Read La fábrica de hombres y otros relatos Online
Authors: Oskar Panizza
—Mirad, ahí va. Mirad, es uno de esa extraña raza que tiene sangre en el cuerpo y piensa. Mirad cómo anda, cómo se mueve, cómo puede adoptar diversas posturas. Mirad cómo se transforma su cara. Ahora ríe, ahora se vuelve a poner serio. Estas extrañas criaturas son como de goma, pueden ponerse en cualquier posición y sentir también cada sentimiento en su corazón; luego su cara se transforma, se estremece y chasca la lengua, enrojece como la púrpura y palidece como la cal. Mirad cómo anda; los tubos —piernas de lana—, que sólo son envolturas para ocultar los fatales movimientos, se bambolean de un lado para otro. ¡Una raza magnífica! Hay que ver cómo a menudo van caminando por la calle, guiñan el ojo y luego se paran de repente y miran a través de una gran luna transparente y leen títulos de libros; cómo más tarde se quedan rígidos de pronto, se les salen los ojos de las órbitas y todo su exterior traiciona que un horrible cambio se está produciendo en su interior; entonces tienen que pensar lo que su cabeza ordena y sentir lo que prescribe una roja bola de goma, situada en el pecho, y se mueven al arbitrio de ambos. Hay que ver cómo saltan, chascan la lengua y retuercen el cuello; se tiran a un lado y a otro, sacan el pecho, jadean y vuelven a hacer una reverencia... ¡es demasiado grotesco!
Corrí todo lo rápido que pude; me resultaba inquietante. A pesar del frío viento matinal, me caían gotas de sudor, como perlas, de la frente. El sol debía haber salido ya. A lo lejos apareció un castillo reluciente, bañado por los rayos del sol, y enseguida, en una curva del camino, vi ante mí una pequeña ciudad hospitalaria, con iglesias y jardines. Tenía la impresión de volver de una excursión horrorosa por el reino de las sombras al mundo, que habría abrazado con entusiasmo a pesar de todas sus miserias. Apenas había avanzado cien pasos, cuando vi a un campesino atareado con un rastrillo a la espalda, que venía a mi encuentro. Enseguida me di cuenta de que se trataba de un hombre como yo, creado por fecundación natural. No pertenecía a ninguna raza artificial, ya que cogía de vez en cuando la pipa que llevaba en la boca, se ajustaba el sombrero, miraba hacia el cielo, y comprobaba de dónde soplaba el viento; en resumen, realizaba movimientos naturales.
—Querido amigo —dije cuando estuvimos cerca—, ¿puede decirme qué clase de casa es esa de ahí detrás, a apenas cien pasos de la carretera?
—¡Ay, señor! —exclamó el hombre, en quien reconocí enseguida a un representante de la tribu más amable de Alemania, a un sajón—. Querido señor mío, eso se lo puedo decir muy bien, es la célebre
real fábrica sajona de porcelana de Meissen.
Érase una vez, hace unos dos mil años, un hombre rico con una mujer hermosa, que se querían mucho pero que no tenían hijos y deseaban mucho tenerlos, y la mujer rezaba día y noche por ello, pero no los tuvieron.
—
¡Ay! —dijo la mujer con dolor—. Si tuviera un hijo rojo como la sangre y blanco como la nieve. Después de nueve meses tuvo un hijo blanco como la nieve y rojo como la sangre. El hijo fue varón. Y cuando vio esto, se alegró mucho.
Cuentos para niños,
HERMANOS GRIMM.
Estaría en Francia, cuando hace varios años, en una de mis caminatas invernales, llegué hacia el atardecer a una larga carretera helada, que parecía no tener fin. Ninguna columna de humo que indicara la proximidad de un poblado humano. Anochecía. No se veía luz alguna. Mi mochila estaba vacía. Había comido el último bocado sobre el mediodía. Sería noviembre, y hasta donde alcanzaba la mirada, los bosques y campos se veían cubiertos con una dura capa de hielo y nieve. La mala costumbre de no llevar nunca un mapa conmigo, ni de calcular las horas de camino, ni de reparar en las fincas y pueblos cercanos parecía querer vengarse de mí despiadadamente en esta ocasión.
