Read La fábrica de hombres y otros relatos Online
Authors: Oskar Panizza
—A pesar de todo —repliqué—, yo he conseguido salvar el pellejo.
—Mejor para usted —exclamó el picapedrero, y agitó el martillo cubierto de polvo blanco—, mejor para usted; siga su camino, no vuelva la vista atrás, ¡y olvídese del matadero...!
—Ja, ja, ja, ja, ja —se oyó un balido como el de la pocilga, que procedía del interior del bosque.
Instintivamente, me puse en camino. Saludé al picapedrero y seguí por la carretera a buena marcha, sin volver la vista atrás durante una hora.
Tienen un aspecto agradable vestidos y desnudos, pero un color mortal; suben la plaza en dos filas, sólo se pueden ver como si fueran una aparición, no hablan, y al poco tiempo descienden de nuevo a la tumba.
El Misterio de Lucerna
La Resurrección de los Muertos
En una de mis solitarias caminatas por el Tirol me perdí al atardecer. Como consecuencia de haber seguido una señal oblicua por la tarde, me encontraba todavía en medio del bosque, ya muy entrada la noche, teniendo que haber llegado a mi destino a la caída del sol. Finalmente llegué a un pueblo, que sin embargo no suponía que estuviera en esta región, ni recordaba que viniera en uno de mis mapas. Serían entonces las once de la noche. Todas las puertas estaban cerradas, los cristales de las ventanas sumidos en la oscuridad. Buscando un lugar para pasar la noche, llamé a una de estas puertas, cuyo ruido de plomo formaba las palabras «¡Zinsblech! ¡Zinsblech!» Pero éste era sólo el sonido de los pequeños cristales redondos, engastados en plomo; los cristales grandes, donde llamé para que me dejaran entrar sonaban: «¡Pinzgau!» «¡Pinzgau!»
En ninguna parte la respuesta de una voz humana. Después de unos pocos pasos, me encontré donde parecía brillar la única luz del lugar, gracias a cuyo resplandor conseguí leer: Municipio de Zinsblech; partido judicial de Pinzgau. Seguían algunas indicaciones sobre la zona de reclutamiento, recaudación de impuestos, etc., y al final decía: «El regalo del pueblo se puede conseguir en la casa número 666.»
Después de haber caminado por varias calles totalmente desiertas, llamando —«¡Zinsblech!» «¡Pinzgau!»—, de haber tenido la desgracia de romper un cristal, que respondió al asesinato de su propio yo con un estertor ruidoso: «¡Grinzsau!», llegué a la iglesia. Un edificio alargado de sobrio estilo románico y formas imponentes; por fuera de tosca argamasa; el tejado de pizarra; en el extremo una alta torre con el tejado del campanario dentado, sobre cuya aguja puntiaguda había una cruz dorada, y sobre ésta un gallo. Curiosamente, la puerta de la iglesia, pintada de verde de Schweinfurt, estaba abierta de par en par. Entré, y después de haber chocado con un incensario de cobre que me respondió con un sonido desvaído: «¡Prinzfrech!», fui acercándome con prudencia a través de las sillas hasta el altar. Reinaba un silencio absoluto. Estaba tan cansado que me acosté provisionalmente.
A pesar de que cuando entré estaba todo completamente oscuro, pude, después de poco tiempo, distinguir siluetas, huecos y prominencias a grandes rasgos. Los altares estaban decorados, según las costumbres de las iglesias del país, con bandejas enmarcadas, sobre las cuales había escritas sentencias latinas, con candelabros plateados y campanillas, todo de un aspecto muy sencillo y modesto. A lo largo de las paredes encaladas se erguían sobre pedestales apóstoles, mártires y santos locales, con sus instrumentos y símbolos característicos en la mano. Las caras, posturas y trajes estaban representados de una manera exageradamente pomposa y patética, que el tardío rococó de mediados de siglo había llevado hasta la última iglesia rural. A la derecha de la larga ventana, en la cual se había clavado mi mirada involuntariamente antes de dormirme, se encontraba una imagen de San Pedro con una cabeza barbuda, vuelta hacia un lado, cuyos extraños rasgos sarcásticos expresaban orgullo y picardía al mismo tiempo. Parecía mirar a Jeremías, que se encontraba en la ventana de enfrente sosteniendo, confundido y triste, su rollo de papel con el brazo caído; parecía mirar también a través de la ventana, tendiendo su gran llave negra convenientemente hacia la luz de la luna, que se deslizaba a lo largo del techo y recorría lentamente una de las naves laterales de la iglesia. Con esta visión me dormí.
