La fábrica de hombres y otros relatos (9 page)

BOOK: La fábrica de hombres y otros relatos
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Entonces, una sacudida, y el monstruo amarillo desnudo se nos echó encima, muy cerca, como si quisiera olernos. Oí entonces el siseo y pataleo de las ruedas laterales. De hecho, era totalmente amarillo. La chimenea, salvo una pequeña raya negra en la parte superior, estaba pintada de un intenso amarillo de salamandra hasta el vientre. De una manera inquietante, avanzaba con rapidez la tosca cubeta sucia, sin avanzar realmente, ya que siempre estábamos a la misma altura. De pronto, otra leve sacudida, y entonces... entonces la cosa estaba como mucho a diez metros de nosotros, en el mar, muy cerca, se podía tocar, de modo que otro cambio de rumbo tendría como consecuencia, sin duda, un choque. No pude evitar mirar a mi alrededor para buscar al capitán y cerciorarme de que en caso de emergencia se darían señales al osado vapor. Pero, para mi sorpresa, todo lo que me rodeaba, pasajeros y tripulación, se encontraban tumbados, abúlicos y somnolientos, en el suelo o en los bancos, tomando el sol envueltos en el aire blando.

Me vino la idea de que esta aparición tenía algún significado. Me vino la idea obsesiva de que todo estaba ahí a causa de mí. Como un holandés supersticioso que se encuentra ante un animal repugnante, me advertí a mí mismo que el ataque podía estar dirigido contra mí. Toda la cubierta del otro barco era lisa, como rasurada. Vi las estrechas planchas de madera unidas por alquitrán. En ninguna parte un capitán. En ninguna parte un timonel. Todo dirigido subterráneamente desde la cámara de calderas. ¿Y si el barco fuera una alucinación mía? Esto estaba descartado, ya que sentí en mi propio barco la oscilación del oleaje que provocaba el vapor sospechoso. Y vi cómo cambiaban los reflejos del sol en el casco cuando se producían pequeños movimientos en el barco amarillo. Como un animal furioso se arrastraba el cacharro en ebullición, sin avanzar mucho en realidad. No se veía a nadie en las ventanillas. Las trampillas de la bodega estaban obstruidas y cerradas. Como una locomotora enloquecida cuyo maquinista hubiera sido arrojado en una curva.

Y sobre este barco solitario que nos había alcanzado y navegaba incansable paralelo a nosotros, una viejecita estaba sentada atrás, escondida en un banco estrecho, vestida con un traje antiguo y una bufanda amarilla con flores, lo que se llamaba una bufanda persa, que se llevaba hace más de treinta años como una joya pero que ahora se considera de un mal gusto insoportable. Estaba sentada allí tranquila, ensimismada, como siempre estuvo, ya que yo conocía a esta viejecita. En el regazo tenía, cogido por el brazo derecho, un pequeño bolso de cuero raído, y la mano derecha parecía contar viejas monedas de plata, el precio del pasaje. ¿Cómo había llegado esta pobre vieja hasta aquí? En un barco que navega desde el Canal de la Mancha, o desde Francia, o desde donde sea, hacia el norte, tal vez a Noruega. No tenía confianza en mi percepción. Entonces supe que era dudoso que los demás pasajeros vieran ese vapor amarillo alucinante. ¿Pero qué son nuestras ideas y reflexiones ante semejante monstruo devorador, que vuela salpicando y rugiendo a pocos metros, como un animal sediento? ¿Qué es nuestra voluntad frente a tal apariencia poderosa? ¿Y existe una diferencia tan grande entre un vapor producto de la alucinación y uno real? ¿No están los dos en nuestra cabeza? ¡Y justo ese vapor, sólo ése, acaso producto de la alucinación, me concierne sólo a mí, especialmente a mí! ¡Es la expresión de mis sentidos, de una fuerza desconocida dentro de mí, que no puedo percibir de otra manera! ¡Sólo yo podía conocer a esa viejecita! De repente, fui arrastrado en mi interior y no pude seguir analizando. No pude resistirme. Las ideas huyen... Toda la miseria de mi juventud irrumpió en ese momento como una sucia marea amarilla en mi alma. Toda la letanía de las sempiternas amonestaciones morales, sentencias bíblicas, exámenes de conciencia pietistas y los pequeños temas del catecismo, con los que me torturaban y atormentaban día tras día, surgió en ese momento y empezó a silbar: ¡el sexto mandamiento! ¡No desearás la mujer de tu prójimo! ¿Qué es esto? Debemos temer y amar a Dios, que vivamos castos y decentes de obra y de palabra... ¡Oh, Dios! ¿Es entonces nuestra alma un organillo que reproduce inexorablemente lo que una vez le inculcaron gritando? Y esta viejecita era la que siempre me había gritado. ¡Qué viejecita tan cumplidora! Había muerto hacía tiempo, descansaba en algún lugar de Alemania, encerrada en un ataúd de segunda clase, un metro y medio debajo de la gravilla. Y ahora estaba sentada ahí, contando dinero y guiñándome el ojo. Y así estaba siempre sentada, y me contaba las perragordas cuando me iba de viaje. Me inundaban entonces avalanchas enteras de amonestaciones y lecciones. ¡Excelentes palabritas! ¡Con el dinero que cuestas! Así serás un hombre capaz, que inspire respeto...