Las personas cuya fuerza imaginativa es más poderosa que su entendimiento, no deberían viajar nunca a pie en solitario. Absortas siempre en sus pensamientos, ven jarras llenas de cerveza y tabernas repletas de seres humanos vociferantes, donde el mapa no señala ninguna posada en tres horas a la redonda. Y la auténtica realidad los castiga entonces de la manera más penosa por sus imaginaciones secretas e ilícitas. Tales hombres no deberían emprender ninguna empresa mundana, ni construir casas, ni comprar Valores del Estado; que especulen sobre lo sobrenatural, allí las pérdidas no son tan terribles.
Ocupado en tales pensamientos, nadie se alegró tanto como yo cuando, siguiendo por la interminable carretera, vi acercarse a un viajero con pesadas raquetas de nieve. Me miró sorprendido cuando nos encontramos y preguntó:
—¿Cómo viene por aquí a una hora tan tardía, donde no hay un poblado a varias horas a la redonda? Yo, por mi parte, sólo viajo en el crepúsculo y de noche, porque mis ojos no soportan la luz del día y estoy muy familiarizado con el camino. ¡Pero usted se perdería!
Como yo no respondí nada, el desconocido, cuyas incisivas palabras me habían inspirado respeto, continuó:
—El cielo se ha preocupado esta vez por usted. Justo detrás de esta colina, a la que llegará en diez minutos, se encuentra una posada, de la que vengo ahora mismo. Es totalmente desconocida, así que usted no podía esperar encontrarla. A pesar de ello se encuentra en este camino; no viene en ningún mapa y yo poseo los mejores; yo mismo la vi hoy por primera vez, y sin embargo es muy antigua. «La posada de la Trinidad»; la gente parece bien instalada, aunque de maneras anticuadas y lentas. Allí le atenderán perfectamente. ¡Que le vaya bien!
Mientras pronunciaba las últimas palabras, pisoteó repetidamente el helado y duro suelo, ya que parecía tener mucho frío. Se despidió rápidamente, nos separamos y nos fuimos cada uno por nuestro lado.
—¿Me permite una última pregunta? —le grité—. ¿Qué vende usted? ¡Su mochila parece llena y pesada!
—¡Devocionarios! ¡Devocionarios! —respondió precipitadamente—. Pero ya no por mucho tiempo, ya no por mucho tiempo... es que esta época...
No pude entender el final de la frase, el viento se la llevó de la boca. Me apresuré, y de hecho, después de haber alcanzado la cima de la siguiente colina que avanzaba hacia la carretera, divisé una pequeña hondonada, en la cual se encontraba una casita escondida y retirada. Un débil resplandor salía de las pequeñas ventanas de la planta baja. El primer piso, que terminaba en un tejado puntiagudo, parecido a los de las granjas de la comarca, estaba oscuro. Cuando me acerqué, descubrí encima de la baja puerta de madera, pintada de marrón, las delgadas letras de un rótulo sobre un fondo blanco: Posada de la Trinidad. No pude distinguir otro letrero que indicase que se trataba de una posada. No había ningún brazo que sobresaliese con la enseña o con la jarra llena de cerveza espumosa. Aparte de esto, no había nada en el entorno que me hubiera podido llamar la atención. Detrás de la casita un estercolero mostraba que esta gente se dedicaba a la agricultura. Un pequeño jardín vallado. Unos campos deslindados con siembra de otoño. Y delante de la casita, un alto y hermoso palomar, cuya aguja gótica parecía que había sido trabajada con mucho detalle. Por lo demás, ya se había hecho casi de noche. Un viento del este fuerte y seco traspasaba mi ligera levita. Me dirigí a la puerta y llamé. Al cabo de un rato, oí unos pies que se arrastraban ruidosamente por el pasillo, y un anciano con cabellos blancos que apoyaba una mano temblorosa en una muleta abrió la puerta.