No puedo decir cuánto tiempo estuve dormido; de repente recibí un golpe en el costado que parecía causado por un objeto duro, y, despertándome, vi ante mí un hombre vestido con un traje largo y rojo, que llevaba bajo el brazo una gran cruz de madera retorcida; era esta cruz la que me había golpeado. El hombre no reparó en mí en absoluto, sino que se encaminó, grave y solemne, hacia el altar. Y entonces me di cuenta de que sólo era uno de los muchos que salían entre las sillas, formando una larga fila que se dirigía hacia el altar. Toda la iglesia estaba suntuosamente iluminada, clara como el día. En todos los altares ardían velas. En el coro, el órgano emitía un zumbido adormecedor. El incienso y el humo de las velas se condensaba en capas grises entre las columnas encaladas y la bóveda. En la misteriosa y sigilosa procesión distinguí numerosas figuras extrañas. Al frente de ella caminaba una espléndida mujer con un vestido azul y estrellado, los pechos libres, el izquierdo medio descubierto; pecho y vestido estaban atravesados por una espada, de tal modo que ésta, clavada en el extremo de la tela, parecía destinada a impedir que se cayera el vestido. Miraba fijamente hacia el techo encalado con una sonrisa extática, llevaba los brazos cruzados sobre el pecho con un gesto fervoroso, de modo que causaba la impresión de sentir regocijo interiormente por algún pensamiento (vuelvo a hacer notar que la espada estaba clavada hasta el puño cerca de la axila izquierda).
Iba la primera. En la fila siguiente no pocos llamaban la atención por sus extrañas indumentarias. La mayoría llevaba algún objeto en la mano. Uno, una sierra; otro una cruz; un tercero una llave; un cuarto un libro; otro, incluso, un águila; y otro un cordero en los brazos. Nadie se asombraba de los demás. Nadie hablaba con nadie. Tres escalones conducían de la nave al estrado donde se encontraba el altar. Cada uno esperaba sosteniendo un objeto de una forma determinada, hasta que el que le precedía había subido los tres escalones para no tropezar con él. Lo que más me extrañó es que nadie se extrañara de mi presencia. Permanecí totalmente ignorado. Y hasta el hombre que me había golpeado con su cruz retorcida parecía no haberse dado cuenta de ello en absoluto. Una segunda persona femenina destacaba en la procesión por su actitud patética: una mujer rubia, ya entrada en años, con rasgos bonitos, pero apergaminados y marchitos. Llevaba un traje totalmente blanco, sin pliegues ni galones, y la cintura atada con una cuerda. Esta cuerda era dorada; los pechos estaban totalmente descubiertos; sin embargo, nadie se fijaba en estos pechos turgentes. Amplios mechones rubios, sueltos, caían ondulados por toda la espalda. Llevaba la cabeza hundida sobre el pecho y miraba con desesperación sus manos, que no estaban cruzadas como es costumbre, sino abiertas hacia delante (como lo hacen en el teatro los desesperados.) Lágrimas brotaban sin cesar de sus pestañas, que caían desde allí directamente sobre sus pechos, desde aquí sobre el vestido e incluso sobre los pies, que de vez en cuando se dejaban ver debajo del vestido.