Miré hacia allí con una mezcla de compasión y horror. Allí estaba sentado un trozo de mi pasado con el que ya no quería tener nada que ver en absoluto y al que, sin embargo, no podía negar. Y justo aquí se apodera de mí este horrible fantasma y se viste del color de la vulgar repugnancia y me obliga, a causa de un momento sentimental, a reconocerlo. ¡Dios! ¡En qué mezquinos límites estamos encerrados! Con espíritu libre salimos al mar para rehuir sosos y monótonos salmos de la iglesia, y allá fuera, en el mar, nos alcanza un fantasma vengativo, se construye a partir de nuestra propia alma invisible, se hincha con el clamor de nuestros días de infancia y boga hasta aquí, surge del Canal de la Mancha, se planta ante nosotros, se mofa de nosotros y nos obliga a pactar.

Cuando me había empapado de toda la amargura de este fatal fenómeno casi hasta la última gota —ya estaba a punto de tirarme por la borda para evitar la aparición—, de repente el sapo amarillo dio la vuelta, como sacudido, y se alejó suavemente en dirección a la costa francesa. Sentí que el proceso había pasado. Y súbitamente hundí la cara en las dos manos, como en un acceso de agotamiento, y escuché a mi fuero interior como si supiera que allí estaba el sapo amarillo y no sobre el mar, el fantasma que tanto me torturaba.

Y así estuve disfrutando largo tiempo. Entonces me vi rápidamente y abrí los ojos. Inmóviles yacían mis compañeros de viaje, en los bancos, en el suelo, y se entregaban a los rayos de sol. Nadie parecía haber visto el barco amarillo que tan cerca había estado de nosotros.


Very nice day today, sir
! —dijo de repente el capitán a mi lado.

Sí, efectivamente era un día maravilloso. Sólo entonces, cuando me dirigieron la palabra, me di cuenta de que el acceso había pasado realmente. Ante nosotros, a la izquierda, se extendía la costa inglesa, verde, preciosa, serena, feliz como una piedra preciosa.

—Clacton on Sea —anunció el capitán al cabo de un rato.

Nos avisaron de que el vapor sólo se detendría unos pocos minutos y regresaría inmediatamente a Londres.

—¿Quiere venir con nosotros? —me preguntaron.

—No —declaré—, me voy a bajar.


Oh, it's a beautiful day today, sir!
—repitió el capitán.

Cada vez me sentía más aliviado. Segundo tras segundo ascendí desde los abismos de la locura y despojé a mi alma de las capas feas del engaño sufrido. Con júbilo y alegría observé las pequeñas maniobras para atracar, así como los signos de mi reconciliación con el mundo externo, sano y seguro.

—Clacton on Sea.

Era uno de los balnearios recién creados, cuya costa daba por completo al sur, donde les gustaba a los ingleses, especialmente en invierno, disfrutar al aire libre de la luz durante unos días.

Me bajé, y apenas di diez pasos desde el embarcadero, cuando vi al pastor alto y flaco del lugar con un armonio, en medio de una pradera verde, rodeado de una pequeña y alegre comunidad de fieles que se había reunido para la misa. Pronunció un discurso solemne y cordial, y yo me encontraba tan enfermo y débil que me quité el sombrero y me uní a ellos.

Más tarde estaba sentado en la costa y miré durante horas al mar, hacia Alemania, y contemplé los millones de crestas blancas sobre aquel fondo incomparablemente azul. El vapor había partido hacía mucho tiempo. Los dos vapores habían partido hacía mucho tiempo. La gigantesca superficie estaba libre para pensamientos ilimitados, ilimitados como el mar con su colosal monotonía.

Notas

[1]
Leber: hígado. Kotze: devuelto.

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