—¡Por fin llega usted! —gritó, sin mirarme de cerca, como se trata a viejos conocidos—. Usted ha pasado mucho tiempo en España, ha atravesado toda Francia y ha viajado por Inglaterra; una vez quiso ir a Noruega, lleva todo el año vagando por Alemania, conoce todas las ciudades y aldeas y contempla cada campanario, mira cada ciénaga y por fin llega a Franconia, a la pequeña posada de la Trinidad, apartada del mundo al que tenía que llegar... ¡Llevo tanto tiempo esperándole!
El decrépito anciano que me habló de forma tan extraña había abierto entretanto la puerta de la sala y entré en una habitación al estilo de las posadas rurales, con una mesa grande y tosca, sillas marrones y nudosas, una gran estufa de cerámica, un reloj de pared, cuadros de santos y batallas, y un crucifijo.
—Voy a llamar enseguida a mi querido hijo —añadió—. Se alegrará de verle. Estará arriba, estudiando; desgraciadamente estudia demasiado para mi gusto.
Al decir esto, abrió la puerta y gritó hacia el piso de arriba:
—¡Christian! Christian, querido hijo, baja un momento, ya ha llegado el joven al que hemos esperado tantos, tantos años.
No me sorprendió poco esta extraña bienvenida. Estaba a punto de expresar este sentimiento haciendo una pregunta al anciano cuando se abrió la puerta de arriba con un leve ruido. Se oyeron unos pasos temerosos por las escaleras y poco después entró en la habitación un joven pálido de rasgos extraordinariamente hermosos. Era tímido y de un recato casi femenino. Llevaba un largo manto blanco, atado con una cuerda sencilla alrededor de la cintura, a la manera de los monjes. Con la mano extendida y una mirada inefablemente amistosa vino hacia mí.
—Dios le bendiga —dijo señalando hacia el anciano con la mano.
—¡Christian! —exclamó éste con voz sollozante, dejando caer su muleta y dando una palmada con ambas manos—. ¡Christian, hijo mío, qué aspecto tienes! ¡Has pasado otra vez toda la noche despierto, estudiando y consumiéndote! ¡Dios mío, si te me murieras! Christian, si te nos murieras y nos dejaras a tu madre y a mí, todo estaría perdido; todas nuestras esperanzas aniquiladas; ¡todo el negocio se iría al Diablo!
En ese momento oí afuera, detrás de la casa, una carcajada sorda, horrible, sarcástica, que procedía de un cuarto estrecho y cerrado, mitad gruñido, mitad balido, como de un macho cabrío, pero capaz de dar una expresión humana a su voz.
Todos empalidecieron en la habitación, y yo también retrocedí un poco, impresionado por la humanidad de la voz, y miré al viejo, interrogándole.
—Procede de la pocilga —dijo éste, como para tranquilizarme—. Tenemos encerrado allí a un tipo que se burla de nosotros y a quien damos de comer para que no provoque daños en otros lugares, en los campos y aldeas de la comarca. Por lo demás es inofensivo.
—¡Padre! —exclamó enseguida el joven implorando con voz suplicante—. ¡Padre, querido padre, deja de pronunciar su nombre, te lo ruego, ya sabe que quiere nuestra ruina!
—No me preocupa —replicó el anciano, que había recogido de nuevo su muleta mientras tanto—. Pero tú sí que me preocupas; ahora vete, sal a ver tu madre y dile que sirva la cena, y que tenemos huésped.
El joven salió de la habitación arrastrando su blanco manto, con la cabeza gacha y pasos lentos y solemnes. El anciano y yo nos volvimos a quedar solos.