Sería imposible enumerar a todos los que iban subiendo en silencio y con naturalidad, como si se tratara de un ejercicio habitual. Pero el hombre de la mueca retorcida, que al principio tendía tan enérgicamente las llaves hacia la luz de la luna y a quien antes de dormirme había observado sobre su pedestal sin querer, estaba también con ellos. A pesar de la música monótona del órgano, no había dejado de percibir desde que me desperté un extraño ruido chirriante a mis espaldas, en el altar. Volví la vista y observé a un hombre muy alto vestido completamente de blanco; susurraba sin cesar hacia la procesión que pasaba a su lado y que a veces se paraba ante él: «¡Tomad y comed! ¡Tomad y comed!» Era una figura indescriptiblemente fina; delgada, de miembros gráciles, perfil espiritual, nariz griega y amplios rizos ondulados y oscuros que caían sobre las sienes, las orejas y la nuca; un vello transparente y pueril crecía alrededor de la barbilla y los labios. Observé, sin embargo, que sus manos estaban ensangrentadas. Se encontraba en el extremo izquierdo del altar y ponía una pieza redonda pintada de blanco en la boca de los hombres de la procesión, que de dos en dos se detenían ante él, se arrodillaban en un reclinatorio rojo y miraban hacia el techo, parpadeando extasiados; y seguía susurrando: «¡Tomad y comed! ¡Tomad y comed!», y, detrás del altar, las paredes cóncavas repetían: « ¡Tomad y comed!»
Hasta aquí todo iba bien. Sin embargo me intrigaba saber de dónde sacaba este hombre las piezas blancas y redondas. Era cierto que metía la mano sin cesar en el peto de su vestido; pero era imposible que allí hubiera un almacén, un bolso o algo parecido de monedas blancas. Por un lado porque el reparto seguía eternamente y no tocaba a su fin; por otro, porque no llevaba ropa interior, como claramente se podía ver; y, finalmente, porque el pecho de este hombre consumido era tan raquítico que lo que se podía percibir de perfil tenía que formar parte necesariamente del cuerpo. También hundía tanto la mano fina y extremadamente delgada que no me cabía ninguna duda, a no ser que mis sentidos me engañaran, de que sacaba monedas de doce cruzados de su propio cuerpo.
Como decía, hasta aquí todo iba bien: la gente, la mujer con la espada clavada en el pecho —que marchaba al frente de la procesión—, daba la vuelta al altar para volver por la derecha a sus sitios en los bancos de la iglesia. ¿Pero qué ocurría en el lado derecho?
Allí se encontraba un hombre análogo —más Pegaso mitológico que ser humano— con una sotana negra de predicador protestante y el babero cuadrado y blanco en el pecho, detrás del cual aparecía un cuello oscuro y peludo; la sotana del predicador se abría a la altura del trasero, de donde salía una negra cola prensil, parecida a la de los monos, de una longitud tan respetable que pasaba a lo ancho del altar y tocaba sin cesar la espalda del hombre blanco que ejercía su oficio en el lado izquierdo. Debajo de la sotana se podían ver dos pies parecidos a pezuñas, y arriba, en el cuello del predicador, reposaba una cabeza cuya cabellera salvaje, unida al color amarillento de la piel, a sus rasgos arrugados de pensador, a una nariz aplastada, no se quedaba muy atrás de una cara de profesor alemán en cuanto a su fealdad. Unas gafas doradas completaban esta fisonomía, compuesta de irritación, amargura y asco. Era extraño que hiciera, a la manera de un péndulo, casi los mismos movimientos que su vis a vis blanco —o espalda a espalda— en el otro lado del altar.
Sostenía una copa negra en la mano, de la cual daba a beber a su comunidad, que desfilaba ante él de una manera semejante a la del otro lado. Al hacer esto, gritaban con voz ronca y estrepitosa cada vez que una persona se arrodillaba ante él: «¡Tomad y bebed!» Y cada vez daba una vuelta a la copa por la espalda, pasando por el trasero, para posarla después en los labios de la persona siguiente. ¿De qué clase de comunidad se trataba en este lado derecho? Una comunidad extraña y de una naturaleza totalmente diferente a la del otro lado. Al frente se encontraba un hombre con nariz larga y barbilla roma, un tricornio en la cabeza, el cuerpo extenuado y embutido en un uniforme francés a la Luis XV, un faldón rojo plegado hacia atrás, una espada en el costado, una muleta en la mano derecha, y por añadidura, una flauta bajo el brazo izquierdo; llevaba siempre la cabeza ladeada, tenía la mirada muy expresiva y parecía saber exactamente lo que hacía.
