hora, Ann-Britt Höglund llamó a la puerta.
—Me fui a la granja de Salomonsson. Creo que he resuelto el problema de dónde sacó la chica toda la gasolina.
—¿Salomonsson tenía un almacén de gasolina en su establo?
Movió la cabeza afirmativamente.
—Una cosa resuelta —dijo Wallander—. Eso puede indicar que fue caminando hasta el campo de colza. No necesariamente en coche o en bicicleta. Puede haber llegado a pie.
—¿Crees que Salomonsson la conocía? —preguntó.
Wallander reflexionó un momento antes de contestar.
—No —dijo después—. Salomonsson no mintió. No la había visto nunca.
—Por tanto la chica viene a pie desde algún sitio. Entra en el establo de Salomonsson y encuentra unos cuantos bidones de gasolina. Se lleva cinco de ellos hasta el medio del campo de colza. Luego se prende fuego a sí misma.
—Más o menos así —dijo Wallander—. Aunque logremos saber su identidad, nunca sabremos toda la verdad.
Fueron a buscar café y hablaron de lo que dirían en la rueda de prensa. Eran cerca de las once cuando Hansson se unió a ellos.
—He hablado con Per Åkeson —dijo—. Dice que se pondrá en contacto con el fiscal general del Estado.
Wallander levantó atónito la cabeza de sus papeles.
—¿Por qué?
—Gustaf Wetterstedt fue una vez una persona importante. Hace diez años asesinaron al primer ministro del país. Ahora encontramos a un ministro de justicia muerto a hachazos. Supongo que quiere averiguar si la investigación de este asesinato debe llevarse de una manera especial.
—Si todavía fuese ministro de Justicia lo comprendería —dijo Wallander—. Pero ahora era un viejo pensionista sin responsabilidades públicas desde hacía mucho tiempo.
—Habla tú mismo con Åkeson —sugirió Hansson—. Yo sólo te cuento lo que me ha dicho.
A la una se sentaron en el pequeño estrado al fondo de la sala de conferencias. Habían acordado intentar hacer lo más breve posible el encuentro con la prensa. Lo más importante era procurar evitar excesivas especulaciones salvajes e infundadas. Por eso habían decidido ser conscientemente vagos al responder sobre cómo habían matado a Wetterstedt. No dirían nada sobre la cabellera cortada.
La sala estaba llena a rebosar de periodistas. Tal y como Wallander había imaginado, los periódicos nacionales habían decidido que el asesinato de Gustaf Wetterstedt era un asunto importante. Wallander contó hasta tres cámaras de televisión diferentes cuando pasó la mirada por encima de los congregados.
Después, cuando todo acabó y se marchó el último periodista, Wallander se dio cuenta de que todo había ido sorprendentemente bien. Habían ofrecido respuestas escuetas y habían aludido a razones técnicas para la investigación que imposibilitaban una apertura más amplia o informaciones más detalladas. Finalmente los periodistas comprendieron que no podrían traspasar el muro invisible que Wallander había construido alrededor de él y de sus colegas. Cuando los informadores abandonaron la sala se dejó entrevistar por la radio local, mientras Ann-Britt Höglund se colocaba delante de una de las cámaras de televisión presentes. La miró y pensó que estaba contento de no tener que ser, por una vez, el visible.
Al final de la rueda de prensa, Per Åkeson entró discretamente en la sala y se situó detrás de todos. Abordó a Wallander cuando éste se disponía a salir.
—Me dijeron que ibas a llamar al fiscal general del Estado —dijo Wallander—. ¿Te ha dado instrucciones?
—Quiere que le mantengamos informado —contestó Per Åkeson—. De la misma manera que tú tienes que informarme a mí.
—Tendrás un resumen cada día —dijo Wallander—. Y en cuanto tengamos una posible brecha en la investigación.
—¿No tienes nada decisivo aún?
—Nada.
El equipo de investigación se reunió a toda prisa a las cuatro. Wallander sabía que ahora tocaba trabajar, no elaborar informes. Sólo hizo una rápida ronda alrededor de la mesa antes de pedir a cada uno que volviera a lo suyo. Decidieron encontrarse de nuevo a las ocho del día siguiente si no ocurría nada que influyese en la investigación de manera importante.
Poco antes de las cinco, Wallander dejó la comisaría y se fue a Styrbordsgången, donde vivía Sara Björklund. Era una zona de la ciudad a la que Wallander casi nunca iba. Aparcó el coche y entró por la verja del jardín. La puerta se abrió antes de que llegase a la casa. La mujer que le esperaba era más joven de lo que se había imaginado. Calculaba que tendría unos treinta años. Y para Gustaf Wetterstedt había sido una «chacha». Se preguntó rápidamente si ella sabía lo que Wetterstedt le había llamado.
—
Buenos días
—saludó Wallander—. Llamé esta mañana. Sara Björklund, ¿eres tú?
—Le he reconocido —dijo, y asintió con la cabeza.
Le invitó a entrar. En el salón había preparado un plato con bollos y café en un termo. Desde el piso de arriba Wallander pudo oír a un hombre regañar a unos niños que hacían ruido. Wallander se sentó en una silla y miró a su alrededor. Era como si esperase encontrar uno de los cuadros de su padre colgando en una de las paredes. «En realidad es lo único que falta», pensó con rapidez. «Aquí está el pescador, la cíngara y el niño que llora. Solamente falta el paisaje de mi padre. Con o sin urogallo.»
—¿Quiere café? —preguntó.
—Tutéame —dijo Wallander—. Sí, por favor.
—A Gustaf Wetterstedt no se le podía tutear —dijo de repente—. A él se le tenía que llamar señor Wetterstedt. Me dio órdenes estrictas sobre ello cuando empecé a trabajar para él.
Wallander se sintió agradecido por poder hablar sin rodeos de lo que era importante. Sacó del bolsillo un pequeño bloc de notas y un bolígrafo.
—Por tanto ya sabes que a Gustaf Wetterstedt le han matado —empezó.
—Es terrible —dijo—. ¿Quién puede haberlo hecho?
—Eso es lo que nos preguntamos todos —respondió Wallander.
—¿De verdad estaba en la playa? ¿Debajo de ese bote tan feo? ¿El que se veía desde el piso superior?
—Sí —afirmó Wallander—. Pero empecemos desde el principio. ¿Hacías la limpieza en casa de Wetterstedt?
—Sí.
—¿Cuánto hacía que trabajabas allí?
—Casi tres años. Me quedé sin empleo. Esta casa cuesta dinero y tuve que empezar a limpiar. Encontré el trabajo por un anuncio en el periódico.
—¿Con qué frecuencia ibas allí?
—Dos veces al mes. Cada dos jueves.
Wallander tomaba nota.
—¿Siempre los jueves?
—Siempre.
—¿Tenías llaves propias?
—No. Nunca me las hubiera dado.
—¿Por qué dices eso?
—Cuando estaba en su casa vigilaba cada paso que daba. Era muy irritante. Pero pagaba bien.
—¿Nunca notaste nada especial?
—¿Cómo qué?
—¿No había otras personas?
—Nunca.
—¿Celebraba fiestas, cenas?
—Que yo sepa, no. No había nunca platos que fregar cuando yo llegaba.
Wallander reflexionó antes de seguir.
—¿Cómo lo describirías como persona?
La respuesta llegó rápida y decidida.