—El joven me preocupa —insistió éste de nuevo cojeando de un lado para otro—; es tierno como una planta joven; no es de extrañar por la vida que lleva; en lugar de salir al campo y trabajar como los demás, se queda arriba encerrado, estudiando Concordancias y Vulgatas. Tiene las mejillas pálidas y chupadas, el pecho hundido y débil; tose a menudo, da pena. El chico me preocupa.
Estaba tan impresionado y perturbado por todo lo que había visto y oído hasta ese momento que no sabía por dónde empezar para resumirlo en una síntesis razonable. Estaba firmemente convencido de que el anciano me tomaba por otra persona, pues esta acogida habría sido inconcebible. Por otro lado, debía reconocer que muchas de las cosas que me había dicho en la puerta eran ciertas hasta en los mínimos detalles. También me pareció muy sospechosa la forma amistosa, casi solemne, con la que el joven tísico, envuelto en su hábito blanco, me saludó. Tenía algo tan infantil y distraído en su mirada, algo tan lánguido y romántico, como si estuviera fuera del mundo, y al mismo tiempo algo tan afectuoso, que estaba convencido de que cualquier otro en mi lugar habría sido recibido de la misma forma. De ahí deduje el estado mental del joven y no llegué a ninguna conclusión halagadora. Quiero decir que el tierno joven no me pareció lo suficientemente resistente para este mundo. Tampoco me resultó clara la relación familiar entre el «Padre» y el «Hijo». Era imposible que el anciano fuese el padre del joven. Estaba dando vueltas a todo esto mientras el viejo iba de un lado para otro de la habitación arrastrándose y haciendo ruido.
Habría hecho alguna pregunta para orientarme si el miedo a empeorar mi situación, preguntando demasiado y descubriendo la verdad sobre mi persona, no me hubiera retenido. Hasta ahora me había recibido bien y con cordialidad. Si ocurriera algo que mostrara que el viejo se había equivocado en cuanto a mí, estoy seguro de que esta familia tan rara me pondría en la puerta. Tenía claro desde hacía tiempo que el albergue donde había encallado era sospechoso, y no pude dejar de evocar aquellas sórdidas escenas de «La Posada del Spessart» y recordar los métodos más horribles todavía de aquel posadero clásico de la Antigüedad, Procrustes, con sus fatales camas, cuando se abrió la puerta y entró una joven con una gran fuente humeante. El anciano dejó de ir de un lado para otro, miró a la recién llegada de soslayo y dijo dirigiéndose a mí:
—Esta es María, mi hija María...
Entonces carraspeó, como si quisiera continuar, pero reprimió sus palabras y siguió paseando ruidosamente por la habitación. Miré a la joven. Su rostro presentaba rasgos judíos muy acusados; cejas juntas, pómulos algo prominentes, pero sin romper la armonía de la cara, de no reducidas facciones; nariz noble, ojos en forma de almendra, con pupilas semejantes a cerezas negras que se fundían, y también dos labios fuertes y carnosos que revelaban una sensualidad pronunciada; cabellos de azabache, ondulados y muy desordenados, completaban el tipo oriental; pero, sobre todo, esa somnolencia general que su rostro expresaba, como si una mano blanda le hubiera acariciado la cara de arriba abajo.
Respondió a mi mirada escrutadora y curiosa con gestos pícaros y burlones, como una persona que reconoce encontrarse en una situación indigna de sí misma pero que no quiere admitirla y se conforma con mostrar un desdén artificial hacia los demás. La joven estaba de hecho casi envuelta en trapos y parecía hacer el trabajo de una criada. No se podía afirmar hasta qué punto tenía que ver la negligencia y el desarreglo personales con su forma de vestir.
Lo que había traído la joven era una fuente con apetitosas patatas humeantes cocidas con la piel, que había dejado al lado, en una especie de aparador. Abrió el cajón de la mesa grande y pesada y sacó la vajilla, cuchillos, tenedores y el salero. Después de poner la mesa y dejar la gran fuente en el centro de la misma, María salió de la habitación y pude constatar en ese momento que la parte posterior de su aseo era todavía más desastrosa que la anterior.