Además, había un tipo distinguido y elegante, vestido con traje español, camiseta casi hasta la cintura, calzones bombachos, jubón acolchado semejante a un caparazón, y encima de todo, una capa corta, bordada en oro, a la Philipp II, zapatos de hebillas, sombrero de terciopelo con plumas de avestruz; la cara envejecida, pero de expresión pícara.
Subía los tres escalones del altar bailoteando con la espada reluciente y desenvainada y canturreando el aria del Champán de Mozart, mientas se preparaba de buena gana para las ceremonias del predicador de la negra cola. Entre las mujeres observé a una con un traje griego blanco con volante dorado, brazos desnudos y brazaletes de oro, y pechos seductores medio descubiertos; sobre la cabeza, rubia y fina, una diadema real, y bajo el brazo una lira; con su conducta alegre y casi desenvuelta hacía un fuerte contraste con la rubia sollozante del otro lado.
Había todavía más tipos extraños, que parecían llegados de todas las regiones y épocas. Había uno que arrastraba un traje de maestro largo y oscuro, una gorra encima de una cara grave, sombría y cavilosa, de escolástico, debajo del brazo un libro misterioso con letras bohemias, que iba en la fila silencioso con la mirada clavada en el suelo. Justo detrás de él iba una chica de rostro suave y blando, que llevaba una barbuda cabeza cortada en una fuente. La cabeza parecía de un pensador, la chica sonreía y parecía ocupada en pensamientos alegres. Pero la figura que más destacaba con diferencia en toda la procesión era un hombre bajo y corpulento de fuertes huesos, cara redonda y bien afeitada, cuello de toro, vestido con un traje negro de predicador (el mismo que llevaba el hombre de la cola que estaba a la derecha del altar), que andaba con la cabeza levantada y expresión altiva; bajo el brazo izquierdo, una biblia; bajo el derecho, una monja. Esta era la única pareja en toda la procesión.
Como ya decía más arriba, hasta aquí la cosa iba bastante bien. Y la cosa hubiera seguido yendo bastante bien: la procesión de la izquierda marchaba, como suponía, dando la vuelta al altar por la derecha, y la de la derecha por la izquierda, para regresar de este modo a sus sillas respectivas. Pero ¿qué podría pasar si estas dos procesiones de índole tan heterogénea se encontraban detrás del altar? ¡Y tenían que acabar haciéndolo!
Desgraciadamente yo me perdí este encuentro. Mientras seguía ocupado examinando sobre todo la procesión de la derecha, oí de repente una carcajada ronca y aguda. Me volví y vi al hombre de la cola negra, que estaba en el lado derecho ofreciendo la copa con el contenido sospechoso, volver la vista con una mueca llena de escarnio hacia el otro lado, donde estaba el hombre tierno y pálido, rígido como un muerto. Detrás del altar vi los extremos de ambas procesiones, que se observaban con expresiones de desconfianza. En ese momento se apagaron todas las velas; un denso vapor sulfuroso se expandió por toda la casa abovedada; el sonido adormecedor del órgano fue interrumpido por un grito agudo y agrio, semejante a un acorde metálico, como si hubieran destrozado un tubo del órgano con un hacha. Se formó un horrible tumulto. Se oyeron caer objetos duros, chocar instrumentos contra el suelo, candelabros y fuentes, gemidos femeninos y juramentos masculinos, risas y gritos, mezclado todo ello con una voz gutural y burlona (que, según creo, pertenecía al hombre negro), con un extraño acento judío: «Sí, sí, ¡Tomad y comed! Sí, sí ¡Tomad y bebed!»